FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

Fig. 73. Luca Pacioli. La Divina Proporción

Fig. 74. Cuadro de Logia


Capítulo X

LAS UTOPIAS RENACENTISTAS
LA IDEA DE LA CIUDAD CELESTE

(fin)

 

 

La obra que inaugura el género de las utopías renacentistas no es otra que la Utopía de Tomás Moro, el cual estuvo influido en su formación renacentista y metafísica por Pico de la Mirandola y Marsilio Ficino (entre otros), quien, recordaremos nuevamente, fue el gran traductor del Corpus Hermeticum y de la obra de Platón, en cuyo libro La República se inspiraron prácticamente todas aquellas utopías del Renacimiento que se describieron a modo de «ciudad ideal».

¿Qué deducimos de todo esto partiendo de los datos y las ideas que nos proporciona nuestro autor, quien se adentra con las Utopías en una concepción esotérica y metafísica de la Historia? Por de pronto que nos pone sobre la pista de que casi todas las utopías son insulares, o sea que esas ciudades ideales que se describen en la utopías se desarrollan en una isla, lo cual tal vez, y además de su sentido simbólico (la isla como imagen del cosmos), no sea sino el lejano eco de una realidad que tuvo su plasmación in illo tempore, en un tiempo que por su primordialidad ha acabado por pertenecer al ámbito sagrado del mito, e inoculado en la memoria de nuestra cultura occidental.

En efecto, Platón, según relata en el Critias, toma como modelo ideal de su República a la capital de la Atlántida,[471] la gran «isla en medio del mar océano», donde, no conviene olvidarlo, está el origen antediluviano de la Tradición Hermética (el «Hermes atlante» del que habla René Guénon), y que es también la matriz de muchísimas culturas y civilizaciones repartidas por los dos continentes, el Americano y el Europeo (sin olvidarnos del Cercano Oriente con Egipto y Mesopotamia, en cuya ciudad de Ur nació Abraham), los cuales durante el Renacimiento, y a partir de la aventura marítima de Cristóbal Colón, vuelven de nuevo a tomar contacto tras varios milenios de «separación», lo cual nos mete de lleno en la Historia invisible.[472] En la Ciclología, la civilización atlante se identifica con Occidente y, como hemos señalado en la nota, doce mil años después de su desaparición, o sea un ciclo completo de tiempo, el mismo Occidente vuelve a tomar protagonismo cuando Europa se «encuentra» con América, y viceversa, pues como en alguna ocasión ha señalado nuestro autor este fue el encuentro de dos culturas que por encima de sus diferencias tenían la «signatura» de un origen común.[473] En cualquier caso, con el Renacimiento se inaugura un nuevo período de tiempo que, en lo que respecta a Occidente, la Tradición que vehicula el Conocimiento no es otra precisamente que la Hermética.

 

Fig. 71. Plano de Tenochtitlan (México) en tiempos de Hernán Cortés

 

La existencia de un continente más allá de las «columnas de Hércules» está de alguna manera presente en algunos textos clásicos y en ciertas profecías bíblicas, o sea que fue presagiada ya desde antiguo, pero se debe a Cristóbal Colón (que para nuestro autor es el paradigma del hombre que vive con clarividencia la realidad de la Utopía) el haberla presentido con intensidad atendiendo a determinados signos que son captados por su fina intuición:

Parece que Colón sabía por sus lecturas y la peculiar información que poseía, de la existencia de otro continente al lado opuesto del Atlántico, al que llamaba las Indias. Gracias a Platón, Aristóteles, Séneca, Pío II (el Papa Ennio Piccolomini, ligado a la Academia Romana, y su obra Historia rerum ubique gestarum), Toscanelli, etc., y sobre todo la Biblia, particularmente Salmos y Profecías y de entre estas las de Isaías en donde se encontraba escrita de modo secreto su extraordinaria epopeya y la inmensidad de su descubrimiento, que incluía nada menos que el Paraíso Terrestre. (…)

Esto debía realizarse en un individuo, encarnar en una individualidad visionaria, de acuerdo a las pautas de los hados culpables del destino histórico que conformó lo que conocemos como Renacimiento e hizo que él descubriera –en correlación con los hallazgos experimentales científicos– América. Es decir un mundo otro entrevisto en los contenidos del Alma Universal, alucinado por el propio fuego de sí mismo; su «furor», como un estado de ebriedad anímico, fue el que movió a Colón a lanzarse a una aventura genial que lo tuvo como su protagonista.

Para el marino genovés la idea de mundos paralelos, o sea de otros espacios reales, que coexisten con nuestro mundo en el plano imaginal, los cuales deben por tanto tener una ubicación geográfica tangible, constituye el secreto que le es revelado en las escrituras. Pero al mismo tiempo está fascinado por su hallazgo, que físicamente se corresponde con su existencia mítica, metafísica. (Capítulo IX).

Fig. 70. Portada de Utopía de Tomás Moro

Fig. 72. Hypnerotomachia Poliphili

IV

Hablando de la Utopía de Moro, Federico traza la primera definición de la misma, cuyo nombre:

deriva del término u-topos, o sea de aquello que no tiene lugar, algo que por lo tanto está fuera del tiempo y del espacio para significar con seguridad un asunto imposible de realizar en este universo y relacionado con otro mundo, o sea con una región más allá de estas dimensiones, un ámbito celeste y perfecto donde las cosas fueran en verdad y no signadas por las imperfecciones humanas, una forma de la ciudad celeste o la ciudad de Dios.[474]

Esta idea de «no-lugar» que caracteriza a la Utopía recuerda también lo que decían los Rosacruces cuando hablaban de su «Templo del Santo Espíritu», el cual «no está en ninguna parte», y de ahí la denominación de «Colegio Invisible» dada a esta corriente hermética.

Por lo que puede advertirse que la comunidad de los rosacruces no está, al igual que la ciudad celeste, en ninguna parte, sino que es el lugar de reunión de todos aquellos que han alcanzado un nivel espiritual determinado que los hace conocerla, y por lo tanto ser uno con ella, al punto de ser los habitantes de esa Utopía, lo que indica sin duda una genealogía espiritual; una vinculación con una cadena que incluye también a los antepasados míticos. (Capítulo IV).

Precisamente nuestro autor consagra dos capítulos enteros a hablar de este importante movimiento hermético y cabalista-cristiano, de enorme influencia en su tiempo, tanto en el campo intelectual-espiritual como en el científico: «La Utopía de los Manifiestos Rosacruz» (cap. IV), y «Cristianópolis» (cap. V). En el primero de ellos vuelve a hablar de la Utopía en los siguientes términos:

La Utopía es un espacio distinto, un mundo invisible situado en el eterno presente. Por eso debe proyectarse hacia el futuro, como algo a conseguir, o hacia el pasado: una edad feliz, el paraíso terrenal, la Tradición. En este último caso apoyada por razones que van de lo biológico a lo histórico y que la memoria atestigua. El mito del Origen, que es vertical, es decir que existe permanentemente y en simultaneidad, debe ser trasladado al pasado para ser comprendido en la sucesión. Igualmente el deseo y la voluntad de integrarse a él se proyectan en un futuro posible; tal la razón de la Utopía.

No cabe mejor definición de la Utopía, y también de la idea misma del mito del Origen y su «eterna presencia», que le permite «coexistir» simultáneamente con el devenir temporal posibilitando así que el hombre pueda «liberarse» de su reincidencia cíclica. Por eso, el «presentimiento» de la simultaneidad del mito del Origen, es el acicate que necesitamos para iniciar su búsqueda proyectando la utopía en el tiempo futuro (la Jerusalén Celeste), pero para «comprenderlo» hemos de establecer un punto de partida, un «lugar» virgen, sin historia, que es el paradigma de la libertad y la felicidad (el Paraíso),[475] y a partir del cual se desarrolla toda la cultura humana, que guarda los «secretos» de ese Origen primordial en sus tradiciones sapienciales, es decir en la «cadena de testificación sagrada», que los revela a quienes están capacitados para comprenderlos. Por eso mismo el acceso a la Utopía, al «Colegio Invisible» o «Academia numénica», implica la abolición de la conciencia del devenir temporal.[476]

Nuestro autor continúa hablando de los Manifiestos Rosacruz, los cuales

fijan el ingreso a ese mundo [la Utopía], que es real, en otro espacio, e invitan de modo masivo a compartir su verdad a aquellos que por selección natural –si se pudiera emplear hoy este término– están capacitados para ello, y coexisten así con los que han conocido esa patria invisible en todos los lugares y tiempos, la que siempre ha de proyectarse hacia el futuro mientras exista este mundo. Ese es el propósito de cualquier escuela de Conocimiento: el de abrir una puerta hacia la sabiduría, tal como se dice en los Manifiestos y tal como los rosacruces se revelan a su tiempo con sus célebres escritos que tan extraordinario éxito tendrían en su momento y que gracias a ellos pudieron influir al medio hasta nuestros días ya que su proyecto llegó a un vasto público de importante nivel intelectual, especialmente en el mundo germánico y anglosajón –y de allí a todo Occidente– y a prohijar diversas instituciones, entre las que es dable señalar la Masonería (Ibíd.).

 

Fig. 77. Tommaso Campanella

 

Para Federico una de las utopías renacentistas más interesantes es «La Ciudad del Sol» (cap. III), de Tommaso Campanella («heredero del metafísico de Careggi», es decir de Marsilio Ficino), prácticamente contemporánea a las citadas anteriormente, y como en éstas su autor trata de transmitir la «Idea» de la Ciudad Celeste en una época precisamente en que estaba irrumpiendo con fuerza una concepción del mundo que no contemplaba dentro de sus postulados la posibilidad de vivir de acuerdo a esa Idea, que sin embargo ha persistido a pesar de todo, latente en la Memoria del Tiempo, conectada a la realidad concreta del ser humano a través de determinados personajes que la han vivido, y la viven, y conocen esa ciudad arquetípica hasta en sus más mínimos detalles, como nos dice Federico en un capítulo de El Simbolismo Precolombino (capítulo XVIII, «Mitología y Popol Vuh»), donde añade que esa ciudad arquetípica constituye en realidad una región metafísica, un país que convive con el nuestro, es decir:

Una patria de cuerpo espiritual en donde habitan los dioses y los difuntos. Una realidad impalpable que ya conocían los egipcios: «Ignoras, o tú Asclepios, que Egipto es la imagen del cielo y la proyección en este mundo de todo el ordenamiento de las cosas celestes? (Hermes Trismegisto, Corpus Hermeticum)».

Lo que la ciudad celeste es al simbolismo espacial, las genealogías o los antepasados lo son al temporal y ambas confluyen para cimentar la realidad (…) Casi todas las tradiciones han sentido que son herederas en esta tierra de aquella ciudad del cielo y descendientes de sus moradores, y de allí que hayan pensado invariablemente, que su patria constituía el centro del mundo; o sea un lugar especialmente ‘cosmizado’, en donde las energías del cielo y la tierra, de los vivos y los muertos se conjugaban permitiendo el desarrollo de la vida y de esa comunidad en el tiempo. (…)

De hecho toda la simbología se basa en la creencia de que un plan conocido es la expresión de otro desconocido y en las correspondencias que existen entre ellos, lo que fundamenta las leyes de la analogía. De manera unánime las tradiciones arcaicas han conocido este espacio y tiempo otro donde las cosas son más reales y efectivas, al punto de que nuestro mundo ilusorio y caótico debe imitar la realidad arquetípica para que su vida tenga un sentido. Esta vibración en la misma frecuencia de onda, o sea, acorde con el diapasón cósmico, es la manera de conocer otros planos de la manifestación más perfectos en cuanto más elevados, sutiles y transparentes, otros mundos tan verdaderos que resultan los auténticos. Pero esto último es una explicación moderna, una manera de decir; para la mentalidad tradicional, que no conoce esta terminología, no hay una gran diferencia entre la ciudad celeste y la ciudad terrestre, puesto que esta última es aquélla en este mundo.

 

Fig. 75. Tarot Visconti-Sforza. Una imagen de la Ciudad Celeste.
Corresponde a «El Mundo», arcano XXI del Tarot

 

La Utopía, la Ciudad del Sol, el Colegio Invisible expresan, pues, un estado muy elevado de la conciencia: un estado espiritual. Es nuestra propia alma que se reconoce habitante de la Posibilidad Universal; de ahí que esa ciudad no se encuentre en ningún lugar y, al mismo tiempo, esté en todas partes, como el Centro del Mundo, con el que se identifica, como los rayos del sol son el mismo sol, al que llevan hasta los rincones más lejanos del Universo, iluminándolos. Precisamente en este capítulo sobre «La Ciudad del Sol», nuestro autor nos recuerda lo siguiente:

La asimilación de la ciudad, o estado, con el propio ser humano y sus estados de conciencia viene de antiguo y así A. K. Coomaraswamy puede decirnos en su estudio «¿Qué es Civilización?» lo siguiente: «En el pensamiento de Platón hay una ciudad cósmica del mundo: la ciudad del estado, y hay un cuerpo político individual, y ambos son comunidades (griego koinônia, sánscrito gana). ‘Las mismas castas (griego genos, sánscrito jâti), en igual número, han de hallarse en la ciudad y en el alma (o sí mismo) de cada uno de nosotros’; el principio de la justicia es igual en todo, a saber, que cada miembro de la comunidad cumpla las tareas para las que ha sido dotado por la naturaleza; y el establecimiento de la justicia y el bienestar de la totalidad depende, en cada caso, de la respuesta a la pregunta: ¿Quién gobernará, lo mejor o lo peor?, es decir, ¿una única Razón o Ley Común, o la multitud de los ricos en la ciudad exterior y de los deseos en el individuo?»

«¿Quién colma, o puebla, estas ciudades? ¿De quién son estas ciudades, ‘nuestras’ o de Dios? ¿Qué significa ‘gobierno de sí mismo’? (una pregunta que como señala Platón, República 436b, implica una distinción entre gobernante y gobernado). Filón dice que: ‘En lo que se refiere al poder, Dios es el único ciudadano’, lo que es casi idéntico a las palabras de la Upanishad: ‘Este Hombre (purusha) es el ciudadano de toda ciudad’ y no queda contradicho por esta otra afirmación de Filón: ‘Adán (no ‘este hombre’, sino el Hombre verdadero) es el único ciudadano del mundo’. Y nuevamente: ‘Esa ciudad (pur), es estos mundos, la Persona (purusha) es el Espíritu, a quien, porque habita dicha ciudad, se le llama ‘el Ciudadano’ (puru-sha) (…)».[477]

Al hilo de esto recordaremos nuevamente que la obra de Federico puede constituir una excelente oportunidad para que las mismas ideas que ella vehicula (las de la Ciencia Sagrada y la Tradición Hermética) se conviertan en los motores de su propia transmutación, de su «renacer» efectivo a la Realidad que la Ciudad Celeste testimonia. Estamos por tanto en presencia de una verdadera «Obra Alquímica» orientada permanentemente hacia la transformación del «plomo en oro», o dicho en palabras que el propio Federico ha recordado con frecuencia: «todos los metales llevados a su perfección son oro». Y en ello está implícita esa máxima In omnia caritate («En todo la caridad») que él siempre ha aplicado y aplica en su vida y en todo cuanto realiza en su labor de intérprete y transmisor de la Ciencia Sagrada. La Caridad –el Amor– y la Sabiduría siempre van juntas. De nosotros, de sus lectores, tan sólo se requiere la concentración necesaria para ir descubriendo los distintos niveles y lecturas que alberga esa obra, en correspondencia con la Cosmogonía Perenne, reflejada en nuestra alma.

Gracias a la magia teúrgica que emana de toda ella comenzaremos a relacionar las ideas arquetípicas con los acontecimientos de nuestra vida cotidiana (y que observamos como análogos a los del mundo), realizando así nuestro propio rito, o sea encarnando el símbolo, comenzando a vislumbrar poco a poco un mundo nuevo en el que lo universal se individualiza y lo individual se universaliza; reconociendo, en fin, que efectivamente es real, cierto y verdadero que «lo de abajo es como lo de arriba, y lo de arriba como lo de abajo». Y como en un lugar de esa obra se nos dice no mengüemos en la labor de conocernos a nosotros mismos, labor sobre la cual pivota en realidad el sentido de nuestra vida. No adoptemos, en fin, las

valoraciones del hombre viejo, o encarnemos furiosas reacciones contra la ignorancia que nos margina; aun si nuestro enorme esfuerzo por realizar un mensaje pudiera parecernos transitoriamente cosa imposible, materia vana, debemos recordar que en el gran laboratorio de la creación universal se logran resultados a costa de ingentes gastos (nunca desperdicios) de energía, y eso particulariza a cualquier proceso creativo. Por otra parte si nuestras diligencias y labores sólo sirviesen para difundir la Tradición Unánime que se mantiene viva desde los orígenes del hombre y el universo, esto ya fuera harto suficiente de acuerdo a unas posibilidades que cada vez se hacen menores a medida que se acerca el fin de los tiempos.[478]

A este respecto, no deja de ser significativo que sea durante el Renacimiento cuando el tema de la utopía aparece con fuerza, precisamente cuando la idea de la Ciudad Celeste, y su vivencia, pasaba a formar parte de un «espacio invisible», «oculto» por su propia naturaleza espiritual, debido a la preponderancia cada vez más acentuada del mundo profano.

 

 



NOTAS

[471] La Ciudad del Sol de Campanella tiene una estructura análoga a la descrita por Platón para la capital de la Atlántida.

[472] Tal vez sería interesante, en este sentido, acudir a la Ciclología y reparar en el hecho de que el «descubrimiento» de América tuvo lugar cuando habían transcurrido aproximadamente unos 12.000 años de la desaparición de la Atlántida, o sea prácticamente lo que constituye un «Gran Año» o mitad de la precesión de los equinoccios, cifrada en 12.920 años. Si tenemos en cuenta que el cataclismo que puso fin a la Atlántida ocurrió unos 6.000 años antes del comienzo del Kali-Yuga (la edad en la que nos encontramos), y si el descubrimiento de América se produjo cuando habían transcurrido 5.950 años de dicho comienzo, la suma, 6.000 + 5950, nos dará 11.950 años, o sea 12.000 en números redondos.

[473] No es de extrañar entonces que Francis Bacon en La Nueva Atlántida (cap. VII) identifique a América con la Atlántida, y el propio Tomás Moro sitúa la isla de su Utopía en algún lugar de América.

[474] Cap. II. «Necesidad de la Utopía».

[475] Es esa misma libertad y felicidad la que también se busca realizar en el futuro, de ahí que toda utopía verdadera repose, en el orden social, sobre los principios de la justicia, pues como bien dice nuestro autor «no hay utopía sin un profundo sentido ético». En lo que respecta a Occidente, todas la utopías, desde Pitágoras (que fundó por breve tiempo en Metaponto una comunidad política basada en sus enseñanzas filosóficas) y Platón (quien quiso hacer lo mismo en Sicilia, y que fijó en la República y Las Leyes las ideas-fuerza sobre las que se sustentarían) reposan sobre «modelos ejemplares que, de una u otra manera pudieran también ser plasmados de modo concreto» y que sean valoradas «como inspiradoras de ordenamientos jurídicos, sociales y culturales y elementos permanentes de debate en sociología y derecho, así como en especulaciones de tipo económico y sobre todo en consideraciones de tipo ético». (Capítulo II, «Necesidad de la Utopía»). Y hablando precisamente de justicia, podemos decir que en casi todas las utopías (en la de Moro también) se buscó la «igualdad» entre el hombre y la mujer, tal y como afirma nuestro autor: «En efecto, es importante buscar en Utopía, que tantas cosas nuevas aporta al pensamiento de la época, como la comunidad de bienes, el divorcio, y la posibilidad del sacerdocio femenino, el papel asignado a la mujer en una sociedad ideal, o mejor arquetípica, que proyecta de modo reflejo los valores de la ciudad celeste en el medio social e histórico en que le ha tocado vivir al ser humano, con las particularidades que le caracterizan». (Cap. XII: «La Mujer y las Utopías del Renacimiento»).

[476] Como señala lúcidamente Federico la «utopía reúne el tiempo mítico en un espacio virtual». Por otro lado, en contraste con todo esto y observando la realidad que hay a nuestro alrededor, caemos en la cuenta de hasta qué punto los hombres modernos hemos perdido la memoria del mito del Origen, y tan sólo vivimos en una desesperanzadora proyección horizontal e indefinida, hacia ninguna parte.

[477] Es inevitable recordar aquí lo que dice René Guénon en el cap. LXXV de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada: «Sabido es que lo así designado [la Ciudad Divina] es el centro del ser, representado por el corazón, que por lo demás le corresponde efectivamente en el organismo corpóreo, y que ese centro es la residencia de Púrusha, identificado con el Principio divino (Brahma) en cuanto éste es el ‘ordenador interno’ (ántar-yâmî) que rige el conjunto de las facultades de ese ser por la actividad ‘no-actuante’ que es consecuencia inmediata de su sola presencia».

[478] Simbolismo y Arte, cap. VI.

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.