FRANCISCO ARIZA 

EL SIMBOLISMO DE LA HISTORIA
Una perspectiva hermética de la Tradición de Occidente


Fig. 4bis

 

CAPÍTULO IV

LA PROVIDENCIA Y EL DESTINO

 

Decíamos que el Ser Universal no interviene directamente en el curso de la Historia, y esto, lejos de constituir algo que poco tiene que ver con lo que estamos tratando, es sin embargo una cuestión fundamental que merece que le prestemos toda la atención posible, pues como veremos no sólo está estrechamente vinculada con la metafísica de la Historia, sino que es una de las claves para entenderla con la mayor amplitud de miras posible y de acuerdo a su naturaleza de Ciencia Simbólica. Más arriba hablábamos de cielo y tierra, y del hombre como intermediario entre ambos, conformando así una tríada (cielo-hombre-tierra) que se corresponde respectivamente con los tres mundos o niveles cósmicos. Y referida específicamente a la simbólica histórica debemos considerar aquí las relaciones que existen entre esos mundos y el ternario universal constituido por la Providencia, la Voluntad y el Destino, ternario que ha sido estudiado en los tiempos actuales por René Guénon, sobre todo en el capítulo XXI de La Gran Tríada, titulado precisamente «Providencia, Voluntad, Destino». En realidad se trata de un concepto muy antiguo, que encontramos de una u otra manera en todas las tradiciones, y en la nuestra en particular entre los pitagóricos, platónicos y el Corpus Hermeticum, donde se alude a la Providencia como la «reina de todas las cosas», la que invocan aquellos que desean «realizar una búsqueda exacta y concienzuda de la doctrina celeste». La hallamos igualmente en Cicerón y entre los estoicos, e incluso los aristotélicos, a uno de los cuales, Alejandro de Afrodisia, se debe la autoría de dos tratados: Sobre el Destino y Sobre la Providencia; de esta última se dice que reside en el cielo, desde donde se ejerce su influencia sobre la región sublunar, sometida a la generación y a la corrupción, lo que la convierte en la única parte del Universo que tiene verdadera necesidad de ella. Entre los neoplatónicos cristianos Dionisio Areopagita, Boecio (discípulo de este último) y San Agustín la Providencia ha sido tratada en profundidad; en concreto Boecio vertió su pensamiento al respecto en su obra más famosa: La Consolación de la Filosofía, pensamiento que pasó a la Edad Media, y a través del Renacimiento, hasta los filósofos de la historia de los siglos XVII-XVIII (sobre todo Giambattista Vico y Jacobo Benigno Bossuet), a excepción de los racionalistas.

En La Gran Tríada René Guénon nos dice que la Providencia, la Voluntad y el Destino son las tres potencias divinas que rigen el Universo, pero en un orden jerárquico, puesto que la más elevada es la Providencia, considerada como el «instrumento de Dios en el gobierno del Universo», y a la que las otras dos le están subordinadas. La Voluntad representa el término medio entre la Providencia y el Destino, como el hombre es también el término medio (intermediario) entre el Cielo y la Tierra. En este sentido el ser humano estaría en correspondencia con la Voluntad divina, y, como ella, pone toda la energía de su inteligencia en realizar los «planes» que la Deidad, a través de la Providencia, tiene asignados para nuestro mundo, equilibrando y neutralizando de esta manera el Destino,[41] considerado en este caso como el conjunto de las «influencias astrales» que emanan del medio cósmico y actúan sobre el individuo para determinarlo exteriormente. En síntesis: colaborar con la Providencia es, pues, trabajar en la realización del plan del Gran Arquitecto del Universo, y asumir nuestro verdadero Destino.

A continuación Guénon cita al esoterista y filósofo de la Historia Fabre d’Olivet (que vivió a caballo de los siglos XVIII-XIX), el cual también desarrolló estas ideas en sus obras Histoire Philosophique du Genre Humain y en Examens dels Vers Dorés de Pythagore. En esta última afirma que:

la concordancia entre Voluntad y Providencia constituye el Bien; el Mal nace de su oposición (…) El hombre se perfecciona o se deprava según tienda a confundirse con la Unidad Universal o a distinguirse de ella,

es decir, añade Guénon,

según que, tendiendo a uno u otro de los dos polos de la manifestación,[42] que en efecto corresponden a la unidad y a la multiplicidad, alíe su voluntad a la Providencia o al Destino, y se dirija así, o hacia el lado de la «libertad», o hacia el de la «necesidad». (…) Según la doctrina pitagórica, seguida además, en este punto como en tanto otros, por Platón, «la Voluntad trabajada por la fe (luego asociada por ello mismo a la Providencia) puede subyugar a la Necesidad misma, gobernar a la Naturaleza, y obrar milagros».[43]

Siguiendo con Boecio y su obra fundamental, La Consolación de la Filosofía, debemos añadir que en ella trata extensamente de la Providencia, del Destino, del Azar, de la Fortuna, del libre albedrío…, es decir de temas que sin duda alguna tocan de manera directa a la Metafísica de la Historia, contribuyendo a su conocimiento, pues no sólo alude a cuestiones que atañen al hombre considerado de forma individual, sino al conjunto de las sociedades y las civilizaciones, y más aún, a la vida entera, al Cosmos. Concretamente Boecio habla de todo ello en los libros IV y V, de los que extraeremos algunos fragmentos, en donde además reaparecen determinadas ideas que hemos expuesto anteriormente:

Toda generación y toda evolución en los seres sometidos a diferentes cambios tienen sus causas, su disposición y sus formas en la inmutabilidad de la inteligencia divina. Desde la ciudadela de su simplicidad, la inteligencia divina ha trazado un plan para poner en marcha los múltiples acontecimientos. Visto este plan en la puridad de la inteligencia de Dios, se llama Providencia. Si lo contemplamos en relación con las cosas que mueve y controla, los antiguos lo llamaron Destino. Cualquiera que examine con los ojos del espíritu la fuerza de ambos, comprenderá claramente la diferencia entre Providencia y Destino.

Providencia es la misma razón divina que todo lo dispone y que reside en el origen último de todas las cosas. Destino, por su parte, es el orden establecido inherente a las cosas sometidas a cambio y el nexo por el que la Providencia une todas las cosas y las sitúa en su propio lugar. La Providencia incluye a todos los seres, por diversos e infinitos que sean. El Destino, en cambio, regula los movimientos de los diferentes seres particulares en lugares y tiempos diversos. Así, el desarrollo en el tiempo de este plan divino, visto en su unidad por la inteligencia divina, es la Providencia. Se llama Destino al mismo plan unificado, tal como se presenta y se desarrolla sucesivamente en el tiempo.

Providencia y Destino, aunque diferentes, dependen uno de otro. El orden del Destino depende de la simplicidad de la Providencia. Pues así como el artista concibe en su mente la idea de la obra que va a plasmar y la lleva a efecto después en intervalos de tiempo, de la misma manera Dios con su Providencia dispone cuanto ha de suceder en su único y estable plan. El Destino, en cambio, es la realización del plan de Dios en sus diversas formas y tiempos. Así, ya sea que la obra del Destino se realice con la ayuda de los espíritus celestes al servicio de la Providencia, ya que la red de los acontecimientos sea tejida por el alma del mundo, por la obediencia de la naturaleza, por el movimiento de los astros en el cielo, por el poder de los ángeles, por la compleja astucia de los demonios o por alguno de ellos o por todos juntos, una cosa es clara: la Providencia es el plan simple e inmutable de cuanto sucede. El Destino, en cambio, es la red siempre cambiante y la disposición a través del tiempo de cuanto Dios ha planeado en su simplicidad.

De esta manera todo lo que está sujeto al Destino depende de la Providencia a la que está sujeto el mismo Destino. Hay, sin embargo, cosas que escapan al Destino y se rigen sólo por la Providencia. Son aquellas que, estando por encima de lo cambiante permanecen próximas a la Divinidad en inmutable estabilidad. Imaginemos una serie de esferas o círculos concéntricos que se mueven en torno a un eje. El más interior participa más intensamente de la simplicidad del centro común y se convierte a su vez en centro de los que giran más alejados. El círculo más externo describe una órbita mayor, tanto más amplia cuanto más alejada está del punto céntrico uno e indivisible. Y de la misma manera que todo lo que se une al centro se aproxima a la simplicidad y escapa a la dispersión, así, cuanto más se aleja uno de la primera y suma inteligencia, más atrapado se ve en las redes del Destino. Por el contrario, cuanto más se acerca al centro o eje, más libre se ve del Destino. Y si alcanzara la estabilidad del espíritu divino, se vería libre de todo movimiento y escaparía a la necesidad impuesta por el Destino. La relación entre el cambiante curso de éste y la estable simplicidad de la Providencia es la misma que existe entre el razonamiento y la inteligencia, entre la criatura y el Ser por esencia, entre el tiempo y la eternidad o entre el círculo y el punto en torno al cual gira.

El curso del Destino pone en movimiento el cielo y las estrellas, regula la mutua relación entre los elementos y los transforma a través de muchos cambios. Renueva todos lo seres que nacen y mueren por medio de sucesivas generaciones de animales y plantas. Dirige también los actos y la suerte de los hombres valiéndose de una indisoluble cadena de causas que, por fuerza, han de ser inmutables, del mismo modo que la Providencia, donde tienen su origen, es inmutable. Así, pues, las cosas funcionarán de modo perfecto si la simplicidad inmanente de la mente divina despliega un inmutable orden de causas que dirija con su invariabilidad todas las cosas sujetas a cambio y que, de otro modo, fluctuarían sin rumbo.

Es sumamente clarificador todo lo dicho por Boecio, y vemos cómo su pensamiento, en tanto que representante de la «cadena áurea», expresa perfectamente la doctrina tradicional a este respecto. La Providencia, como queda dicho, es el centro que «dirige», o que «gobierna», todas las cosas sin intervenir en su curso, y del que emana el orden inmutable del universo. Ese orden inmutable, en uno de sus códigos simbólicos, está representado por el movimiento en espiral de la «serpiente cósmica» en torno al «Eje del Mundo». Este último se corresponde con la Providencia, mientras que los movimientos de la espiral serpentina señalan los ciclos de la manifestación universal, o como dice Boecio «el curso del Destino que pone en movimiento el cielo y las estrellas», regulando la mutua relación entre los elementos y transformándolos a través de indefinidos cambios, y cuyo sentido ascendente es generado por la atracción de la «Voluntad del Cielo», conduciendo a todos los seres, tarde o temprano, hacia su perfección total en el seno de la Unidad metafísica. No hay detención ni discontinuidad en ese movimiento perpetuo, pues el tiempo, dice René Guénon,

… que abarca el pasado y el futuro es en su conjunto absolutamente continuo, y sólo puede ser dividido en partes en el plano lógico, no en la realidad; por esta continuidad que constituye la duración contrasta con la eternidad, que es, por el contrario, el «instante» intemporal y sin duración, el verdadero presente del que no es posible tener ninguna experiencia temporal. La eternidad se refleja o se expresa en el «ahora» que en todo tiempo separa y une a la vez el pasado y el futuro; e incluso este «ahora», en cuanto es realmente sin duración y, por consiguiente, invariable e inmutable a pesar de la ilusión de «movimiento» debida a una consciencia sometida a las condiciones de tiempo y de espacio, no se distingue verdaderamente de la eternidad misma, en la que el conjunto del tiempo está siempre presente en la totalidad de su extensión. La independencia esencial y absoluta de la eternidad con respecto al tiempo y a toda duración, que la mayoría de los modernos parecen tener tanta dificultad en concebir, resuelve inmediatamente todas las dificultades planteadas a propósito de la Providencia y la omnisciencia divinas: éstas no se refieren al pasado y al futuro como tales, que sólo están en función del punto de vista contingente y relativo del ser condicionado por el tiempo, sino a una simultaneidad total, sin división ni sucesión de ningún tipo.

Y a continuación apunta algo que ya hemos señalado más arriba y que aclara definitivamente las «funciones» respectivas de la Providencia y del Destino, o de la eternidad y el tiempo, así como sus relaciones mutuas:

A este respecto, la relación de la eternidad con el tiempo se puede comparar con la que existe entre el centro y la circunferencia: todos los puntos de la circunferencia y todos los radios son siempre visibles simultáneamente desde el centro, sin que esta visión interfiera en nada con los movimientos que se producen en la circunferencia o a lo largo de los radios, y que aquí representarán, respectivamente, la determinación (encadenamiento de los acontecimientos en el recorrido ordenado de la circunferencia) y la libre voluntad (movimiento centrípeto y centrífugo) con los que no puede, por consiguiente, haber ningún conflicto.[44]

Esto último es sumamente importante. En efecto, ese movimiento centrípeto y centrífugo de la libre voluntad señala respectivamente su acercamiento o alejamiento con respecto a la Providencia, que se identifica con el centro del círculo, el cual puede ser visto como el «círculo del destino individual». Todo depende, pues, de la libre voluntad, o libre albedrío, el que puede llevarnos por el camino que nos une al centro: es entonces cuando esa libre voluntad está íntimamente unida a la inteligencia y trasciende la «necesidad del destino», pues el hombre comprende que su única «necesidad» y su único «destino» es el conocimiento del Sí Mismo en sí mismo, vivido como una vuelta al Origen, a la casa del Padre;[45]  o bien ese libre albedrío nos puede conducir por aquel otro sendero que nos aleja de dicho centro, precisamente cuando esa misma libre voluntad se muestra pasiva ante las «influencias astrales», las que, en ausencia de otras influencias superiores (el mundo inteligible de las ideas), la determinan y la mantienen sujeta en el mundo de la generación y la corrupción, es decir en el mundo de la multiplicidad. A este respecto, en el libro hermético los Extractos de Estobeo se afirma lo siguiente:

 La Providencia es el designio perfecto del Dios que reina en los cielos (…) Lo que controla el conjunto del mundo es la Providencia, lo que lo mantiene o envuelve es la Necesidad; la Fatalidad lo empuja todo y todo lo mueve en círculo por constricción (pues su naturaleza es el constreñir), ella es quien causa la generación y la corrupción. Así, el mundo goza el primero de la Providencia (ya que recibe el primero su influencia), la Providencia halla su explicación en el cielo por el hecho de que los dioses giran y se mueven en él con movimiento incansable y sin fin, la Fatalidad halla su explicación en él porque ellos se mueven allí por necesidad.

También en Los Estados Múltiples del Ser (cap. XVII), René Guénon, citando a Tchuang-Tse, afirma que la palabra destino designa el verdadero ser de las cosas:

Una consecuencia muy importante de esto, es que se puede decir que todo ser lleva en sí mismo su destino, ya sea de una manera relativa (destino individual), si se trata solo del ser considerado en el interior de un cierto estado condicionado, ya sea de una manera absoluta, si se trata del ser en su totalidad, ya que «la palabra destino designa la verdadera razón de ser de las cosas». Solamente que el ser condicionado o relativo no puede llevar en él más que un destino igualmente relativo, referente exclusivamente a sus condiciones especiales de existencia; si, considerando el ser de esta manera, se quisiera hablar de su destino último o absoluto, éste ya no estaría en él, pero porque no es verdaderamente el destino de este ser contingente como tal, puesto que se refiere en realidad al ser total. Esta precisión basta para mostrar la inanidad de todas las discusiones que se refieren al «determinismo».

En este sentido, también Federico en El Simbolismo de la Rueda (cap. IX) habla de que el destino es la «efectivización de nuestro ser»:

Con respecto a nuestra individualidad o a la manifestación de la personalidad, podríamos hacer notar que no sólo estamos condicionados por nuestro pasado, madre o matriz, lo cual resulta casi obvio, sino igualmente por nuestro futuro –puesto que estos extremos se conjugan siempre en la actualidad del presente– que como otro polo nos atrae hacia sí. Esta es la idea de destino, en cuanto éste es la efectivización de nuestro ser. Pero esto únicamente es posible si se ha desencadenado la potencia dramática del sí mismo, actitud que revela la búsqueda del origen, o la memoria de un pasado arquetípico. Lo que es idéntico a viajar en el sentido –aparentemente inverso– del encuentro del destino, ya que este destino es el origen, y este origen el destino.

De nuevo Boecio:

Los seres humanos son necesariamente tanto más libres cuanto más se aplican a la contemplación de la mente divina, y tanto menos libres cuanto más descienden a los seres materiales. Y todavía menos cuando quedan atrapados en las redes de la tierra. Alcanzan, por último, la máxima esclavitud cuando se entregan al vicio y pierden la posesión de su propia razón. Sucede que cuando han apartado sus ojos de la luz de la verdad superior para fijarlos en el mundo inferior y tenebroso, se ven enseguida envueltos en la nube oscura de la ignorancia. Se ven turbados por pasiones funestas y, al ceder a ellas y consentirlas, no hacen más que fomentar la esclavitud contraída, haciéndose, por decirlo así, prisioneros de su libertad. Aun así, el ojo de la Providencia ve desde la eternidad todas las cosas y tiene predestinado para cada cual su merecido.

Precisamente, este último párrafo nos descubre el sentido etimológico de la palabra Providencia, que el mismo Boecio explica de la siguiente manera:

Si Dios es un eterno presente, su ciencia trasciende también todo cambio temporal y se mantiene en la simplicidad del estado presente. Abarca el curso infinito del pasado y del futuro y los ve en la simplicidad de su conocimiento como si sucedieran en el presente. En consecuencia, si se quiere considerar la presciencia por la que conoce todas las cosas, se habrá de concebir ésta no como una especie del conocimiento del futuro, sino como una ciencia de un presente interminable. Por tanto no debe decirse que es una «pre-visión» (praevidentia), sino más bien una pro-videncia (providentia), pues situada lejos de las cosas bajas, supervisa todas las cosas, por decirlo así, desde la más alta cumbre de las cosas (…) sin alterar por ello la cualidad de las cosas que para El están en el presente, pero que son futuras desde un punto de vista temporal.[46]

Y haciendo una síntesis magistral de todo lo que llevamos dicho sobre la Providencia, he aquí lo que afirma Dionisio Areopagita, cumbre de la metafísica cristiana:

Pero, ¿cómo, existiendo la Providencia, puede haber alguna especie de mal? El mal, en cuanto es mal, ni es, ni está en las cosas. Además, ninguna cosa escapa a la Providencia, ni hay mal alguno que no esté mezclado con algún bien. Y si no hay cosa alguna privada del bien, y el mal es el defecto del bien –no estando privada del Bien cosa alguna–, en todas ellas existe también la Providencia divina, y no hay ninguna de ellas que escape a esta Providencia. Y hasta de aquellos que se hicieron malos, usa misericordiosamente la Providencia, para utilidad común o privada de ellos o de otros, y propiamente se cuida de cada cosa en particular.

Por lo cual no estamos conformes con el vano discurso de muchos, que dicen que la Providencia divina debería impulsar a todos hacia la virtud, aun cuando no quisiéramos; porque no es propio de la Providencia el violar la naturaleza. Por lo cual, la Providencia, que es conservadora de la naturaleza de cada cual, mira por los que están dotados de libre albedrío (vela por ellos), ya que libremente se mueven, y por todos y cada uno, de cierta manera general y propia de cada cual, en cuanto la naturaleza de aquellos sobre los que se ejerce su providencia son capaces de recibir sus universales y fecundos beneficios, los cuales son dispensados a cada uno según su capacidad.[47]


II

La vida de las culturas y las civilizaciones (que constituyen los sujetos y las protagonistas principales de la Historia) sufren, como el hombre individual, esos alejamientos y acercamientos al centro providencial, alejamientos y acercamientos considerados como una manera de expresar a su modo los flujos y reflujos que marcan el ritmo fundamental, contractivo-expansivo (yin-yang), de todas las cosas manifestadas. Cada acercamiento a la Providencia (es decir a la Inteligencia que gobierna el Universo) señala los períodos de plenitud, mientras que el alejamiento indica los períodos de decadencia, ocaso y finalmente muerte, cuando el alma de la colectividad humana deja de responder a los impulsos que emanan de sus centros espirituales y vitales, es decir de las ideas-fuerza que conforman su ser y las religa con los principios eternos.

Este concepto de la Providencia como instrumento del gobierno del Universo está presente incluso en el discurso de algunos filósofos de la Historia que aunque no estén totalmente enmarcados dentro del pensamiento hermético tal cual aquí lo estamos exponiendo, no han roto sin embargo con su tradición cultural greco-latina y cristiana, como los ya nombrados J. B. Bossuet y G. Vico. Este último (1668-1744) se consideraba discípulo de Platón, Tácito y Francis Bacon, y se oponía frontalmente a las tesis racionalistas imperantes en su época pues veía en ellas, en su exceso, una ruptura radical con el pasado, que es lo que ciertamente se produjo durante la revolución francesa de 1789, la cual, en sus elementos más extremistas, es hija directa del racionalismo cartesiano llevado a lo social y político. Vico, en su obra Principios de una ciencia nueva sobre la naturaleza común de las naciones (abreviado Ciencia Nueva), dice lo siguiente:

Esta ciencia (se refiere a la jurisprudencia, que dimana de la justicia, y cuya parte principal «versa sobre las cosas divinas»), por todo esto, ha de ser una demostración, por así decirlo, del hecho histórico de la providencia, pues debe ser una historia de las órdenes que ella ha dado a la gran ciudad del género humano, sin previsión ni decisión humana alguna y muy frecuentemente contra los mismos propósitos de los hombres. Por tanto, aunque este mundo haya sido creado en un tiempo particular, sin embargo, las leyes que la providencia ha puesto en él, son universales y eternas. En la contemplación, pues, de esta divina providencia infinita y eterna, esta ciencia halla ciertas pruebas divinas por las que se confirma y demuestra.

Porque la divina Providencia, teniendo por ministro a la Omnipotencia, debe explicar sus órdenes por vías tan fáciles como las costumbres humanas; teniendo como consejera a la Sabiduría infinita, cuanto dispone debe ser ley; teniendo como fin su propia inmensa bondad, cuanto ordena debe estar siempre dirigido a un bien superior al que se proponen los hombres.

... De ahí que la prueba constante que se puede hacer es reflexionar si nuestra mente, dentro de la serie de posibles que le es permitido concebir, y en cuanto le es permitido, puede pensar mayor o menor número de causas u otras cosas distintas de aquellas de donde han salido los efectos de este mundo civil. Haciéndolo, el lector experimentará un divino placer en su cuerpo mortal al contemplar en las ideas divinas este mundo de naciones en toda la amplitud de sus lugares, tiempos y variedades; y convencerá de hecho a los epicúreos de que su azar no puede divagar locamente y alcanzar la salida por cualquier parte, y a los estoicos de que su eterna cadena de causas, con la que piensan ceñir el mundo, depende de la omnipotente, sabia y benigna voluntad del Optimo Máximo Dios.

... Al mismo tiempo, esta ciencia describe una historia ideal eterna, sobre la cual transcurren en el tiempo las historias de todas las naciones en sus orígenes, progresos, equilibrios, decadencias y finales. Afirmamos también que aquel que medita esta ciencia se relata a sí mismo esta historia ideal eterna, pues habiendo sido este mundo de naciones hecho por los hombres (...) y debiéndose hallar, por tanto, el modo de esto en la propia mente humana, ellos mismos son los sujetos del «debió, debe, deberá»; pues ocurre que cuando quien hace las cosas se las cuenta a sí mismo, la historia es la más cierta. Así, esta ciencia procede igual que la geometría, la cual, mientras construye y medita sobre sus elementos, se construye el mundo de las dimensiones; pero que tanta más realidad cuanto es mayor la que tienen las acciones humanas en relación con los puntos, líneas, superficies y volúmenes. En esto mismo está la razón que muestra que tales pruebas son de especie divina (...), pues conocer y hacer es una misma cosa en Dios.

La idea del Destino histórico está así ligada íntimamente con la Providencia y no deja de ser sino la expresión de ésta en el orden de la manifestación. En el ámbito humano es la voluntad del hombre la que permite que su destino esté en armonía con los designios de la Providencia, lo que supone la realización de todas sus posibilidades, y asimismo que esas mismas posibilidades se desarrollen en armonía con la Voluntad divina; dicho de otra manera: que nuestro destino particular «encaje», o mejor se «cumpla» en el Destino universal. Por el contrario, en la medida en que esa armonía o esa voluntad no existe, o está muy debilitada, el hombre queda atrapado en el «ciclo de la necesidad», o de la «fatalidad», la rota fati de los griegos, es decir queda prisionero de las leyes del devenir temporal, o sea de la serie interminable de causas y efectos, de muertes y nacimientos, que se encadenan a perpetuidad dentro de un mismo plano o lectura de la realidad, a falta de esa referencia central y vertical que puede sacarnos de ese plano y así conocer otras posibilidades más realmente universales de uno mismo, y esto es lo que significa la Providencia para el ser manifestado: la que le provee de un Destino, inexorable, que finalmente confluye en ella misma, en su Unidad.



NOTAS

[41] Como nos recuerda René Guénon en el mismo artículo: «El sabio domina a los astros» (Sapiens dominabitur astris). Este era un lema empleado por los rosacruces.

[42] En nota añade que esos dos polos son «las dos tendencias contrarias, ascendente una y descendente la otra, que se designan como sattwa y tamas en la tradición hindú».

[43] Una de las formas de representar simbólicamente estas vinculaciones entre la Providencia, la Voluntad y el Destino es por medio de tres esferas o círculos interrelacionados entre sí, de tal manera que el que se corresponde con la Voluntad, estando en medio, toca con su circunferencia el centro de los otros dos (fig. 4bis). A su vez, el centro de la circunferencia de la Voluntad es el punto donde tocan de manera tangencial las circunferencias correspondientes a los círculos de la Providencia y el Destino, «de suerte que las tres esferas vitales, al moverse una dentro de otra, se comunican sus respectivas naturalezas, y se dan una a otra su influencia recíproca.» (La Gran Tríada, capítulo XXI).

[44] Etudes sur l’Hindouisme, p. 208. Este texto es recogido también en el Prefacio de El Tiempo y la Eternidad, de A. K. Coomaraswamy. (Ed. Taurus, Madrid, 1980).

[45] «Las cosas que todavía son futuro para nosotros, ya han ocurrido desde el punto de vista de Dios en la Eternidad». Federico González, Las Utopías Renacentistas, capítulo IX.

[46] En esta traducción nos hemos ayudado también de la que hace Coomaraswamy en el libro citado.

[47] Dionisio Areopagita: Los Nombres Divinos, XXXIII.