FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Fig. 57. Robert Fludd. Utriusque Cosmi Historia,
Oppenheim, 1617

 

Capítulo VI

EL ARTE Y EL SIMBOLO
(continuación)

 

Simbolismo y Cosmogonía. La Ciencia Sagrada

Estudiando y meditando Simbolismo y Arte (cuyo ajustado discurso conforma una poética, y «que como tal tiene un indudable trasfondo musical», como se afirma en la contraportada de la edición de 1998), y expresando por nuestra parte todo cuanto es posible expresar con palabras, constatamos inmediatamente que está escrito desde la esencia del Pensamiento que formula; que existe en él una serie de conceptos e imágenes simbólicas que bien comprendidos y asimilados provocarán una auténtica «ruptura de nivel», y que asimismo estarán en relación con un proceso que, pese a su intangibilidad, se hará cada vez más patente en la conciencia y en los actos de nuestra vida. Un proceso que con paciencia y perseverancia nos conducirá de la multiplicidad a la Unidad, de la periferia al Centro, reuniendo lo disperso de nuestro ser «hacia la síntesis definitiva», lo que es propio de las labores alquímicas y teúrgicas.

Los siete capítulos que conforman Simbolismo y Arte están interrelacionados por la misma temática de lo que expresan, y pensamos que no es por casualidad ese número, que se corresponde precisamente con el de las notas musicales y está sin duda en relación también con ese «transfondo
musical» al que hacíamos referencia. Es decir que todos ellos en su conjunto, tratando como tratan de las ideas arquetípicas, generan, al enfocar nuestra atención en su contenido, una composición sutil que reverbera en nuestra alma, cuyas potencias (entre ellas la memoria) son despertadas por esa armonía que se hace audible al «oído interno», que es el del intelecto superior.

En este sentido, hay quienes han definido Simbolismo y Arte como «música de cámara», y desde luego que no les falta razón; en primer lugar porque, al igual que en la música de cámara, hay una atmósfera de intimidad en todo el libro que en gran medida es debida a la pulida y concisa síntesis, al «ajustado discurso», con que nuestro autor transmite esa concordancia de ideas que repercuten como una composición de sonidos articulados y armónicos en la caja-cubo de nuestra conciencia, que se reconoce en ellos. Por esa misma concisión no necesita acudir a grandes desarrollos para hilvanar su discurso y expresar el contenido de esas ideas. Es suficiente muchas veces con la sugerencia, con la indicación tácita o implícita, capaz de evocar en el lector una capacidad de asombro ya olvidada, y que redescubre como algo absolutamente necesario para no caer, por ejemplo, en las trampas de la vana erudición… Esto también denota en nuestro autor una maestría en el conocimiento y utilización del lenguaje, un saber elegir la palabra –la nota- adecuada y coordinarla con otras hasta conformar la imagen –el discurso sonoro– que refleje fielmente el significado del símbolo (y del mito y el rito), haciendo aflorar la música, la cadencia armónica, que resuena en nuestro interior como resultado de la comprensión de ese significado.

Concluir entonces que los siete capítulos de Simbolismo y Arte contribuyen al aprendizaje y conocimiento de la Cosmogonía y la Ciencia Sagrada es ceñirse simple y llanamente a la verdad de las cosas, teniendo en cuenta además que esa certidumbre a la que hacíamos alusión anteriormente nos compromete sobre todo con nosotros mismos, con nuestro ser interno, que por otro lado es lo único que tenemos ya que es el protagonista principal de la transmutación. Todo lo demás, en el fondo, es advenediza ilusión y «vanidad de vanidades».

Señala nuestro autor que la Cosmogonía es una ciencia sagrada que se ha dado en todos los pueblos arcaicos y tradicionales, y cuyo tema de estudio trata principalmente de los vínculos sutiles que existen entre el cosmos y el hombre, y que son necesarios para que el alma individual encuentre su identidad verdadera en el Alma Universal, y pueda así ser fecundada por el Espíritu, promoviendo la transmutación alquímica. Sólo mediante esa universalización es posible que el alma humana escape de la «rueda del samsara», que se reitera a perpetuidad (y todo lo que ello implica de sujeción a un destino inexorable dentro de la esfera de las existencias individuales), y le sea posible acceder a las realidades supraindividuales, o sea al conocimiento de la Ontología, del Ser Unico, simbolizado por el centro de la rueda, paso previo y necesario para el ingreso en los misterios del No-Ser, que ya se van intuyendo en la conciencia a lo largo de todo el proceso y que constituyen la fuente de donde manan las verdaderas influencias espirituales-intelectuales que lo van promoviendo.

En los dos primeros capítulos (respectivamente «Simbolismo y Cosmogonía» y «Simbolismo y Ciencia Sagrada»), nuestro autor habla precisamente de la función del símbolo y del arte en el conocimiento de la Cosmogonía, no sin recordarnos previamente que el símbolo refleja perfectamente lo que expresa, y que el arte es la manera que tiene el hombre de fijar en sí mismo las ideas y principios vehiculados por el símbolo, o sea que en el arte –que es un rito– reside esa ligazón que el ser humano, en su secreto afán por recuperar su originaria y prístina admiración hacia el misterio intangible de la vida y de su propia existencia, establece con las potencias, deidades y energías invisibles del cosmos. Así, podemos leer en el capítulo II:

El artista es entonces el ser capaz de condensar por su mediación las fuerzas cósmicas, el oficiante del rito creacional; y su arte más elevado en constituirse en el objeto de su obra.

Y asimismo:

El arte es símbolo en acción, y por lo tanto rito; y no hay rito más perfecto que la cosmogonía, el funcionamiento complejo y sutil de la máquina del mundo, una entidad orgánica que constantemente vive el despliegue de sus posibilidades hasta sus propios límites, configurando la más bella, profunda e inteligente obra de arte, de cara a la cual todas las otras son reflejos; aunque las mejores de ellas se encuentran cargadas, cosmizadas, por las vibraciones de la propia estructura de la Manifestación Universal, figurada por una doble espiral de energías que se reciclan a perpetuidad.

El mundo, como el más preciso –y precioso– objeto de diseño incluye a la criatura y al Creador amalgamados en un continuo donde la expiración de uno constituye la inspiración del otro y viceversa. Este hecho es un milagro reiterado y configura la identidad del ser y del Ser Unico, la Suprema Identidad, la que no admite ningún dúo pues es toda la realidad.

No podría decirse de manera más clara y sencilla, y al mismo tiempo profunda, esta realidad insoslayable: que el ser individual y el Ser Universal están «amalgamados en un continuo», y que esto mismo es lo que nos enseña justamente el conocido símbolo del Sello de Salomón o Estrella de David, que ilustra de la manera más fidedigna posible la conocida sentencia hermética de que «lo de abajo es como lo de arriba y lo de arriba como lo de abajo, para obrar el milagro de una cosa única», máxima que es también el fundamento de las leyes de la analogía y las correspondencias entre los distintos planos de la manifestación, gracias a los cuales podemos entender y vivir el modelo cósmico como un

mandala multidimensional que abarca la totalidad del ser y el soporte más indicado para la construcción del hombre nuevo, de la ontología, como paso previo a la metafísica; se podría decir que el ser que edifica su vida de acuerdo a los Universales, o Arquetipos, se inicia en el Conocimiento de la realidad, lo que ha sido el caso de todos aquellos que construyeron las culturas de las que somos herederos.

De los distintos símbolos numéricos y geométricos que explican la estructura cósmica, nuestro autor se centra nuevamente en la Rueda. Como ya sabemos, ésta se encuentra en todos los pueblos tradicionales y arcaicos sin excepción, llegando hasta nuestros días en Occidente a través de la Tradición Hermética, la que precisamente nuestro autor ha revivificado con su obra.[354] Según sus propias palabras la Rueda es quizás el más universal de todos los símbolos, hasta el punto que «parecería ser consubstancial al hombre»; además, es indudable «su poder de transmisión sagrado, mágico y transformador». En efecto, la Rueda es un símbolo cuya didáctica es muy accesible a los seres humanos, pues fácilmente podemos entender que la circunferencia no puede existir sin un punto central previo, ya esté dicho punto representado de forma visible o no, pues una figura circular siempre presupone un centro del que extrae toda su existencia. Por eso, quien

traza una circunferencia sabe que ésta depende del punto central y no a la inversa;

y, asimismo, ya sea

con cordel o compás es imprescindible tener un punto fijo para trazar la circunferencia.

Esto, que parece tan obvio y «lógico», puede ser el detonante de una auténtica revolución interior si lo consideramos bajo la óptica de las leyes de la analogía y la correspondencia (en las que recordemos se fundamenta el simbolismo), y como algo que en el fondo responde a una realidad metafísica: que el centro, como recuerda nuestro autor citando a René Guénon, es, ante todo,

el origen, el punto de partida de todas las cosas; es el punto principial, sin forma ni dimensiones, por lo tanto indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que pueda darse de la Unidad primordial. De él, por irradiación, son producidas todas las cosas, así como la Unidad produce todos los números, sin que por ello su esencia quede modificada o afectada en manera alguna.

El centro de la Rueda, que es un eje en la tridimensión, pasa a ser entonces el símbolo de la Unidad, del Ser, mientras que la circunferencia, y los radios (o rayos) que conectan a ésta con el centro, constituyen el símbolo del Cosmos o de la Manifestación, dentro de la cual están comprendidas todas las existencias particulares, incluidas naturalmente la del hombre y la del mundo que éste habita. Existe, como podemos comprobar, una jerarquía en el proceso de la Creación, que la Rueda expresa sin confusión alguna, de manera nítida e irrebatible. Pues bien, si esta idea se incuba en nuestro interior poco a poco iremos entrando en comunicación con las influencias sutiles y mágico-teúrgicas presentes en este símbolo universal, y que tanto nos revelarán la estructura del cosmos como aquello que está «más allá» de él, su «naturaleza increada y siempre actuante».[355]

El número de radios de la Rueda es indefinido, y de hecho la misma circunferencia no es otra cosa que los puntos extremos de todos esos radios unidos entre si. Uno de esos puntos periféricos es el ser humano, el cual puede ligarse al centro de la Rueda por su intuición intelectual, que es simbolizada muchas veces por el «rayo» (que no es otro que buddhi, el «rayo divino»), provocando esa «ruptura de nivel» a la que antes hacíamos referencia y que permite escapar del movimiento reiterativo de la periferia de la Rueda, en definitiva del mundo de las apariencias. Como advierte lúcidamente nuestro autor:

Todas las cosmogonías conocidas, o sea las proyecciones de la cosmogonía primordial, a saber: el conocimiento íntimo de la realidad, llevan inmediatamente (por oposición a la ilusión y al engaño de los sentidos en un mundo de apariencias) al reconocimiento inmediato de otra posibilidad siempre presente, cuya manifestación misteriosa es la totalidad del cosmos, el cual no constituye sino la sombra de esa presencia, sin la que este último no podría ser de ninguna manera.

Bajo esta perspectiva, el centro de la Rueda, que refleja esa presencia inaprensible y sutilísima de la Deidad, se convierte en un «espacio» sagrado y mítico dentro de nuestra conciencia, donde se puede llegar a encarnar lo atemporal y el presente eterno.

El centro es pues una región mítica, una idea arquetípica que, sin embargo, se manifiesta en determinados puntos de la circunferencia que, de esta manera, pasan a su vez a ser centros para el sistema que ellos generan, siempre y cuando sean auténticos reflejos del punto original, o lo que es lo mismo, que ese Centro fuese una teofanía, o una hierofanía, un lugar, persona u objeto que expresase la unidad de un modo particular, y que igualmente la irradiara. En ese caso los distintos centros o puntos significativos en la periferia serían focos «cosmizados» que estarían estableciendo contacto por su intermediación con el punto central, rompiendo así con el movimiento homogéneo y reiterativo de la Rueda. Por este camino el sabio perfecto, según el taoísmo, podría acceder al «punto central de la Rueda», en comunión con el principio, en absoluto reposo, imitando su «acción no actuante».

El ser humano también sería uno de esos «focos cosmizados», o sea un reflejo directo del centro de la rueda y por consiguiente tendría la posibilidad de ser a su vez un centro capaz de crear un mundo o sistema de acuerdo al modelo original, al que el artista y el hombre de conocimiento imitan en su actividad creadora. Ese hombre, regenerado por el conocimiento de su verdadera identidad, se convertirá así en un colaborador consciente en el plan de la Gran Obra Universal, a las órdenes del Gran Arquitecto, pues en lo que respecta a su mundo él constituye en efecto un eje que comunica la tierra con el cielo, y el cielo con la tierra.

Por otro lado, esta idea del centro como un espacio mítico es sumamente sugerente por lo que tiene de evocación, o mejor «reminiscencia» de un estado donde el ser ya no está sujeto a las referencias individuales (Asiyah y Yetsirah) sino que éstas, gracias a la transmutación, están comprehendidas en el ámbito de lo Universal (Beriyah y Atsiluth), donde ese mismo ser encuentra y puede participar de su verdadera genealogía espiritual, que incluye a los antepasados que conforman la «cadena áurea» de la Tradición Unánime.

Fig. 58. Caduceo de Mercurio.
Marca de Johann Froben, Basilea, 1515

 

II

En estos dos primeros capítulos de Simbolismo y Arte nuestro autor también hace hincapié en el significado del mito y del rito que, junto con el símbolo, constituyen el ternario que sustenta toda la enseñanza iniciática, de tal manera «que cuando hablamos de símbolo, también nos estamos refiriendo a mito y rito». A través de ellos se transmite la Enseñanza de la Sabiduría Perenne. En el capítulo IV («Arte, símbolo y mito en las culturas tradicionales») encontramos estas palabras:

El rito es el mito en acción y los elementos que utiliza, ya sean sonoros, visuales o gestuales son simbólicos. El rito dramatiza el mito a través de los símbolos. Hay pues una unidad entre símbolo, mito y rito, como ya hemos manifestado en otras oportunidades. El gesto, la palabra y la forma actualizan los mitos permitiendo su encarnación. Para los pueblos tradicionales, estas tres expresiones del hombre efectivizaban permanentemente el mundo, regenerándolo, permitiendo su normal desenvolvimiento, gracias a su reiteración. Una de las diferencias entre una sociedad sagrada y otra profana es que tanto los símbolos como los ritos y los mitos han desaparecido prácticamente de estas últimas o se les ignora, o lo que es aun peor, se ha tergiversado su significado, adulterándolo, confundiéndolo con la alegoría, el emblema, y también con la mera convención; en el caso particular de los mitos habría que agregar que el colectivo oficialista los califica de ficciones, cuando no de mentiras, lo que es paradojal en cuanto se piensa que los mitos expresan para las culturas tradicionales toda la verdad y constituyen la realidad.

En esas culturas, añade, todo es simbólico, y la

vida es un rito perenne que se verifica en todas las labores cotidianas y de manera constante. Cualquier acción y aun cualquier pensamiento están signados por la presencia de lo significativo, de lo mágico, de lo trascendente, ya que todo sucede en distintos planos de la realidad y por eso también en el mundo de lo oculto, de lo invisible.[356] El arte, o lo que nosotros hoy llamamos artes, son para estos pueblos unos gestos naturales que repiten y recrean una y otra vez al cosmos a través de símbolos precisos efectuados de manera ritual, los que han sido concebidos, o mejor, revelados, con ese fin a los hombres por inspiración legada a sus ancestros, para organizar su vida de acuerdo a la voluntad divina. El creador de todas esas estructuras culturales, que no hacen sino imitar las cosas del cielo, es el ejecutor de la obra, el hombre verdadero, el jefe, aquél que produce o gobierna con arte.

El símbolo tiene una lectura metafísica que es naturalmente la más elevada y la que alumbra a todas las demás interpretaciones que podamos obtener por su intermedio. Sin embargo, no hay que confundir al símbolo con la alegoría, como no hay que confundir lo espiritual y metafísico con lo psicológico y lo material. La lectura alegórica tiene el peligro de tergiversar el sentido del símbolo –es decir su capacidad de plasmar nítidamente la idea que lo conforma–, hasta acabar degradándolo y finalmente negándolo. Nuestro autor ha incidido muchas veces en esa distinción, que es esencial para que nuestro camino hacia el Conocimiento conserve siempre la dirección axial, pese a las dificultades que podamos encontrar en el trayecto.[357] Es bien sabido que una pequeña desviación en ese camino que no se corrija a tiempo (desviación provocada muchas veces por una lectura errónea, y por tanto por una incomprensión, del símbolo y la doctrina metafísica) puede llevarnos a un alejamiento cada vez mayor del centro de nuestro ser, y a perdernos de manera irremediable en el laberinto del plano intermediario inferior, el que como sabemos la Cábala identifica con Yetsirah. Por eso mismo debemos acudir al significado más elevado del símbolo, aunque éste al principio no se nos muestre en toda su profundidad, pero ese apuntar hacia lo más alto, esa concentración en su carácter cosmogónico, ontológico y metafísico, irá «afinando» nuestra percepción de la realidad que el símbolo refleja en su forma y que lo constituye, provocando pequeñas «iluminaciones» o «intuiciones intelectuales» que de manera asombrosa nos irán revelando, como dice nuevamente nuestro autor,

esas verdades desconocidas de secretos implícitos en el mundo [pues los símbolos son] auténticos representantes de otros mundos verticales; de las energías del más allá, capaces de transmitir el conocimiento de otras realidades, o mejor, de otros planos, que igualmente constituyen el total de la realidad.

El aspirante al Conocimiento ha de estar instruido en la Doctrina Metafísica, es decir en las Ideas Universales, y todo su trabajo hermético consistirá en saber incorporarlas a su vida con la ayuda de la diosa Inteligencia, su guía espiritual.[358] Se trata de encarnar esas ideas, de ser uno con ellas, y concentrándose en su contenido llegar a obviar cualquier otra circunstancia ajena a ese hecho, persuadido de que aquello que va comprendiendo es un tesoro que se le brinda de manera generosa, y que debe depositarlo en la copa vacía de su corazón. Es una máxima de la Tradición que quien está lleno de sí mismo, de su individualidad, no tiene cabida para el verdadero y único Sí Mismo.

Primero es buscar el Principio, la piedra angular de la obra que hay que edificar en nuestro interior, y después todo se dará por añadidura.[359] Precisamente, en esa búsqueda consiste una parte importante del trabajo iniciático, y éste tiene que ver más con la entrega sin paliativos a lo Inefable que con cualquier otra cosa. Esa entrega es una invocación, un llamado silencioso a la gracia o voluntad del cielo, que si es otorgada se vive como la certeza de que sólo existe la Unidad, y que el Sí Mismo sólo se conoce a Sí Mismo por Sí Mismo. Esa certeza supone un centro, un eje vertical en la conciencia del ser, y a partir de él, y en torno a él, el aspirante al Conocimiento podrá ir edificando su obra «como un soporte de transmutación inefable», con la ayuda de las entidades que pueblan los diferentes planos del Alma Universal, llámense ángeles o dioses,[360] mensajeros como son de los niveles más altos del Ser, y que los símbolos también testifican. Como hemos apuntado en diversas oportunidades, lo más importante del trabajo con los códigos simbólicos, con los ritos y los mitos, consiste en conducir a un estado tal de receptividad que los efluvios de los principios que ellos vehiculan puedan

ser encarnados por aquellos que consigan lograrlo, pues los conocimientos, energías y experiencias que los símbolos contienen, de carácter arquetípico y cosmogónico, pueden vivenciarse en el constante ahora, siempre que los interesados sean pacientes en efectivizar una nueva forma de aprendizaje y ser favorecidos por tamaña gracia; en todo caso esta es una experiencia extraña y a veces se ve como muy rara y difícil de asumir, según lo atestigua la tropa alquímica.

Ese vivenciar el conocimiento del símbolo en el «constante ahora» de que habla nuestro autor supone el ingreso en el tiempo mítico, que siempre está vivo y permanentemente actualiza todas sus potencialidades. El mito acontece en el tiempo axial, en el que viven los dioses, los númenes y los hombres divinizados, es decir los fundadores de la cultura, los antepasados, y que por ello mismo permanece inmutable en la memoria de sus auténticos descendientes, como permanece fijo en el espacio el punto central de la Rueda, cuya «acción no actuante» es la que en verdad organiza y ordena todos los elementos que ésta alberga en su interior. El mito, al igual que el símbolo, se refiere en última instancia a un origen que no pertenece al transcurrir temporal, pero las historias que en él se narran sí tienen características circulares y cíclicas, que el alma humana experimenta a través de las muertes y renacimientos que ejemplifican sus sucesivos cambios de estado.

Por otro lado, determinados hechos históricos también forman parte de los mitos de una cultura, pues ellos (como por ejemplo la fundación de una ciudad –que lleva implícita la consagración de un centro sagrado en un espacio también significativo–, la instauración de una nueva dinastía, el nacimiento, la coronación o la muerte de un rey, los actos y gestas de los héroes, etc.) constituyen el símbolo de una realidad que acontece simultáneamente en otro plano superior, arquetípico, y es esta característica la que los convierte en ejemplares y en hitos significativos para esa cultura, que los conmemora ritualmente, es decir de forma reiterada y cíclica en determinados días señalados en su calendario. Justamente, las deidades se introducen en el mundo del hombre, y establecen vínculos con él, aprovechando esos momentos de coyuntura o «rupturas de nivel» espacio-temporales, favorecidos por la invocación y la acción mágico-teúrgica del rito.




NOTAS

[354] A este respecto ver aquí el capítulo XVI: «Actualidad de la Tradición Hermética. En torno a la obra de Federico González».

[355] La Deidad, siendo el Centro, o el Padre, de todas las criaturas, es al mismo tiempo trascendente con respecto a ellas. En este sentido, leemos en el Corpus Hermeticum (Poimandrés XI, 6): «Pues bien, es un hecho que todo viene a ser, y siempre, y según la influencia propia a cada lugar. Porque el que crea está en todos los seres, no permanece fijado en uno de ellos solamente, sino que los crea a todos: pues siendo una fuerza siempre actuante, él no posee su suficiencia de los seres creados, sino que son los seres creados los que están sometidos a él».

[356] Con estas palabras nuestro autor nos recuerda nuevamente que todas las cosas tienen distintos niveles de lectura, de las más densa y visible a la más sutil, intangible y metafísica, niveles que también existen en nosotros mismos.

[357] Leemos en el I capítulo de El Tarot de los Cabalistas: «El símbolo representa una energía, una idea-fuerza que él plasma, formal o sustancialmente. La alegoría no se corresponde con esa energía. El símbolo se refiere siempre a sí mismo, a lo que él es por su propia naturaleza. La alegoría, soslayando el tema, y de continuo equívoca, a lo que las cosas pueden, o podrían ser, en un mundo se supuestos. Siempre a algo distinto de lo que en realidad es, cualquier cosa que esto fuere, o de cualquier manera que se manifestare».

[358] Señala nuestro autor al final del capítulo II que: «en el Proceso del Conocimiento (gnosis) o experiencia directa de la Cosmogonía Perenne, nada hay comparable con la deidad llamada Inteligencia, la Gran Madre o Madre Eterna (Binah en la cábala hebrea, Nârâyâni en el tantrismo hindú), energía capaz de seleccionar los valores y ponerlos en su lugar creando un orden mental en oposición al caos de la ignorancia.» De ahí, prosigue, la necesidad del Modelo Cósmico, «o sea de la doctrina y su encarnación puesto que es capaz de activar y generar el auxilio de esta deidad, la que se manifiesta en el microcosmos como la comprensión inmediata, efectivizada en el corazón».

[359] «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores». (Salmos, 127, 1). Recordemos asimismo que en el simbolismo constructivo ‘edificar’ y ‘deificar’ son términos equivalentes.

[360] Que, como las musas, son «despertadoras de la memoria».

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.