FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Fig. 63. Robert Fludd. El Templo de la Música

 

Capítulo VI

EL ARTE Y EL SIMBOLO
(fin)

 

Metafísica de la Música

Pensamos que no es por casualidad que Federico haya concluido Simbolismo y Arte con el capítulo dedicado al «Arte Musical». Diríamos que es la conclusión «lógica» en la que desembocan unos textos que desde el primero hasta el último, y como ya dijimos al principio, tienen un indudable trasfondo musical en la medida en que su discurso esencial, su poiesis, sigue las pautas que edifican la arquitectura sutil del cosmos, la que el hombre puede reflejar también en sí mismo y reproducirla a través de su arte. Ciertamente, «Arte Musical» corona un libro cuyas ideas forman parte de un discurso que emana directamente del plano inteligible, y que podemos percibir como un mundo de sonoridades y concordancias armónicas, de cadencias, tonos y ritmos que traducen las pulsiones de una polaridad siempre presente en la creación y en nosotros mismos, de ahí que podamos no sólo percibirlo a nivel sensible y emocional, sino también de comprender intelectualmente el sentido profundo de lo que esto significa en nuestro proceso de conocimiento. Como leemos a este respecto en el Programa Agartha:

El hombre especialmente recibe con más intensidad que ningún otro ser terrestre el ritmo pulsatorio de la existencia, lo cual, en un sentido, lo convierte en el más capaz de reproducirlo. De naturaleza musical está hecha el alma humana y su inteligencia, ya que son ellas las que captan las sutiles relaciones entre las cosas; la maravillosa articulación que a todas las mantiene unidas, con sus matices, en un todo indivisible que se va revelando a medida que la unidad y la armonía se imponen a nuestro caos particular.

En el hombre, como un pequeño instrumento en manos de un músico invisible, según se nos dice en el hermetismo antiguo y del Renacimiento, se dan cita todas las potencias, virtudes y ritmos del universo, homologadas o en diapasón con la naturaleza de su estado.[393]

En realidad con «Arte Musical» nuestro autor ha fijado, ciñéndose a lo esencial, todo un conjunto de ideas-fuerza sobre la Música que sin lugar a dudas constituyen la mejor introducción posible para adentrarse con conocimiento de causa en sus principales significados cosmológicos y metafísicos, brindando la posibilidad de enlazar con una corriente de pensamiento que, dentro de la tradición pitagórico-platónica, hermética, y occidental en general, ha tomado la armonía musical y sus distintas manifestaciones como una vía de realización espiritual, y que tiene sus correspondencias evidentes con el resto de las artes y ciencias tradicionales.[394]

Por otra parte, nuestro autor ya había tratado sobre los principios del arte musical en otros lugares de su obra –como podemos comprobar por la anterior cita del Programa Agartha–, pero es aquí, en Simbolismo y Arte, donde tiene la oportunidad de desarrollarlos con su habitual capacidad de síntesis, y donde además adquieren relevancia al estar enmarcados dentro de una teoría general del arte como vehículo de conocimiento, o sea relacionándolos con las distintas simbólicas descritas en los restantes capítulos, especialmente en «El Ser del Tiempo», «Arte Alquímica» y «Arte Teúrgica», donde como hemos visto se hace mención expresa a las Musas, de las que deriva precisamente la palabra música, lo cual, por otro lado, ya debería bastarnos por sí solo para prestar atención a aquello que la música, como todo símbolo, está expresando.[395]

En primer lugar que su origen es celeste, y no sólo porque su nombre derive de las hijas de la Memoria, sino también por el estrecho vínculo que unen a éstas con Apolo, el dios hiperbóreo cuya lira de siete cuerdas se ha relacionado siempre con los sonidos generados por los movimientos de los cuerpos celestes, los que producen la Música o Armonía de las Esferas.[396] Así lo manifiesta claramente nuestro autor cuando, como recordábamos en la nota anterior, afirma que la música occidental nace míticamente de la lira de Apolo (donada por Hermes, no lo olvidemos), aunque, añade, también debe vinculársela

con los martillos de distinto peso que oyó sonar Pitágoras en una herrería, adaptando posteriormente esa escala a una cuerda cuyo sonido está dado por las proporciones de su largo, la cual conforma el monocordio –imagen del monocordio universal– que se constituye en un modelo permanente de la Teoría musical posterior, capaz de sintonizar (sinfonizar) con la armonía de las esferas y su música celeste, ya que los distintos sonidos y sus proporciones son expresiones de la manifestación cósmica, a la que reflejan.

Estas palabras corroboran ese origen celeste de la música, un origen que también le viene a ésta del arte de la metalurgia, como nos sugiere esa leyenda sobre el sonido de los martillos que oyó Pitágoras en una herrería.[397] Recordemos que de la palabra griega sideros, «hierro», derivan por igual siderurgia y sideral, referido a todo lo astral y celeste. No debe entonces extrañarnos que en esa leyenda pitagórica, narrada por Diógenes Laercio, se diga expresamente que las liras de Apolo y de Orfeo, vinculadas a la música celeste, tuvieran un origen metalúrgico.[398]

Asimismo, esas proporciones del monocordio vinculan evidentemente la música con la aritmética y la geometría sagradas, y especialmente con el simbolismo inherente a la Tetraktys, que como indica nuestro autor sería también un modelo musical perfecto.[399] En efecto, las proporciones musicales del monocordio están igualmente presentes en la estructura numérico-geométrica de la Tetraktys, razón por la cual ésta también se ha tomado como un símbolo de la Música de las Esferas. Al mismo tiempo, señala algo a tener muy presente para comprender el alcance de la armonía cósmica en la formación de la cultura humana; a saber: que esas proporciones musicales contenidas tanto en el monocordio como en la Tetraktys también establecen

las normas de la arquitectura y las artes visuales, el plano de la ciudad, el metro poético, y se reflejan en todos los aspectos culturales e institucionales, como ha sucedido no sólo con los pueblos de ascendencia greco-romana o hebreo-cristiana (en la Edad Media, por ejemplo), sino con otros muchos –así sean arcaicos o civilizados–, pues estos módulos conforman la estructura de base de la cultura de las sociedades que no están en decadencia, las que toman los ritmos y proporciones como leyes que todo el universo refleja a su manera, las cuales fijan y limitan, y por lo tanto hacen posible permanentemente la ejecución del concierto cósmico. (…)

A una circunferencia la conforman multitud de rectas indefinidas, reflejos de innumerables radios que, como el sonido, nacen, mueren y renacen a perpetuidad.

En el caso de la música, arquitectura del logos, el ritmo subraya la alteridad de un continuo evidente y las proporciones numéricas estructuran el espacio sonoro con la revelación de unas pautas que se organizan y corresponden entre sí.

La manifestación de este hecho asombroso es el arte musical y la audición el medio de que se vale el tiempo para perpetuar el eterno presente. En el código de lo que constantemente se reitera la idea musical es una posibilidad siempre nueva y tan fresca y reciente como cualquier generación. La voz es el instrumento por excelencia y el fraseo y la palabra los gestos audibles que articulan cualquier lenguaje. En el origen fue el verbo que es simultáneo con la perennidad de la creación; interpretar la armonía cósmica no es otra cosa que ser. Desde esta perspectiva el sonido constituyen cualquier orden, comenzando por la conciencia del espacio, el tiempo y la propia identidad, y siguiendo con la totalidad de la manifestación universal que aparece entonces como el desenvolvimiento de una compleja organización musical que los números y las figuras geométricas revelan.

Hay en estas lúcidas palabras, obvio es decirlo, todo un planteo para acometer una investigación acerca de la unidad intrínseca que liga entre sí todas las manifestaciones de una cultura, y que es reveladora del concepto del número como el elemento central y generador, a través de su polaridad (que engendra la multiplicidad), del ritmo y la proporción, que se sintetizan en el arte musical, y que están relacionados respectivamente con el tiempo y el espacio. En este sentido la vinculación de la aritmética con el Sol (y en consecuencia con Apolo, el dios geómetra y arquitecto, vinculado con el Verbo) dentro de las siete Artes Liberales y la posición central que ella ocupa en las mismas (la cuarta),[400] denota ese carácter creador del número, «iluminador» podríamos decir con propiedad puesto que, como emisario de las ideas superiores, introduce el orden, la belleza y la armonía (la música) allí donde sólo reinan el caos y la potencialidad no actualizada, ya se trate del mundo o del ser humano, y en consecuencia de cualquier actividad que éste realice de acuerdo a un pensamiento arraigado en esos principios revelados en y por el número.[401] Leemos nuevamente en el Programa Agartha, en este caso en el Módulo II: «La lira de Apolo y la flauta de Orfeo»:

La potencia divina crea pues el cosmos a partir de ritmos, de alteridades, que ora se equilibran, ora se desequilibran, sin salir jamás del diapasón divino. La Belleza, uno de los nombres divinos, al manifestarse lo hace a través de la perfección de las formas, y éstas, antes de devenir groseras, configuran idealmente la osamenta sutil y formativa del universo, la arquitectura invisible del cosmos. Dicha arquitectura es realmente un lenguaje divino y maravilloso cuya aprehensión está directamente vinculada a la intuición intelectual del corazón, sagrario del templo humano y sede de todas las teofanías. La música platónica de las esferas ilustra de manera perfecta esta concepción al describir el cosmos como una inmensa caja de resonancia que no hace más que amplificar unas energías virtuales hasta llevarlas a su concreción efectiva, para luego devolverlas a su origen, como chispas, destellos o reflejos transitorios de un arquetipo inmutable.

Como señalaba anteriormente nuestro autor, las proporciones musicales repercuten incluso en el aspecto institucional, es decir en todo aquello que de una u otra manera está relacionado con el arte de gobernar la ciudad (o sea la política, la res pública), sustentado en leyes que derivan de la idea de justicia, esto es la proporción o relación de armonía entre las partes, como el mismo Platón afirma nuevamente en La República, donde precisamente destaca a la música entre las artes que contribuyen a la educación del buen gobernante.[402]

Resuenan aquí especialmente las palabras de nuestro autor cuando señala explícitamente que la música es el resultado de las relaciones y proporciones entre los diversos sonidos, signos o señales que conforman el encuadre cultural de los distintos pueblos. Esta idea es muy sutil, porque esa «música» es posible por la percepción o audición que esos mismos pueblos tienen de lo que en ellos evocan sus símbolos y mitos fundamentales (los que conforman su encuadre cultural), es decir de los elementos que relacionan de esa misma audición y de la proporción que establecen entre ellos.

Los mediadores del conocimiento son los símbolos visibles y audibles que, ya diferenciados, han comenzado a fijarse en el alma, a imprimirse en su virginidad a la par que comienzan a relacionarse entre ellos, produciendo así nuevos espacios, generando frases e iluminando áreas cada vez más definidas, precisas y claras, que se complementan y articulan en un discurso: en su cadencia musical. Este proceso es análogo en cualquier desarrollo o gestación, por lo que la Manifestación Universal es el Arquetipo inevitable de cualquier audición, es decir del diálogo entablado por primera vez entre el «yo» y el «otro», que en forma binaria intercalan sus roles tal cual lo hace la relación activo-pasivo, pasivo-activo.

No hay sonido sin audición; en este sentido el receptor selecciona y maneja la audición (como la visión), transformándola, y revierte así un proceso donde su pasividad «virginal» se convierte, por medio de la fecundación y el nacimiento, en una nueva posibilidad sonora, generadora a su vez de otra serie de concatenaciones, fijadas por los períodos, o intervalos, entre los tonos, colores, o particularidades de una escala que vuelve sobre sí misma, reiterándose. De hecho, esta imagen de mundos dentro de mundos y por lo tanto de la realidad y sacralidad de espacios invisibles que conforman el cosmos, y el propio hombre, sería vertiginosa en su plurivalencia y multidimensionalidad si no estuviese perfectamente ensamblada entre sí, es decir: dispuesta en orden, gracias a la armonía musical que conjuga el desorden de las partes.

La comprensión de este simbolismo sonoro, o sea, la posibilidad metafísica que la música encarna, agrega una dimensión más a lo audible; también una manera distinta de percibir el movimiento como elemento constitutivo del espacio musical.

Tengamos en cuenta que las culturas, como los hombres, tienen también su modo de «oír», su audición (como tienen su modo de «ver», su visión), es decir de seleccionar sus valores y principios constitutivos de acuerdo a una escala que viene dada por las proporciones del monocordio universal (siempre presente como arquetipo), y que conforman una perspectiva, un punto de vista sobre el mundo que ellos heredan in illo tempore de una Tradición Primordial, pero adaptándola a sus condiciones histórico-geográficas,[403] como un código genético sutil que se resuelve en su concepción del cosmos, en su cosmogonía, que en el fondo no es sino su interpretación de la Música de las Esferas, es decir de los distintos «sonidos armónicos» emitidos por el Verbo creador en un origen que siempre es actual. La revelación del Verbo es coetánea con el tiempo, y ella tiene que ver más con la «audición intelectual» (semejante a la intuición intelectual), que con cualquier otra cosa. Entonces, y teniendo en cuenta esto último, esa audición no es únicamente la percepción de los sonidos que se transmiten por el aire, como tampoco ese «ver» es sólo el que posibilita la luz sensible.

A este respecto, tenemos que volver de nuevo al acápite antes mencionado del Programa Agartha (Módulo I, «Música»). Allí se indica muy oportunamente que el sonido, antes de hacerlo por el aire

se propaga por el éter; este quinto elemento, o quintaesencia hermética, es el origen de los cuatro restantes. Por su extrema rarificación inmaterial, superior a la del fuego, con el que a veces se lo identifica, el éter es el vehículo por excelencia de la luz inteligible y el sonido inaudible, cuya naturaleza vibratoria hace ser a todos los elementos una sola y misma cosa antes de diversificarse a través de los sentidos hasta el mundo exterior.[404]

¿Cual sería entonces esa luz inteligible y ese sonido inaudible sino la propia percepción de las ideas en su origen mismo? De hecho, el trabajo con los símbolos también consiste en «aprende a oír» las voces que nacen en nuestro interior conforme vamos comprendiendo las ideas que ellos revelan y evocan en la memoria como reminiscencias de nuestra verdadera identidad, expresándose como un fondo de sonidos e imágenes significativas que se articulan y estructuran conformando nuestra propia armonía o música interna, en conformidad con la armonía universal. Prestemos atención a nuestro autor:

La percepción del discurso musical es antes inaudible que sonora, y por lo tanto la verdadera potencia mágica de la música radica en su percepción original, donde el ser humano que escucha es un instrumento preciso y afinado en la sinfonía del conjunto, capaz también de crear y transmitir lo inaudible en expresiones armónicas –aunque ellas a veces desentonen en la uniformidad del fraseo corriente– por el hecho evidente de que aquél que ‘escucha’, regenera la permanente actualidad del arte musical siendo a la vez el sujeto y el objeto del mismo; el sonido, como la materia, como el cosmos, es uno solo.[405]

Es desde la certeza de pertenecer, o mejor de ser un instrumento constitutivo de esa sinfonía y receptor de ella, que el hombre puede transmitir, o emitir, lo que ha «oído» en el espacio sonoro de su alma (en el éter de su corazón), y lo hace inevitablemente a través de esas «expresiones armónicas» de que habla nuestro autor, que constituyen el cuerpo mismo de la belleza de la Idea (origen de la armonía musical y de todas las artes), y son estas armonías las que, a su vez, serán «recibidas» por quien tenga, como dice la máxima evangélica, «oídos para oír»:

La verdadera audición se refiere a la identidad con la vibración sonora del plano sutil, increado, pero tan real que constituye el origen de lo audible, lo cual es sólo un símbolo o imagen de la auténtica percepción intelectual, equiparable a la audición metafísica, originada por esa entidad o diosa llamada Inteligencia, capaz de seleccionar valores por nuestro intermedio y presentarse ante la Sophia universal. Saber es escuchar la música cósmica, obtener una respuesta que se ordena igualmente en cada quien a fin de acceder a la audición metafísica.

Por eso mismo, subraya muy oportunamente nuestro autor que no hay sonido sin auditor, y por lo tanto una huelga de escuchas anuncia el fin de los tiempos. En efecto:

No se puede emitir sin escuchar: los mudos son tales porque no oyen, aunque perciben perfectamente la alteridad y la resonancia. En un caso así el canto y la poesía sucumben y con ellos desaparece la posibilidad de reproducir una y otra vez el discurso creacional que surge de la audición interior del sí mismo (el subrayado es nuestro). Se acaba entonces el tiempo y cesa el movimiento –y la transmisión– pues el espacio en que éste se produce es llevado al extremo de su contracción, y de pronto es abolido de una vez y para siempre, como acontece con cualquier deceso que, es sabido, se caracteriza por la imposibilidad de seguirse proyectando merced a la ausencia de toda emisión. Finaliza así el desarrollo musical que dio origen a la existencia de un hombre –o de un mundo– que se reintegra al silencio primordial, el cual dejará de ser tal en cuanto una imagen sonora irrumpa en la oscura y vacía noche de lo no formal, haciendo girar una vez más los ciclos que se reiteran a perpetuidad y estructuran el cosmos más allá de toda pretensión individual, la que no es sino, en el mejor de los casos, una correspondencia activa con un estado del ser universal.

Sin nombrarlo expresamente, con estas reflexiones nuestro autor alude al momento cíclico que vive la humanidad actual, donde los seres humanos ya son totalmente incapaces de cualquier «audición» de este tipo, pues el espacio de su conciencia ha sido contraído hasta tal punto que ya no puede albergar las sonoridades sutiles emanadas de la Música de las Esferas. En momentos de fin de ciclo como los que vivimos la Tradición se repliega sobre sí misma, en el corazón de unos cuantos, es decir se «reintegra al silencio primordial» y así permanece hasta que la rueda cíclica vuelva a girar de nuevo impulsada por la Palabra divina que constituye su esencia inmutable y eterna.

De ahí que Pitágoras, Platón y toda su progenie espiritual hablasen de los elevados beneficios de la Filosofía, de la búsqueda del verdadero saber, en la medida que ésta, paralelamente a la «purificación» alquímica, nos va afinando la «audición metafísica», es decir la posibilidad de escuchar lo inaudible, la Armonía de las Esferas y encontrar a ésta en su fuente, en la Unidad increada.

El arte musical forma parte constitutiva de la Enseñanza iniciática. De hecho es una forma de expresarla, pues en la transmisión de la misma lo que el receptor «oye» en primer lugar, no es otra cosa que la «idea» de lo No-manifestado, que le llega, aunque sea intuida vagamente y de manera imprecisa, a través de la imagen simbólica: ya sea visual (geométrica y plástica) o sonora (poética y mítica), siendo ella el verdadero detonante de todo ese proceso que se llama de Conocimiento porque no pone límites a la permanente posibilidad de ser todo lo que el ser es, y también de lo que está «más allá» de él. Como dice finalmente nuestro autor:

Esta es la gracia del Arte Musical capaz por su propia naturaleza y sus valores intrínsecos de manifestar ayer, hoy y mañana, lo no manifestado, la perpetua posibilidad: aquello que, sin ser jamás, igualmente conforma el sonido paradigmático de la esperanza.

 



NOTAS

[393] Módulo I, acápite «Música».

[394] Sobre el tema de la tradición musical en Occidente y de quienes han sido sus protagonistas principales, queremos recordar aquí la excelente obra de Joscelyn Godwin: Armonía de las Esferas. Nuestro autor, Federico González, también se refiere a esa tradición, que nace míticamente en la lira de Apolo y se transmite a Orfeo, Pitágoras y Platón y sus respectivas escuelas esparcidas por todo el Mediterráneo y Oriente Próximo, eclosionando en Alejandría. También Euclides, San Agustín, y Boecio, llegando hasta la Edad Media y el Renacimiento, con Marsilio Ficino y su amplia irradiación a través de los filósofos herméticos y cabalistas cristianos, C. Agrippa, F. Zorzi (o Giorgi), R. Fludd, A. Kircher, y alcanzando finalmente a los mismos albores de los tiempos modernos por medio de Kepler, Newton, etc.

[395] Reparemos que si en «El Ser del Tiempo», cuyo tema se centra en el simbolismo astronómico, es el órgano de la vista el que de alguna manera marca el eje del discurso de nuestro autor, sin embargo en «Arte Musical» es el órgano de la audición el que prima debido a que gracias a él podemos percibir la armonía musical. De hecho, y como afirma Platón, existe entre ambas ciencias, la astronomía y la música, una íntima relación como la propia expresión «Armonía de las Esferas» lo está indicando claramente: «Parece en verdad –indiqué– que así como los ojos han sido hechos para la astronomía, los oídos lo fueron para el movimiento armónico, y que estas ciencias son como hermanas, al decir de los pitagóricos y de nosotros mismos, Glaucón, que comulgamos en ello. (República, 531 b).

[396] Como sabemos en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos figuraba la inscripción que da sentido a todo el proceso iniciático: «Conócete a ti mismo». Recuerda en este sentido nuestro autor (Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, entrada Música) un fragmento del Asclepio que dice lo siguiente: «Saber de música no consiste, por tanto, sino en conocer la distribución ordenada del conjunto del universo y cuál es el plan divino por el que se asignó un lugar a cada cosa; pues la ordenación que, en un plan artístico, reúne en un mismo conjunto las cosas singulares, completa un concierto muy dulce y verdadero que produce una música divina.

[397] «En este sentido, Pitágoras numeró sus tonos musicales desde la Tierra, como si desde aquí a la Luna hubiera un tono, de allí a Mercurio un semitono, y de allí al resto de los planetas otros intervalos musicales. Pero enseñaba que los sonidos eran emitidos por el movimiento y el roce de las esferas sólidas, como si una esfera mayor emitiera un tono más pesado, como sucede cuando se golpean martillos de hierro. Y de ahí, al parecer, surgió el sistema ptolemaico de los orbes sólidos, cuando, entretanto, Pitágoras estaba escondiendo bajo parábolas de este tipo su propio sistema y la verdadera armonía de los cielos.» Isaac Newton. (Citado por J. Godwin en Armonía de las Esferas).

[398] Por otro lado, ese «parentesco» entre la música y la metalurgia también está indicado en el mito bíblico (recogido por la Masonería) cuando se habla de que el herrero Tubalcaín era hermano del músico Jubal (o Tubal), el tañedor de los instrumentos de cuerda y de viento.

[399] Queremos traer aquí la conocida imagen del monocordio (eje) universal elaborada por Robert Fludd, la cual es muy significativa por cuanto reproduce las proporciones musicales del concierto cósmico en relación con los distintos órdenes y planos del universo (elemental, cósmico y angélico), desde el cielo Empíreo hasta la Tierra. Ese mismo monocordio es en efecto un modelo del cosmos, y Fludd, como otros integrantes de la cadena áurea hermética, también lo aplica al microcosmos.

[400] Recordemos las Artes Liberales y sus correspondencias planetarias: Gramática (Luna), Dialéctica (Mercurio), Retórica (Venus), Aritmética (Sol), Geometría (Marte), Música (Júpiter) y Astronomía (Saturno).

[401] El romano neoplatónico Arístides Quintiliano en su tratado Sobre la Música afirma que: «Pitágoras, al abandonar este mundo, exhortó a sus discípulos a estudiar el monocordio, mostrando que se ha de alcanzar la excelencia en la música más con el intelecto a través de los números que con la sensibilidad por medio del oído». La escala musical se adapta a un modelo matemático, como el propio Platón indica en el Timeo.

[402] Así podemos leer en República (443 d-e): «Es la justicia –declara– la que no permite que ninguna de las partes del alma haga lo que no le compete, ni que se entremeta en cosas propias de otros linajes, sino que, ordenando debidamente lo que le corresponde, se rige a sí misma y se hace su mejor amiga al establecer el acuerdo entre sus tres elementos, como si fuesen los términos de una armonía, el de la cuerda grave, el de la alta y el de la media, y todos los demás tonos intermedios, si es que existen».

[403] Las diferentes formas musicales de los pueblos y civilizaciones manifiestan también sus cualidades propias, su idiosincrasia, la naturaleza de su alma colectiva.

[404] En ese mismo acápite, nuestro autor añade seguidamente que es por esta razón que: «la concha marina, cuya forma nos recuerda al yoni femenino y a la oreja humana, sea el representante unánime (como las conchas de agua bendita de los templos cristianos) del poder purificador, productivo y ‘generativo’ de este supra-elemento divino [el éter]. Es de sobra conocida la leyenda que hace de las conchas las conservadoras del sonido del mar. Esta propagación se realiza de forma ondulatoria, de lo que la espiral es símbolo por excelencia».

Desde luego que todo esto nos llevaría muy lejos, pero en relación con estas últimas palabras de nuestro autor debemos recordar que el «sonido del mar» encerrado en la concha es un símbolo del Verbo primordial, que subsiste perpetuamente. Ver también a este respecto los capítulos XIX y XXII de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, de R. Guénon.

[405] El sonido, como el cosmos, es uno solo efectivamente, y también se expresa y tiene varios niveles de lectura y de realidad, aunque todos ellos concordantes entre sí pues constituyen las distintas modalidades de manifestación de un Ser Unico.

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.