FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Capítulo IX

EL HERMETISMO Y LA MASONERIA
(fin)

 

La Concepción Hermética de la Ciencia

«Apuntes sobre Hermetismo y Ciencia» es el nombre del tercer capítulo de esta obra que como estamos viendo nos está hablando del meollo de la Tradición de Hermes y las distintas corrientes de pensamiento que generó a lo largo de la historia de Occidente. Hermes, el guía y salvador del género humano y del que nace la posibilidad siempre presente de la iniciación al Conocimiento, de la entrada en un camino donde, como se dice en El Simbolismo de la Rueda, «toda cosa tiene significado en las tensiones y matices propios de lo creado, y de su sustento invisible y arquetípico».

En realidad en Hermetismo y Masonería se nos habla de que la recepción de los efluvios celestes en el corazón de quienes los reciben (la «cadena áurea») ha determinado y determina en verdad el curso de la Historia, no de la evidente, la superficial y anecdótica, sino de la que se revela a través de la gestación de la cultura y la civilización como expresión de los principios y arquetipos universales, y de la acción de éstos en el mundo gracias a la intervención del hombre de Conocimiento, del mago y teúrgo, consciente de su papel central en la Creación, obra del Dios Cósmico, del Noûs-Demiurgo, al que aquel imita en su manera de operar, es decir con sabiduría, inteligencia y belleza.

Como señala nuestro autor en el Programa Agartha (Ciencia, Módulo I), la Antigüedad no establecía diferencias netas entre Ciencia, Arte y Filosofía, y los alquimistas medievales se decían tanto artistas como filósofos, y cuando se referían a sus actividades lo hacían llamándolas Ciencia. Así la vinculaban con la Ciencia Sagrada, que no excluía las disciplinas cosmológicas ni la meditación metafísica, es decir en los principios y arquetipos universales, como tampoco el rito y la oración.

Este es precisamente el caso del filósofo y alquimista inglés Roger Bacon, discípulo espiritual de Pitágoras, Euclides y Ptolomeo, y para quien «Hermes es el padre de los filósofos». A él se debe el origen de la «ciencia experimental», pero ésta, lejos de estar desarraigada de los principios metafísicos y cosmogónicos, se sustentaba en ellos, precisamente porque en ese entonces la naturaleza sobre la que se aplicaba esa experimentación era todavía un símbolo de lo sobrenatural, y por lo tanto ella misma, en base a las correspondencias y analogías entre los distintos planos del cosmos, se constituía en una escala para poder ir trascendiéndolos. En otro acápite del Programa Agartha titulado también Ciencia, pero esta vez perteneciente al Módulo III, leemos lo siguiente a este respecto:

Lo que se entiende hoy por ciencia –la ciencia profana– tiene también un origen sagrado (como todas las Artes Liberales) que se ha ido degradando, desde sus comienzos, donde la observación de los fenómenos naturales revelaba el funcionamiento de la gran máquina del mundo, manifestada por las estructuras de la cosmogonía, que simbolizaba, en última instancia, lo que estaba más allá de ella. Es decir a las leyes naturales como signos y arquetipos de lo sobrenatural y como su sello en las cosas y los seres, incluido el humano, como lo hacía la alquimia en virtud de la correspondencia entre macro y microcosmos.[460]

Ese desarraigo comienza, en efecto, cuando desaparece o se aminora cualquier referencia a la naturaleza como un ente sagrado, dando un giro de 180 grados a un pensamiento que siempre había presidido la relación del hombre con el mundo, creándose las condiciones que llevaron inmediatamente a un «desarrollo científico» aplicado casi exclusivamente a la industrialización masiva y mecanicista, dando lugar a la caótica sociedad contemporánea. En efecto, ésta nace de una visión del mundo fragmentada al romperse los lazos que mantenían unidos a los tres planos cósmicos: el espiritual-intelectual, el anímico y el corporal, visión que, como nos recuerda sagazmente Federico, también podría manifestarse como una simbólica de enorme interés y que está esperando sus hermeneutas, por la sencilla razón de que en todo caos también está contenido de manera potencial un orden, aunque añade que «no sabemos si en la actualidad, por circunstancias cíclicas, hay tiempo material para ello».

La concepción de la ciencia en una cultura tradicional, nos dice nuestro autor, siempre se ha visto como una posibilidad de desarrollo en un mundo concebido como inacabado, pero siempre sacro, al igual que la inserción del hombre en él, y no como meras constataciones empíricas totalmente profanas que finalmente abocan a la creación de una realidad autónoma desgajada del conjunto de la Creación y del orden armónico del cosmos. En realidad

el nacimiento de la Historia de la Ciencia, tal cual hoy la conocemos, está relacionado con las ideas de la Tradición Hermética y las investigaciones y experiencias de los hermetistas, auténticos sabios –siempre perseguidos por la ignorancia y los personajes oficiales que la encarnan– que tienen mucho respeto por las enseñanzas del Corpus Hermeticum, las cuales definen una actitud clara con respecto al hombre y su papel en la Creación según lo manifiesta este texto (Poimandrés X, 22): «El cosmos está pues sometido a Dios, el hombre al cosmos, los seres sin razón al hombre: Dios, él, está por encima de todos los seres y vela sobre todos. Las energías son como los rayos de Dios, las fuerzas de la naturaleza como los rayos del cosmos, las artes y ciencias como los rayos del hombre. Las energías actúan a través del cosmos y alcanzan al hombre por los canales físicos del mundo; las fuerzas de la naturaleza actúan por medio de los elementos, los hombres a través de las artes y las ciencias.»

El pensamiento hermético y esotérico que contempla todas las cosas relacionadas entre sí gracias a la unidad que anida en su centro, haciendo posible el orden de la naturaleza terrestre y la armonía del cosmos, pervive en Occidente de manera pública y evidente hasta comienzos del siglo XVIII, y de ello dan fe incluso las obras de quienes han sido considerados los padres de la ciencia moderna (Newton, Francis Bacon, Kepler, Locke, Robert Boyle, etc.) y no digamos de la corriente estrictamente hermética y cabalista-cristiana conocida como el «iluminismo rosacruz» (Robert Fludd, J. V. Andreae, Michael Maier, Comenius, etc.). Guiados por la obra de Federico González estamos viendo en efecto cómo esa visión del mundo que desembocará en la ciencia experimental reposa en la doctrina de las correspondencias y las analogías entre los distintos planos de la Creación, verificadas por el propio operador, mago, alquimista o teúrgo que conoce «por experiencia» los misterios de la naturaleza y la cosmogonía, basándose para ello en los números y la geometría, que constituyen las «claves» simbólicas dejadas por el Gran Arquitecto en el cuerpo visible del mundo por un proceso de emanación creadora surgida de su seno.

En el primer capítulo hemos mostrado qué son las doctrinas herméticas, que ya contenidas en el Corpus Hermeticum, y en consonancia con las ideas de Pitágoras, Platón, el Neoplatonismo y Neopitagorismo, el cristianismo de Dionisio Areopagita y la Cábala Hebrea, describen las emanaciones que, a partir de la Unidad, por un proceso de opacamiento o materialización, descienden conformando distintos planos o mundos que van de lo invisible e increado, pasando por distintos grados más o menos sutiles de manifestación, o angélicos, hasta la más gruesa solidificación material. A la inversa, las enseñanzas herméticas nos muestran cómo es posible remontar este orden y a partir de determinadas sustancias, que guardan en sí el misterio de su ser, llegar al Origen mismo, por medio de una serie de transmutaciones que los alquimistas, puestos bajo la advocación del dios Hermes, realizaban partiendo de la materia, especialmente la metálica, a la que relacionaban con las energías de los astros, o regentes. Desde luego esta actitud, que por otra parte no es exclusiva de Occidente, pues se ha producido en otras tradiciones, ha posibilitado la investigación y la experimentación y por lo tanto ha fundamentado el nacimiento de las ciencias aplicadas al estudio y la modificación de la naturaleza. De hecho, la Historia de la Ciencia no ha dejado jamás de advertir este origen pre-científico y «mágico» de las ciencias, por más racionalista que fuera su enfoque o aséptico pretendiera ser el método sostenido.

Precisamente, este capítulo se ocupa de los orígenes de la ciencia actual, orígenes que se remontan a la Edad Media y el Renacimiento (ambas épocas tributarias de la cultura clásica grecorromana y alejandrina), épocas en donde las ideas de la Filosofía Perenne todavía estaban vigentes, pues la experimentación de que se trata, es decir la necesaria comprobación por la experiencia de aquello que la razón deduce por el estudio especulativo, no es sólo física, como podría pensarse,

ya que su grado más alto es la Revelación; es decir que el Conocimiento de lo Sagrado es la mayor experiencia, aunque también incluye la magia en sus dos vertientes: la que se apoya en la naturaleza de las cosas, y la que utiliza trucos que de alguna manera violentan esa naturaleza, o sea que hay una magia «buena» y otra «mala», o mejor, hay dos formas de actuar respecto a la naturaleza, una es lícita y la otra no lo es. Hay algo de profético en esta división, si se tiene en cuenta el posterior desarrollo de la civilización occidental, y la supremacía actual de la segunda sobre la primera, es decir del empirismo, la racionalización, el método estadístico y la falsa idea de una evolución y de un progreso indefinido, material y técnico, capaz de solucionar todos los males. Para el pensamiento de R. Bacon, si la experimentación es una forma de la magia natural y la alquimia una forma de la teúrgia aplicada al Conocimiento y a la obtención de un logro total –la Panacea Universal– todo el proceso de aprendizaje (matemático, cosmográfico, físico, médico, de laboratorio) es parte de un Saber Unico, la Ciencia Sagrada.

Todo esto es sumamente importante pues lo que nuestro autor nos está diciendo es que el Conocimiento resulta ser lo más práctico y necesario, en el sentido de que nos hace partícipes del don más grande que podamos recibir: el de la participación activa en el Pensamiento Universal, en el Noûs, el Intelecto Divino, que es el que verdaderamente nos hace libres de las ataduras del mundo sublunar, y nos permite vivir de acuerdo también a la «naturaleza de las cosas» en la que esa misma Inteligencia igualmente se manifiesta; y en consecuencia el no actuar de acuerdo a ella es el origen de cualquier desviación, que en el ámbito de la ciencia es aquella que, como antes hemos dicho, desemboca en la negación de cualquier orden sagrado en el mundo, y por lo tanto nos hace caer en la inversión más absoluta con respecto a ese orden.

Este proceso de inversión queda documentado no sólo en la «filosofía» y el racionalismo de Descartes sino que pasa a ser parte del bagaje del hombre moderno como lo testifica la historia de esa Ciencia que, a poco de su desarrollo, niega sus propios orígenes y rompe las raíces que la mantenían aún unida con la Cosmogonía y la Ontología, el Ser Universal y la Metafísica.

Intentaremos ilustrar esta paradoja: la de que la Tradición Hermética está en el Origen de la Ciencia considerada esta última como aplicación a la realidad concreta de los principios herméticos y las doctrinas alquímicas y teúrgicas, y a la vez la de cómo la visión literal y racionalista se fue apoderando poco a poco del hombre de Occidente, quien ha transferido conocimientos de orden vertical a la parcialidad horizontal y así ha procedido indefinidamente a la deriva, al punto de amenazar su suerte. Pero al mismo tiempo eso ha producido a su vez otra paradoja: que la progresión brinda ahora innumerables puertas de acceso para todos aquellos llamados al conocimiento, lo que es también una extraordinaria riqueza cuando se ordena y se logra sintetizar. De lo Uno a lo múltiple y de éste el retorno a la Unidad: un doble movimiento simultáneo, que se expresa mediante series de parcialidades que toman formas sucesivas y disímiles, como las que estamos describiendo.

Ciertamente Federico nos propone una auténtica aventura intelectual al hacernos partícipes de su profundo conocimiento de las ideas herméticas, y tradicionales en general, y de la influencia de éstas en la cultura de Occidente, a la que ha conformado, influencia que ha sido determinante al encuadrar en los límites de la historia horizontal (y para superar «por arriba» justamente esos límites) todo el potencial mágico-teúrgico, cosmogónico y metafísico que esas ideas vehiculan como emisarias del Dios Thot-Hermes, aquel que en los textos de los antiguos egipcios es llamado:

«Señor de la Sabiduría», «el Misterioso» y «el Desconocido», pero al mismo tiempo intermediario entre el Cielo y la Tierra, pues «sin su conocimiento, nada puede ser hecho entre los dioses y los hombres».

Y si, finalmente, de esas dos corrientes de pensamiento, la hermética y la empírico-racionalista, que se disputaban la hegemonía durante la «revolución científica» de los siglos XVI y XVII, venció la segunda (obviamente por las condiciones cíclicas), ello no impidió que la primera, la que sustenta los principios e ideas de la Ciencia Sagrada, continuara estando viva (aunque de manera más oculta o menos aparente) hasta nuestros días alumbrando las mentes más lúcidas y receptivas a esas ideas en los distintos campos: científico, artístico y filosófico, lo cual

ha permitido el retraso del caos total y ha reordenado, en la medida de sus posibilidades, una y otra vez el pensamiento del hombre de Occidente, iluminándolo con su sabiduría, en suma, revelándose en él.

Pensamos a este respecto naturalmente en la propia obra de Federico, y por supuesto en la de René Guénon y en la de todos aquellos que se encuadran dentro del pensamiento (y no lo han traicionado) del metafísico francés o bajo su influencia y guía, o bien han tomado otros senderos dentro del amplio campo de la Simbólica Tradicional y de la investigación multidisciplinar siempre relacionada con la búsqueda sincera y heroica del Conocimiento.

Nos dice nuestro autor que estos «Apuntes sobre Hermetismo y Ciencia» han tenido como factor desencadenante la investigación sobre los catálogos respectivos de la biblioteca Colombina, afincada en Sevilla, y la Bibliotheca Chemica, acabada de clasificar por John Ferguson en 1906. En las obras que componen ambos catálogos aparecen dos formas de encarar a la Ciencia (la medieval y la renacentista, respectivamente), si bien con muchos puntos en común, pues para nuestro autor la cosmovisión hermética del Renacimiento es una adaptación de la que existía durante el Medioevo europeo (como ésta lo fue de la grecorromana y alejandrina, e incluso bizantina en un momento dado) y no existe entre una y otra esa división tan tajante pretendida por algunos. En la Biblioteca Colombina (integrada por las obras que fue adquiriendo a lo largo del tiempo Cristóbal Colón, y más tarde su hijo Hernando) abundan las obras inspiradas en Aristóteles y la filosofía escolástica, así como los autores y filósofos de la Antigüedad clásica y los tratados de teósofos, matemáticos, cosmógrafos y geógrafos disponibles en ese momento. Mientras que en la segunda, la Bibliotheca Chemica, aparecen aquellas obras que recogen la

visión científico-mágica del Renacimiento, en particular la de la Alquimia-química, Hermetismo, Farmacia, Medicina y Mineralogía. En todo caso ninguna de las dos tiene que ver con la «religión científica» actual, instaurada dentro de una corriente que se ha impuesto definitivamente, y aún sigue siendo oficial pese a las concepciones de las últimas investigaciones de la ciencia, incluida la Física Cuántica.[461]

Precisamente en este capítulo, como en los dos anteriores, se reivindica con argumentos sólidos el carácter tradicional del Renacimiento, período que recupera la sabiduría y los valores de la cultura clásica y donde se vive un extraordinario resurgir del Hermetismo y del Neoplatonismo gracias a la fundación de la Academia Platónica de Florencia auspiciada por Cosme de Medici y dirigida por Marsilio Ficino, quien tradujo el Corpus Hermeticum y las obras de Platón, hecho importantísimo para la historia del esoterismo y la cultura occidental. Y todo esto ocurre en el mismo siglo del descubrimiento de América por el Almirante Colón, lo cual no se debe a la casualidad, sino que todo ello es la expresión del espíritu de una época que vio ensanchados sus horizontes, ya fuesen éstos geográficos o intelectuales, y ambos confluyen, entre tantos y tantos personajes,

en la figura de Cristóbal Colón, directamente vinculada a la Historia de la Ciencia, y ejemplo vivo del Renacimiento y por lo tanto del desarrollo de la imagen inmutable del mundo medioeval (…). En realidad quien lee las cartas de Colón y los diarios de a bordo, no puede dejar de advertir que parejamente con el interés científico del navegante existe la apertura hacia la poesía y el amor a la naturaleza (en este caso tropical), encarnación de lo sobrenatural, y sobre todo, como se lo ha señalado numerosas veces, un «misticismo» que muchas veces es un «iluminismo», abonado por los signos de haber llegado a descubrir el paraíso, de conocer aquello que los sabios de la antigüedad sólo mencionaban veladamente, y gracias a su gesta heroica, señalada por el destino, poder participar de un misterio, revelar un secreto. Un ambiente mágico es obvio en la literatura colombina y el hecho de que la búsqueda del conocimiento y la del oro estén perfectamente combinadas en sus empresas, nos permite relacionarle con la Tradición Hermético-Alquímica, aunque él no haya sido un alquimista estricto-sensu. Precisamente en su época las gestas materiales no eran ajenas a las espirituales, sino más bien una prolongación de estas.[462]

Estas últimas palabras, que las gestas materiales son una prolongación de las espirituales, expresan perfectamente lo que es una concepción del mundo y de la vida que no ha perdido todavía sus vínculos con la realidad de lo sagrado y lo mágico-teúrgico, y eso fue también el espíritu del Renacimiento y de sus mejores hombres y mujeres, sabedores de que pertenecían a una Tradición perennemente viva y que por eso mismo su adscripción a ella por la intuición de la inteligencia del corazón era la garantía más cierta y verdadera de que su peregrinar por la existencia, sus venturas y desventuras, no era otra cosa en realidad que un remontar hacia la Fuente y el Origen increado, siempre presente.

En definitiva, este tema toca a la Historia oculta de las cosas y a la presencia continua de Hermes en nuestra civilización. Y si la Historia de las Ideas es la memoria de los hombres y por lo tanto necesariamente una visión del cosmos, conocer los orígenes cíclicos es una forma de reencontrarse a sí mismo en un mundo que también es otro, de remontar la corriente hacia la simultaneidad de unos conceptos que están en la esencia de la Cosmogonía, y que constituyen una apertura a la Ontología, y de ésta a la Metafísica.

Es indudable que con este capítulo, y en realidad con todo el libro, nuestro autor ha abierto una vez más un campo de investigación muy amplio relacionado, en este caso, con los orígenes «mágicos» de la Ciencia, y que es lo suficientemente importante para conocer un aspecto crucial de la cultura de Occidente que, como en otros casos, ha sido promovido por la influencia de la Tradición Hermética,

al punto de constituir una corriente subterránea, secreta, que la ha alimentado con sus aciertos y errores hasta el día de hoy, en perfecta simultaneidad con los ritmos y los ciclos que hacen al tiempo y a la historia en que se manifiestan las ideas.

Con obras como las de nuestro autor esa «corriente subterránea» ha emergido nuevamente a la superficie y ha dado testimonio de la perennidad y actualidad de su mensaje sapiencial.




NOTAS

[460] Los cuatro acápites sobre Ciencia que aparecen en el Programa Agartha constituyen una introducción extraordinaria para comprender la verdadera razón de ser de la misma, es decir cómo la ciencia, desde el punto de vista hermético y tradicional, puede devenir un instrumento para el conocimiento del mundo. Son acápites necesariamente sintéticos, como casi todos los del Programa, y no obstante en ellos se plasman una serie de ideas muy claras que nos señalan por dónde debería ir un estudio en profundidad sobre la ciencia como aplicación de los principios metafísicos en el orden contingente de los fenómenos naturales, y que es inseparable del resto de disciplinas que conforman la Ciencia Sagrada. El antiguo adagio medieval: «El arte sin la ciencia no es nada» sería una pauta a seguir en este sentido. En realidad, en este capítulo de Hermetismo y Masonería («Apuntes sobre Hermetismo y Ciencia») nuestro autor amplía lo dicho en el Programa Agartha, y constituiría, junto a esos cuatro acápites, el aporte doctrinal imprescindible para afrontar ese estudio.

[461] En distintas ocasiones nuestro autor ha querido distinguir la ciencia oficial (anclada todavía en los postulados del siglo XIX) y la ciencia que ha surgido a lo largo del siglo XX a partir de las investigaciones de ciertos «físicos teóricos» que les han llevado a confluir en cierta manera con lo afirmado unánimemente por la Tradición. En este sentido transcribimos el siguiente fragmento del acápite Ciencia II, perteneciente también al Módulo III del Programa Agartha: «Es sólo recientemente que la ciencia ha vuelto a reconsiderar su concepción dualista y dicotómica, para colmo mecánica, con la que se pretendía juzgar a los seres y los fenómenos de una manera esquizofrénica propia de los puntos de vista de las grandes ciudades modernas. Así la física subatómica observa que las partículas existen y no existen simultáneamente y que en verdad la diferencia entre dentro y fuera no es sino una manera de encarar las cosas, en perfecta coincidencia con las sociedades tradicionales que ven al universo como a un hombre, animal u organismo gigantesco que no se encuentra ni lleno ni vacío. Cosas que parecen opuestas e incompatibles son consideradas hoy como distintos aspectos de una misma realidad».

[462] Sobre el «iluminismo» de Cristóbal Colón ver el capítulo IX de Las Utopías Renacentistas, titulado «La Utopía en estado puro: Cristóbal Colón».

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.