FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Fig. 59. La Musa Calíope. Mosaico romano

 

Capítulo VI

EL ARTE Y EL SIMBOLO
(continuación)

 

El Tiempo. Imagen Móvil de la Eternidad

Estas palabras sobre el tiempo mítico nos introducen de manera natural en el III capítulo de Simbolismo y Arte, llamado precisamente «El Ser del Tiempo. Simbolismo de los Calendarios». Nuestro autor trata aquí de la naturaleza del Tiempo y de lo que en verdad éste significa en el Gran Concierto de la Vida Universal, de la que es un componente esencial, siendo como es una imagen móvil de lo Eterno,

de lo cual da cuenta el milagro original de la Memoria y las correspondencias que guardan los seres, las cosas y los sucesos en general, los que los hacen distintos y significativos y por ello también interdependientes y no excluyentes.

En el estudio que realizamos sobre El Simbolismo Precolombino, concretamente en el último acápite titulado «Los calendarios mesoamericanos. Un estudio sobre el tiempo y los ciclos cósmicos», tuvimos ocasión de señalar cómo la investigación en este simbolismo ha llevado a nuestro autor a escribir algunas de las páginas más lúcidas que se hayan escrito contemporáneamente sobre la naturaleza del Tiempo,[361] y mencionamos explícitamente este capítulo III de Simbolismo y Arte, pues es en él donde se centra y aborda en profundidad algo tan difícil de definir como es el Tiempo,[362] al que considera no sólo desde el punto de vista cosmogónico, es decir como un elemento activo del hecho creacional, sino desde el punto de vista ontológico y metafísico: desde la idea de lo que él significa en su esencia, en su Ser mismo.

La naturaleza del tiempo es cíclica, es decir recurrente y periódica, pero al estar unido permanentemente con su origen, con su Ser, esa recurrencia no es la repetición o retorno de lo mismo (concepción que por otro lado es insostenible metafísicamente), sino que ella trae constantemente a la vida las posibilidades de existencia en El contenidas. Como afirma nuestro autor:

Es en el discurso del Tiempo donde se produce la revelación y es por medio de éste y su sucesión y las pausas que lo caracterizan, que se comprende la simultaneidad de un solo gesto creativo, cuyas ondas se expanden en un espacio indefinido, creando mundos y generando permanentemente nuevas posibilidades.

Y seguidamente añade algo que conviene retener pues nos da otra perspectiva del origen como un «pasado» no cronológico sino atemporal y mítico, idea ésta que es fundamental en la vía iniciática y simbólica:

Por eso el origen es siempre vivenciado como lo que está «detrás», constituyendo el pasado; pero ese pasado no es cronológico, sino meta-histórico, no es en verdad lineal, sino vertical, esencialmente mítico, y por lo tanto perteneciente a «otro» tiempo y «otro» espacio, ligado íntimamente con las «reminiscencias», o sea con la Memoria como Corazón del Tiempo, e introductora a un mundo o plano diferente del Ser Universal.

Por eso el calendario revela el rito cósmico y los ciclos respectivos (la manifestación de la eternidad y la simultaneidad en el movimiento temporal).

El Tiempo sería entonces el vehículo que permite que todas esas posibilidades se manifiesten en un orden que él mismo genera gracias a la regularidad de los movimientos de sus ciclos y ritmos, los cuales lo ponen en relación con el espacio. Por eso señala nuestro autor que quienes «inventaron» los calendarios conocían perfectamente que

la ecuación espacio-tiempo es indisoluble y conforma todo cuanto existe, ordenándolo de modo armónico, con correspondencias evidentes entre sus partes tal cual el cosmos en acción, al que el calendario simboliza: concepción totalizadora y clave salvífica, verdadero instrumento de Conocimiento.

En efecto, toda esa dimensión cosmogónica y metafísica del Tiempo nuestro autor la integra perfectamente en la simbólica del calendario, cuya elaboración constituía un verdadero arte en los pueblos que los utilizaron, tanto el calendario civil como el propiamente ritual (que en muchos casos se incluían uno dentro del otro o estaban estrechamente vinculados), formando parte también de la iniciación en los misterios de la Cosmogonía y del Ser. En este sentido hay en el calendario un conocimiento previo de lo que en él se quiere plasmar, es decir que quienes lo crearon tenían una experiencia directa del Ser del Tiempo, que se expresa constantemente a través del movimiento regular y armónico de sus ciclos y ritmos (las coordenadas espacio-temporales), los cuales conforman el enmarque que permite el desarrollo íntegro de la Manifestación Universal.[363] El calendario, «Arte y Ciencia de la Memoria Cósmica», es una imagen en miniatura del universo. Es un objeto sagrado y la

revelación de un saber atemporal que toma al movimiento como proyección espacial del tiempo al conjugarlo en un continuo. Por ello consideramos muy adecuado el estudio de los calendarios en cuanto instrumentos sagrados reveladores o mediadores del Conocimiento, que ellos mismos portan en su estructura, es decir, como epifanías permanentemente disponibles para transformar lo mutable en inmutable, lo visible en invisible, el caos en orden, la proyección indefinida en verdadera ontología; o sea en el Ser del Tiempo como hálito vital del Ser del Cosmos.

Estas palabras son alumbradoras y nos marcan unas pautas a seguir para comprender lo que el calendario significa como vehículo de transformación de la realidad psicofísica, pues si bien él expresa esa realidad también constituye un medio para transformarla y hacernos partícipes de la realidad del Ser Universal, cuyo hálito vital es el Tiempo.[364]

De este modo, y partiendo de las ideas expresadas aquí por nuestro autor (y asimismo en las que ya expuso en los dos últimos capítulos de El Simbolismo Precolombino), podemos embarcarnos en cualquier investigación que tenga a la simbólica temporal como protagonista principal, y en la que deberá estar incluido el estudio del calendario, ya que éste, como «fijación del devenir», hace inteligible la acción del tiempo al concretarla en su estructura numérico-geométrica, que por ello mismo es inseparable de la doctrina de los ciclos, y por tanto de la astronomía, como ciencia incluida en ella, y que al igual que la astrología constituye «un auxiliar poderoso de la iniciación para aquél que ha penetrado en la mecánica celeste», y ha verificado que

la observación y estudio de las pautas del transcurrir de astros y estrellas establecen diferentes proporciones que se transforman en números dentro de una escala en relación con figuras geométricas y módulos que conllevan igualmente un contenido musical, en cuanto la sinfonía del cielo o la lira de Apolo es audible o perceptible por medio de la intuición, lo cual establece también una relación tiempo-música, ya que si aquellos movimientos que atestiguan los calendarios fijan la proyección espacial del tiempo, análogamente la música es la proyección espacial del verbo.

Nosotros queremos penetrar en esa mecánica celeste, en esa «armonía que Pitágoras llamaba la música de las esferas», tomando como guía este importante capítulo de Simbolismo y Arte, en donde también se nos recuerda que el viaje del Conocimiento

se produce en el Tiempo, es más, se trata de un trabajo con el Tiempo, si así pudiera decirse.

La concepción del Tiempo que expone aquí nuestro autor es la que han tenido siempre todas las civilizaciones y culturas tradicionales, y es sumamente importante que nos lo traiga nuevamente a la memoria, que nos lo haga saber y sea una revelación fecunda y un bálsamo para nuestra ignorancia, para justamente liberarnos de una vez por todas de esa lectura lineal y tremendamente reducida y limitada que tenemos de él, que es precisamente la que nos hace verlo como algo que nos consume y aprisiona, cuando verdaderamente, en su esencia

el Tiempo es la imagen del Amor divino permanentemente actualizado para asegurar la Vida Universal.

O sea que la revelación del Sí Mismo es coetánea con el Tiempo, y él actúa como soporte para que esa revelación germine, y se desarrolle en nosotros la comprensión de la realidad a la que ella se está refiriendo. El Amor es efectivamente esa energía divina que cohesiona el universo entero, que conjuga en un todo la desarmonía de sus partes, como señalaba el propio Dante al indicar que es él el motor secreto que mueve la totalidad de la Creación.

Como intentaremos explicar a continuación ese trabajo, o viaje iniciático, en y con el Tiempo, se da a distintos niveles de relación y de profundidad.

II

Teniendo presente todo lo que se ha dicho con respecto a la vinculación entre el tiempo, el movimiento y el hálito vital, y recordando nuevamente lo que nuestro autor apuntó en El Simbolismo Precolombino, esa ‘música de las esferas’ se logra por la interacción de todos los movimientos individuales, comprendidos el de la Tierra (con todo lo que ella contiene, el hombre incluido) y el de los demás cuerpos celestes, entre los cuales destacan el Sol y la Luna, las dos luminarias, diurna y nocturna, que en muchas tradiciones constituyen los «ojos» del Macrocosmos, del Hombre Universal (arquetipo del hombre individual) o Adam Kadmom.

No es desde luego baladí (nada puede serlo en la Ciencia Sagrada) esta asociación del Sol y la Luna (cuyas pautas rítmicas generan las primeras estructuras del calendario como veremos) con los ojos, o sea con la ‘vista’, que es, de los cinco sentidos, el que nos permite observar los movimientos y revoluciones de los astros en la esfera celeste. Nuestro autor, haciendo gala nuevamente de su sutil intuición por medio de la cual aprehende el ser de las cosas, destaca este hecho cuando, hablando concretamente de las dos luminarias, recoge aquel fragmento de Platón en el Timeo donde se menciona que la vista es causa del provecho más importante del hombre, en la medida en que

ninguno de los discursos actuales acerca del universo hubiera sido hecho nunca si no viéramos los cuerpos celestes ni el sol ni el cielo. En realidad, la visión del día, la noche, los meses, los períodos anuales, los equinoccios y los giros astrales no sólo dan lugar al número, sino que éstos nos dieron también la noción del tiempo y la investigación de la naturaleza del universo, de lo que nos procuramos la filosofía. Al género humano nunca llegó ni llegará un don divino mejor que éste. Por tal afirmo que éste es el mayor bien de los ojos. (…) digamos que la visión fue producida con la siguiente finalidad: dios descubrió la mirada y nos hizo un presente con ella para que la observación de las revoluciones de la inteligencia en el cielo nos permitiera aplicarlas a las de nuestro entendimiento, que le son afines, como pueden serlo las convulsionadas a las imperturbables, y ordenáramos nuestras revoluciones errantes por medio del aprendizaje profundo de aquéllas, de la participación de la corrección natural de su aritmética y de la imitación de las revoluciones completamente estables del dios. (47).

Esta cita de Platón es fundamental, y pensamos constituye una de las claves para conocer más en profundidad este estudio de nuestro autor sobre el Tiempo. Platón está hablando en realidad del significado metafísico de la vista, o sea que ésta es un símbolo, una puerta de entrada por así decir, de la «visión interna», que es justamente un atributo del Intelecto.[365] Por eso mismo asocia la observación de los cuerpos celestes, y las relaciones numéricas y geométricas a las que dan lugar, con el nacimiento de la Filosofía, es decir con una estructura de pensamiento que actúa de escala hacia la Sabiduría.

De esto se deduce inmediatamente que para que podamos aplicarlas a nuestro entendimiento, a nuestra inteligencia, el resultado de esa observación visual de las revoluciones celestes tiene que ir acompañada necesariamente de una mentalidad que pueda percibir el cosmos como un organismo vivo –en el que el hombre está incluido–, y cuyo lenguaje se expresa a través de las relaciones armónicas, simpáticas y de correspondencia mutua entre sus partes constitutivas; o sea que esa mentalidad fuese fundamentalmente analógica y sensible a la percepción de las correspondencias entre los distintos planos de la manifestación, en las que como ya sabemos se sustenta el pensamiento mágico-teúrgico, pues es la única capaz de captar la verdadera naturaleza de la trama y urdimbre del tejido universal. De otro modo no sería posible apreciar las implicaciones profundas de esa armonía, así como los resultados a los que dan y dieron lugar, entre ellos la creación del calendario. El hombre arcaico concebía el cosmos como lo que es: como un conjunto de fuerzas que interactúan entre sí, y desde luego vivía y conocía la armonía intrínseca de la ecuación espacio-tiempo «que conforma todo cuanto existe», y de la que «nos procuramos la Filosofía».

Bajo estos dos aspectos, a saber: el cosmos como un organismo vivo configurado por energías (dioses, númenes, entidades intermediarias) en permanente relación y que los astros expresan en su danza contrapuntística, y también la unidad de la ecuación espacio-tiempo, se ha de acometer cualquier investigación sobre la estructura del calendario como fijación de los ciclos solares, lunares, equinocciales, solsticiales y cósmicos. Y recordar también algo fundamental que nuestro autor dirige directamente a nuestro intelecto: que el rito cósmico y los ciclos respectivos que revela el calendario nos habla en realidad de la manifestación de la eternidad y de la simultaneidad en el movimiento temporal.

En primer lugar, Federico se centra en los tres movimientos principales de la Tierra, el de rotación, el de traslación y el que da lugar a la precesión de los equinoccios. En todos esos movimientos el Sol interviene de manera notoria ya que él, como centro, es el punto de referencia de todo su sistema. A esto hay que añadir las distintas fases y ciclos de la Luna, las que guardan una estrecha relación con la Tierra y naturalmente con el propio Sol, de tal manera que tanto éste, como la Tierra y su satélite, constituyen un conjunto unitario e interdependiente, circunstancia que el hombre nunca ha dejado de advertir, constituyendo la periodicidad cíclica de todos sus movimientos las primeras medidas de tiempo y con ellas la estructura fundamental sobre la que se irá organizando el calendario.

El primer movimiento es el más simple de todos: aquel que en su desplazamiento (aparente) el Sol realiza alrededor de la Tierra, el cual divide al día en dos partes, la diurna y la nocturna, dando lugar a la luz y a la oscuridad. Señala nuestro autor que esta

es la primera partición que acepta el plan cósmico, es decir el nacimiento y la muerte del Sol, origen perpetuo de vida, y su posterior resurrección del seno de la noche, anunciada por el despertar de un nuevo amanecer.

Esa partición del día en dos mitades, luminosa y oscura, es para el hombre arcaico y tradicional

un claro signo visible del modo binario que se encuentra presente en todo lo que le circunda y lleva internamente. Por un lado el crecimiento del Sol hasta su apogeo, luego el inevitable decaimiento y la extinción; no resulta difícil equiparar por analogía este hecho con la vida del hombre y de todo cuanto existe y concluir que se trata de un par de opuestos que se conjugan para que la regeneración y por lo mismo la vida se propaguen de manera permanente dando continuidad a la creación, lo que configura un plan divino que se cumple inexorablemente y en el que el ser humano participa.

El ciclo diario del Sol es la unidad de tiempo fundamental y dentro de ella el día y la noche, la luz y la oscuridad, reproducen el ritmo binario al que están sujetas todas las cosas manifestadas. Un ritmo que es conjugación e interacción permanente de un par de opuestos que hace posible la continuidad de la creación, y que el símbolo del yin-yang, o la doble espiral, expresan perfectamente. Esto merece ser subrayado, pues nuestro autor liga esa conjugación con la idea de regeneración, la que hay que entender tanto a nivel físico como espiritual. En este sentido la aparición del Sol tras su decaimiento y extinción en la oscuridad de la noche también hay que interpretarla no sólo como un hecho astronómico sino como el símbolo de una regeneración que acontece igualmente en el interior del ser humano.

Por otro lado, es evidente que los dos sentidos, el astronómico y el espiritual, no se excluyen sino que más bien se complementan aunque hay una jerarquía entre uno y otro, y además es una ley básica de la analogía el que nada puede existir en la manifestación que no encuentre y tenga también su correspondencia en el hombre, que recordemos nuevamente es un intermediario entre lo de arriba y lo de abajo, entre el mundo superior y el inferior, y por esto puede albergarlos en sí mismo. Dicho de otra manera, el hombre, como microcosmos que es, participa de los tres mundos (o de los cuatro en algunos modelos como el Arbol Sefirótico), o sea que en su naturaleza integral existen determinados elementos y cualidades que se corresponden con el espíritu, con el alma y el cuerpo universal, y todo ello es vivido en simultaneidad y en armonía cuando esas cualidades están plenamente desarrolladas. Los calendarios también han de reflejar esta realidad, y siendo como son modelos del cosmos, también lo son del microcosmos; o sea: un instrumento de autoconocimiento.

Precisamente, nuestro autor se refiere a todo esto cuando nos recuerda que «como arriba es abajo», y que tanto es el hombre un Universo en pequeño, como el cosmos un Hombre Universal. Y a continuación cita un fragmento muy significativo al respecto del Tratado del fuego y de la sal, del cabalista hermético Blaise de Vigenère:

Pues así como Dios ha hecho el Sol, la Luna y las estrellas, para señalar en el gran mundo, no sólo el día, la noche y las estaciones, sino los cambios de los tiempos, y muchos signos que deben aparecer en la Tierra, así ha hecho señalar en el hombre, el pequeño mundo, ciertos rasgos y líneas que hacen el papel de estrellas y astros, por los que se puede llegar al conocimiento de muy grandes secretos, en nada vulgares, ni conocidos de todos.[366]

A la luz de esta cita puede entenderse todavía mejor el simbolismo que encierra el recorrido del sol por la mitad del círculo del inframundo, es decir cuando desaparece por el horizonte y visita las regiones subterráneas, lo cual propicia la aparición de

innumerables signos, luces y estrellas, los que también, y encabezados por la Luna (esposa o hermana del Sol), fijan pautas nítidas, ritmos y proporciones al conjunto universal.

En efecto, la visión del cielo nocturno hace aún más evidente si cabe esa «observación de las revoluciones de la inteligencia en el cielo» a las que se refiere Platón, que tiene una de sus expresiones más bellas y precisas en esas pautas, ritmos y proporciones que ahorman el conjunto universal y que también afinan nuestra facultad de percepción de las realidades más sutiles.

Así, la aparición de los astros nocturnos trae consigo la observación de ciclos de tiempo más amplios, empezando por los de la Luna, que encabeza todo ese cortejo luminoso:

La Luna y sus ciclos en particular han sido, obviamente, de los primeros parámetros vigentes para establecer relaciones de todo tipo, y manifestar la cosmogonía, resultante de la interacción de los diversos cuerpos celestes –la Tierra incluida– y fijarlas en el calendario, que no es sino la proyección de la revelación cósmica y del Ser del Tiempo, como llevamos dicho. Muchas culturas han conservado en su estructura las fases de la Luna como punto referencial de primera magnitud. (…) Necesariamente todas las culturas han tomado la luminaria nocturna y sus ciclos como una de las medidas fundamentales de la cosmogonía y sus ritmos, y estas pautas, altamente significativas, se asocian con innumerables términos conocidos o experimentados, tanto en el nivel físico como en el psicológico.[367]

Las fases de la Luna, que hay que considerar en conjunto con la Tierra, determinan las semanas y los meses, y ambos, junto con el día, están incluidos en el ciclo del año, que el Sol completa viajando por los doce signos zodiacales a lo largo de la eclíptica. Pero además el año también registra un cómputo de tiempo que está relacionado con el tercer movimiento de la Tierra, el que provoca una inmensa revolución retrógrada de ésta sobre su eje, y que ha sido

conocida por la totalidad de los pueblos que han dejado calendario y que constituye la «medida» mayor, o la más amplia «proporción» que tenga un sentido inteligible para el ser humano.

Esa «inmensa revolución retrógrada» es la precesión de los equinoccios, lo que motiva que el sol, en su movimiento aparente, se retrase casi un minuto (exactamente 50 segundos) cada año en llegar al punto vernal o equinoccio de primavera. El sol recorre entonces precesionalmente, es decir al revés, un grado de la circunferencia zodiacal cada 72 años, 30º cada 2.160 años (= 30 x 72), y los 360º de la misma en 25.920 años (= 2.160 x 12).

El año sería entonces una imagen reducida, a escala, del gran ciclo precesional, y no debe entonces extrañarnos que en muchas civilizaciones a este ciclo, o mejor a su mitad (12.960) se le denominara «Gran Año», pues en efecto es una proyección macrocósmica de los distintos ciclos que se desarrollan dentro del año solar. La expresión «mes cósmico» para referirse al ciclo de 2.160 años (el recorrido del Sol por un signo zodiacal en la precesión de los equinoccios como decimos) así lo atestigua; o el de «semana cósmica» para aludir a un cuarto de este mismo ciclo (540 x 4 = 2.160).[368]

De este modo, el gran ciclo de la precesión de los equinoccios vendría a ser la «universalización» de los ciclos que transcurren dentro del pequeño ciclo del año. Y esta palabra, universalización, cobrará pleno sentido con lo que agregaremos un poco más adelante.

Para todas las culturas tradicionales el Año era una deidad, y así aparece por ejemplo en antiguas representaciones precristianas del mismo, donde aparece el dios Annus (anillo, año) en el centro de la rueda zodiacal, el cual fue sustituido posteriormente por Cristo caracterizado con los atributos de Apolo, el dios solar. Son todas estas representaciones simbólicas del Ser del Tiempo, «como hálito vital del Ser del Cosmos», es decir el dios que da la vida y la genera a través de los movimientos de sus emanaciones visibles e invisibles, las que como señala nuestro autor articulan la estructura espacio-temporal del calendario, de su sistema y su juego de correspondencias y analogías entre todas sus partes (entre todos sus ciclos, desde el más pequeño –el día– al más grande –la precesión de los equinoccios–, pasando por la semana, el mes y el año). O sea:

una estructura clasificatoria y una fuente de revelación que asimismo regla la vida de los seres humanos.[369] (…) el Ser del Tiempo es en sí su desenvolvimiento espacial, su movimiento vital, y con él la generación de todo lo que se produce en su devenir; es en realidad el siendo del verbo ser, es decir: las pautas reiterativas de la cadencia de un discurso cíclico y la posibilidad de aprehender su esencia por su intermedio, utilizando como soportes determinadas coyunturas de su recorrido (los días «festivos») con el fin de trascenderlo, o mejor, de vivenciar otros niveles de conocimiento más inmanifestados del Ser Universal, fundamentalmente en el plano del mundo sensible, y desde ya, todo esto dentro del orden cosmogónico, al que configura.

A continuación destaca nuestro autor precisamente el valor simbólico de la fiesta, su relevancia metafísica podríamos decir, en cuanto que es la fiesta como rito sagrado la que da sentido al Tiempo, esto es, la que le otorga su vertiente mítica y vertical, su Ser.

Las fiestas, o sea los espacios significativos donde el tiempo ordinario puede ser abolido, son puntos simbólicos de coyuntura dentro de un tiempo monótono e insignificante y señalan en la sucesión del año lo que es el Tiempo en Sí al valorizarlo y reintegrarlo a un espacio originario; dicho de otro modo, no sería nada el Tiempo, su Ser, sin las fiestas, o espacios, especialmente signados por su proyección o hálito, el movimiento, para comprenderlo o invocarlo. En estas «estaciones» que hace el movimiento, el tiempo se reintegra, y es a la vez reintegrado por el rito humano a su Origen Arquetípico. Y a que no hay mayor logro de síntesis que vivenciar el Tiempo como si fuera Espacio; un solo y absoluto espacio vacío; pues si el movimiento que atestiguan los calendarios es la proyección espacial del tiempo, la absorción de éste en lo atemporal es semejante a «finalizar el discurso sin haber movido la lengua» como reza el texto zen-budista.

Hay aquí, repetimos, una enseñanza acerca de la naturaleza y el sentido sagrado de la fiesta, donde el tiempo ordinario se detiene, es abolido, y por eso mismo puede vivirse la calidad de otro tiempo, del tiempo atemporal. La fiesta siempre remite al inicio del tiempo, y al hacerlo lo actualiza permanentemente. En el principio era la fiesta. La Creación es en su origen un acto festivo, una celebración de la Inteligencia, cuya felicidad, decía Platón, consiste en ocuparse asiduamente de la Sabiduría, y que al manifestarse se expresa a sí misma en el orden que marcan los ciclos y ritmos del tiempo, los que traen constantemente su memoria y su reminiscencia. Pero en las fiestas el tiempo se hace espacio, se detiene, evitando así su «fuga» constante. Como dice nuestro autor, esta es la manera de poder comprenderlo, o sea de conocer su Ser y vivir la experiencia de lo atemporal, del tiempo mítico. Las fiestas son entonces esos puntos de coyuntura, o las «estaciones», que posibilitan el tránsito del tiempo ordinario, recurrente y horizontal, a un tiempo que se vive en otra dimensión de sí mismo, y

mucho más acorde con su sentido real y majestad verdadera, que pudiera ser enunciada de manera paradojal, como una atemporalidad de lo temporario.

De entre esas «estaciones» destacan sobre todo los solsticios de verano e invierno, que han sido celebrados por todos los pueblos y señalados especialmente en sus calendarios. Los solsticios dividen verticalmente el círculo del año; ellos son sus «puntos extremos», y en su etimología misma podemos comprobar esa vinculación con la idea de «estación», de parada, de pausa, de detención, pues como ya sabemos solsticio quiere decir «el sol se detiene», o sea que su movimiento cesa y en consecuencia el tiempo también.[370] Esa división del año se completa con los equinoccios de primavera y otoño, que lo dividen horizontalmente y como su propia palabra indica son un factor de equilibrio y de estabilidad, conformando así solsticios y equinoccios la cruz de las coordenadas espacio-temporales, enmarcando y «estructurando todas las fiestas sucesivas».

Asimismo no podemos obviar la íntima relación que los solsticios guardan con la iniciación. De hecho la denominación de los solsticios como las «puertas del año» hace alusión también a las dos «puertas» iniciáticas, la «puerta de los hombres (o de los antepasados)», y la «puerta de los dioses». Ambas constituyen las dos grandes fases o etapas del viaje del Conocimiento, las que están relacionadas respectivamente con la «iniciación solar» y la «iniciación polar», que como señala nuestro autor tienen que ver con la vivencia de estados «cada vez más sutiles e «informales», más atemporales y «lentificados»,[371] y que desde luego no pueden ser ajenos a esa «universalización» de los ciclos del tiempo a la que antes nos referíamos, pues como ya hemos observado, la iniciación se produce en y con el Tiempo.

 

Fig. 60. Cruz Foliada. Palenque

III

Se abre aquí un simbolismo muy interesante y que viene a corroborar lo que nuestro autor decía acerca de la astronomía como un auxiliar poderoso de la iniciación para quien ha penetrado en la «mecánica» celeste y ha podido entrever las implicaciones profundas que ésta tiene con esas dos grandes etapas del viaje iniciático, hasta el punto de simbolizarlas. En este sentido, pone como ejemplo al sistema astronómico de Ptolomeo y al Arbol de la Vida cabalístico, que representan dos modelos cosmogónicos análogos entre sí y en cuya simbólica podemos entrever relaciones muy sutiles con los ciclos del tiempo que se registran en los calendarios como consecuencia de los distintos movimientos de la Tierra, la Luna y el Sol, a los que hay que sumar las revoluciones del resto de planetas, las estrellas, las constelaciones y las conjunciones que pudieran existir entre todas ellas; o sea la ciencia de la Cosmografía, la que podríamos llamar la «geografía» del cielo. Por otro lado, esas relaciones y analogías no son de extrañar entre los distintos modelos de la cosmogonía, pues ya sabemos que ésta es una sola aunque idéntica en sus formas esenciales. En primer lugar nos habla del sistema ptolemaico:

En la cosmogonía de Ptolomeo, reflejo de la concepción platónica y la tradicional en general, emanada de la Alejandría gnóstica, que ha regido de una u otra manera el destino de Occidente hasta el Renacimiento y ha determinado los distintos calendarios que hoy todavía utilizamos, se proyecta en el plano la imagen de un esquema vertical y espacial que destaca la presencia de diez mundos o «esferas» que se superponen las unas a las otras en relación a un eje ideal. Ese eje tiene por centro al Sol; como punto más elevado al Primum mobile (equiparado al Polo norte) y a la Tierra como su extremo inferior (Polo sur). En él se superponen las órbitas de los planetas tradicionales: Luna, Mercurio y Venus como interiores al Sol, y Marte, Júpiter y Saturno como exteriores al mismo.

Otras «esferas» son ocupadas por las estrellas fijas, o el zodíaco y el empíreo, aunque hay pequeñas diferencias de detalle en versiones análogas. En el diagrama del Arbol de la Vida de la Cábala sucede lo mismo y, como en ambos casos –y en otros–, el tiempo y el espacio son considerados un solo todo.

Y un poco más adelante:

Y es dable señalar que la Cábala también establece su esquema simbólico del Arbol Sefirótico articulado axialmente: alrededor de un eje polar o columna, que comprende, en orden ascendente la Tierra, la Luna, el Sol, y al primer motor, en la sumidad, identificado con la unidad, llamado Kether (Corona).[372]

Y en nota dice algo que nos da una de las claves para establecer y comprender esas correspondencias entre los ciclos temporales que hemos estado viendo y estos modelos cosmogónicos:

Eje terrestre y eje celeste son aquí homologables; ambos son imágenes de los polos arquetípicos y en el Arbol de la Vida cabalístico Malkhuth, la sephirah correspondiente a la Tierra, es el polo sur del modelo cosmogónico.

 

Según nos señala aquí nuestro autor, en el esquema de Ptolomeo (heredado de Platón) el Sol aparece como el centro de un sistema cuyo planeta más lejano sería Saturno, es decir Cronos, el Tiempo, contenido todo ello por la esfera del zodíaco y el cielo de las estrellas fijas, que serían por tanto los «límites» de ese Tiempo, signado por el paso del Sol por cada uno de los signos zodiacales en el año y en sus combinaciones y conjugaciones con las energías planetarias y astrales (la Música de las Esferas), y que en su girar perenne traen constantemente la Memoria del Sí Mismo al antiguo linaje humano, es decir los reflejos en la caverna cósmica de las realidades superiores y de las «reminiscencias» emanadas de «un mundo o plano del Ser Universal», al que se accede a través de la esfera del primum mobile, o sea de la experiencia del «Tiempo atemporal», donde el hombre vive directamente sus estados suprahumanos, universales e «informales», aquellos que Dionisio Areopagita denominó las «jerarquías celestes». Más allá de todo ello, y siguiendo el esquema de Ptolomeo, se situaría la esfera del Empíreo, o Paraíso celeste (arquetipo del Paraíso terrestre), antesala del No-Tiempo y la Eternidad.[373] (Ver figs. 84-85-86-87).

Como hemos visto el primum mobile señala el paso del «tiempo solar» al «tiempo polar», y por lo tanto a las iniciaciones que ambos están representando. En efecto, en el movimiento de la precesión de los equinoccios, el primum mobile siempre será la prolongación del eje polar terrestre en un punto determinado del cielo, llamado por ello el polo celeste,[374] el cual en su lento girar va trazando un arco de círculo hasta completarlo en los 25.920 años de dicha precesión.[375]

Por el contrario, el «tiempo solar» tiene como límite el zodíaco, o sea el «marco del cosmos», un límite espacio-temporal que el astro rey no puede sobrepasar en su movimiento anual, mientras que es por medio de la vivencia de un tiempo mucho más «lentificado» y «supratemporal» –como el que representa la precesión de los equinoccios en el orden de la manifestación corporal–[376] y no sujeto por tanto a esas determinaciones espacio-temporales, que ese límite sí puede superarse y conocer esos otros estados más inmanifestados del Ser Universal, o sea la Ontología como un ámbito de nuestra conciencia donde se traslucen ya los misterios inefables de la Metafísica. Atendamos a nuestro autor:

Para muchas disciplinas iniciáticas el conocimiento de la ley cósmica y sus distintos niveles de realidad, es decir, la cosmogonía, es el paso previo al reconocimiento del ser en el mundo, la relación del ser individual con el Ser Universal, y su encarnación; por lo tanto, el Conocimiento del Ser en sí mismo, o sea la ontología como integración de todo lo que la ley ordena y soporte de la metafísica (es decir, para aquello que está más allá de la ley cósmica), lo cual se intuye en cualquier nivel de los ya mencionados puesto que lo que se advierte es lo que conforma la Manifestación evidenciada en el modelo del Arbol de la Vida, por el que también descienden las Musas, emisarias, y a la vez hijas del sonido de la lira de Apolo.

Asimismo, estas reflexiones sobre los grandes ciclos en relación con la iniciación en sus diferentes etapas nos llevan necesariamente a tener un sentido de la Historia que rebasa cualquier lectura anecdótica y parcial de la misma, ayudándonos a concebir lo que verdaderamente significa el Gran Tiempo en la franja de existencia de una vida humana –la de cada uno de nosotros–, y de una civilización. Los calendarios, nos dice nuestro autor, registran las leyes y venturas del Tiempo, y esto necesariamente crea una estructura viva y orgánica (el cosmos, la cultura, la tradición) como caja de resonancia de la Memoria Arquetípica, que en efecto no podría manifestarse sin el Tiempo, de ahí que éste sea una imagen del Amor divino, cuya presencia en el corazón del hombre hace inagotable la posibilidad de ser todo lo que él es, y también de lo que está «más allá»: de todo lo que no es, lo verdaderamente inmanifestado.

 



NOTAS

[361] Las ideas que nuestro autor expone en este capítulo de Simbolismo y Arte son complementarias a las de Ananda K. Coomaraswamy en su obra El Tiempo y la Eternidad.

[362] Parafraseando a San Agustín podemos decir que si no me preguntan por el tiempo se lo que éste es, pero si me lo preguntan, entonces no lo se.

[363] En el simbolismo astrológico-alquímico el tiempo está asociado asimismo con la figura circular de la serpiente o dragón Uroboros, el cual se muerde la cola para indicar la reincidencia del devenir de los ciclos indefinidos de la Manifestación Universal. Ver a este respecto «El árbol y la serpiente», capítulo XXV de El Simbolismo de la Cruz, de René Guénon.

[364] Recordemos que entre las culturas mesoamericanas el movimiento, que es la expresión espacial del tiempo, estaba asociado al signo ollin, que también significa «hálito vital». (Ve aquí el último acápite del Capítulo II, dedicado al Simbolismo Precolombino).

[365] Recordemos asimismo que la palabra Veda (en el hinduismo texto sagrado revelador del Conocimiento como sabemos) tiene como raíz el término vid, que indica al mismo tiempo ‘ver’ y ‘saber’. En la Divina Comedia Dante, llegado a un punto de su viaje por el eje del mundo, sólo puede «ver» a través de los ojos de Beatriz, la personificación de la Sabiduría. De hecho, todos los sentidos tienen su dimensión sutil como bien nos lo enseña la Alquimia y la Tradición en general; por otro lado los órganos de los sentidos (oído, vista, tacto, gusto y olfato) son las «puertas» de entrada del conocimiento para la individualidad humana. En cuanto a las analogías con los elementos el oído se relaciona con el éter (la quintaesencia), la vista con el fuego, el tacto con el aire, el gusto con el agua, y finalmente el olfato con la tierra.

[366] Sobre Blaise de Vigenère y su obra nuestro autor habla extensamente en el capítulo VI de Presencia Viva de la Cábala II. La Cábala Cristiana.

[367] No estaría de más señalar en este sentido que el dios Thot, transmisor de la sabiduría, era considerado también un dios lunar entre los egipcios. El nombre de Thot remite «al dios que mide», como la Luna mide, o mesura (de ahí «mes») el tiempo de los humanos. De hecho, Thot crea el calendario y la escritura, la fijación del verbo, lo cual nos hace recordar aquello que nuestro autor dice acerca del calendario, a saber: que es «la primera notación, el supuesto de la escritura». Ambos están ligados y por eso mismo una cultura dotada de escritura (se exprese ésta como se exprese) posee también su calendario; en él puede fijar, continúa nuestro autor, «determinados registros (genealogías, hechos simbólicos y mágicos) que serán posteriormente los anales del ser humano: su idea de la Historia, su inmersión en un tiempo sucesivo».

[368] Esa permanencia del Sol, del astro-rey, en un signo zodiacal a lo largo de 2.160 años es realmente la que potencia los atributos y cualidades que la Tradición atribuye a cada uno de esos signos, de ahí la denominación de «era zodiacal» dada a ese período de tiempo. Un «era zodiacal» tiene que ver entonces con el ritmo de aparición y desaparición de las civilizaciones signadas por las determinaciones cualitativas de las energías cósmico-telúricas que en ellas se manifiestan con más fuerza. La denominación de «era de Tauro», «era de Aries», «era de Piscis», etc., así lo verifica. De esta manera el ciclo de 2.160 años sería la unidad de base fundamental de los grandes ciclos cósmicos.

[369] En este sentido tendríamos que subrayar la estrecha vinculación que existe entre el ciclo de 72 años (el más pequeño dentro del gran ciclo de la precesión de los equinoccios) y la duración media, el ciclo, de una vida humana, inscrita en ese orden universal, al que pertenece.

[370] En los días siguientes al solsticio tanto de verano como de invierno, el sol en efecto parece «detener» su marcha aparente alrededor de la tierra puesto que durante esos días siempre amanece a la misma hora y minuto.

[371] Señala nuestro autor que: «Cuanto más lento el movimiento más atemporal, y viceversa: cuanto más rápido más veloz y sujeto a la relatividad del instante».

[372] No deja de ser significativo que las «esferas» que aquí forman parte de ese eje polar o columna del medio del Arbol de la Vida, es decir la Tierra, la Luna y el Sol (que se corresponden respectivamente con las sefiroth Malkhuth, Yesod y Tifereth, constituyendo Kether la sumidad polar de ese eje) sean precisamente las que como hemos visto determinan las «medidas» fundamentales de los ciclos del tiempo que se plasman en los calendarios.

[373] Desarrollamos más ampliamente estas ideas en el capítulo XII: «El Renacimiento en la Obra de Federico González. Utopía y Cábala Cristiana», concretamente en el acápite titulado «La construcción intelectual del Renacimiento. Nicolás de Cusa, Marsilio Ficino, Pico de la Mirandola».

[374] El Primum mobile sería entonces ese Polo norte celeste (el Cenit, la Estrella polar). También sería la «puerta de los dioses», la que abre a los estados suprahumanos.

[375] Es interesante advertir que en torno a ese círculo y dentro de él encontramos las constelaciones boreales de la Osa Mayor, la Osa Menor (cuya estrella alfa es actualmente la estrella polar), Casiopea, Cefeo, el Cisne, Vega, Hércules, el Boyero (con la luminosa estrella Arturo) y el Dragón (que ocupa la parte central de ese círculo). Esta última constelación es llamada también el «Dragón celeste», o el «Dragón polar», del cual dice el Sefer Yetsirah (el «Libro de las Formaciones» de la Cábala) que: «está en medio del cielo como un rey en su trono». En relación con esto último añadiremos finalmente que la proyección en la Tierra del cielo boreal se sitúa exactamente en las regiones circumpolares de la misma, donde diferentes tradiciones ubican la sede originaria de la Tradición Primordial.

[376] De ahí que sea el símbolo de otros órdenes más sutiles.

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.