FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Fig. 41. El nacimiento de Quetzalcóatl como lucero vespertino. Códice Borgia

 

Capítulo II

LA TRADICION PRECOLOMBINA
(continuación)

 

Algunos símbolos y mitos de la Cosmogonía

En El Simbolismo Precolombino nos encontramos con varios capítulos que tratan de determinados símbolos numéricos y geométricos que desempeñan un papel muy importante en la cosmovisión de los pueblos arcaicos y tradicionales, y por lo tanto también en la de los precolombinos. Hemos tenido ocasión de mencionar algunos de ellos a lo largo de este capítulo, y especialmente en lo que se refiere al simbolismo de Quetzalcóatl, donde el dios civilizador aparece vinculado con el eje descendente-ascendente, el centro, la cruz y la doble espiral. Por otro lado, ya hemos hablado, y seguiremos haciéndolo, del papel tan destacado que ocupa el símbolo en general en la obra de nuestro autor, sobre todo porque el símbolo es el vehículo o soporte que toman las ideas y energías invisibles para poder manifestarse. Leemos en el capítulo III:

En cierto aspecto no hay nada fuera del símbolo –como tampoco del cosmos– ya que éste expresa la totalidad de lo posible, en cuanto todas las cosas son significativas y ellas reflejan lo inmanifestado mediante lo manifestado. Por lo que a los símbolos y a los mitos no es necesario inventarlos, ya están dados, son eternos y ellos se revelan al hombre, o mejor, en el hombre. El cual simboliza en sí al cosmos en pequeño sin pretender que el macrocosmos lo esté simbolizando específicamente a él. Los héroes civilizadores, reveladores y salvadores como Quetzalcóatl o Viracocha, no son seres humanos que como tales y gracias a sus méritos se hayan deificado y convertido en astros, sino que por el contrario son dioses o estrellas que –como los hombres– han caído del firmamento y deben recorrer el inframundo y morir por el autosacrificio para renacer a su verdadera identidad y ocupar su auténtico lugar en el cielo que, además, es su origen (…) Las leyes de la analogía y la correspondencia se basan en la interrelación entre un plano menor y conocido y otro mayor y desconocido. Lo conocido simboliza a lo desconocido y éste jamás puede ser un símbolo de aquél.

Por eso mismo hay una perpetua relación entre el signo y la cosa simbolizada, es decir entre la forma y la idea que ella simboliza. La magia del símbolo, afirma nuestro autor, es la analogía que lo vincula «indestructiblemente (y lo identifica) con aquello que está simbolizando». De ahí deriva su carácter eminentemente efectivo (operativo) en cuanto lo consideramos como un receptor que emite sin interferencia alguna la energía del numen, idea o principio que lo conforma. De ahí también su sacralidad, vivida y asumida por las distintas culturas de todos los tiempos y lugares. En este sentido, si hay algo que unifica a dichas culturas y civilizaciones tradicionales sin excepción es precisamente la realidad que representan los códigos simbólicos, entre los que incluimos naturalmente los mitos y los ritos. Hablamos de la realidad metafísica, cuya vivencia no guarda ninguna relación con la religión, la cual en la utilización dada desde hace ya muchos siglos por los exoterismos respectivos de las tres ramas descendientes de Abraham (judíos, cristianos y musulmanes) supone una clara degradación con respecto al punto de vista metafísico y esotérico, que es al fin y al cabo el que nos guía en la Vía Simbólica e Iniciática, esencialmente vertical.[171]

El concepto del número, la geometría y la escritura

Todos los símbolos tienen un carácter universal, como lo tienen los mitos que se refieren a los orígenes suprahistóricos y atemporales del género humano, o de la tribu, comunidad, pueblo o nación,[172] sin negar por ello sus orígenes históricos y temporales, pues ambos coexisten simultáneamente, como coexisten la ciudad celeste y la ciudad terrestre, que es su reflejo, como por cierto lo es la horizontal con respecto a la vertical, figuras geométricas que justamente podemos considerar como dos símbolos verdaderamente fundamentales, ya sean éstos considerados por separado o en combinación. De una de esas combinaciones surge la primera estructura propiamente dicha: la cruz,[173] que junto a la rueda, el círculo y el cuadrado, con los que se encuentra naturalmente asociada, es el símbolo más ampliamente representado en todas partes, y llega a ser inagotable en la América precolombina. La cruz, y su centro, dice nuestro autor, es el motor interno de la circunferencia, o del círculo, y asimismo se vincula con el cuadrado, siendo por tanto uno de los símbolos de la cuaternidad, que son todos aquellos que hacen referencia al cuatro como módulo de la creación, número vinculado por otro lado a los ciclos y los ritmos, es decir a la estructura dinámica del cosmos.

Y a vimos como nuestro autor trató extensamente de los símbolos numéricos y geométricos en El Simbolismo de la Rueda. Aquí, en El Simbolismo Precolombino, retoma el tema y lo vincula con algunos aspectos centrales de la concepción del mundo precolombina, que parte siempre de la idea del centro y del eje, en tanto que expresiones geométricas de la Unidad metafísica.[174] De hecho, si nos fijamos bien El Simbolismo Precolombino está entretejido en gran medida en base a vínculos numérico-geométricos, sin que ello esté explicitado siempre bajo esa nomenclatura, o sea aludiendo constantemente a los números y las formas geométricas en cuanto tales. Tengamos en cuenta que tanto la aritmética como la geometría expresan ideas que intervienen activamente en la formación del pensamiento y la manera como se formula y enuncia. Por eso mismo fueron tan altamente consideradas ambas ciencias entre las culturas antiguas, las cuales destacaron sobre todo sus aspectos cualitativos[175] que entroncan directamente con el orden sutil del mundo y lo revelan a la mente humana, que así participa de él.[176]

 

Hablando concretamente de los números, Federico nos recuerda que éstos son:

Conceptos metafísicos acerca de todo aquello que está numerado o que participa de las categorías de lo numerable, es decir, de aquello que es nombrable, finito y sucesivo. Son pautas rítmicas, módulos y ciclos que generan –en cuanto conceptos– la ‘proporción’ y revelan las ‘cifras’ secretas del cosmos, de las que ellos son componentes activos. Es obvio que la unidad no responde a la misma idea que el binario o la tríada, y no manifiesta lo mismo (…) Apuntaremos además que esas numeraciones se refieren a distintas energías y a su intervención ordenada en el universo, pues ya se ha dicho que ellas testifican las interrelaciones de los elementos creativos –sus ondas, sus vibraciones– que se conjugan en el cuerpo numérico.[177]

O sea que los números, lo que ellos «significan», son medidas, pautas rítmicas cuyas vibraciones introducen la armonía en el mundo, relacionando entre sí a todas las cosas, o sea conjugando y «reuniendo lo disperso». Los números, señala nuestro autor, son fundamentalmente conceptos de relación (y por lo tanto de analogía y de correspondencia), y ese es precisamente el modo de actuar de la inteligencia humana y la manera en que ella comprende y se expresa: estableciendo un orden en el caos de posibilidades, que constituye la vida misma en su proteico despliegue. Un orden que necesariamente reproduce en su escala el propio Orden Universal, el Cosmos, y que puede ser enunciado mediante el gesto, el lenguaje –y la escritura como plasmación de éste– o bajo cualquier otra forma de expresión, o acto creativo, donde necesariamente interviene también la energía de la Belleza, concebida como una emoción intelectiva capaz de intuir esas mismas proporciones y armonías, que constituyen finalmente la huella indeleble dejada en el cuerpo del mundo por la Inteligencia Divina.[178]

 

Fig. 34. Glifos del planeta Venus

El número, siendo esencialmente un concepto o una idea, es en sí mismo invisible, y sólo se hace visible a través de las formas geométricas, ya sean éstas visibles o percibidas mediante la audición sonora,

formando códigos simbólicos complementarios que manifiestan conceptos idénticos, correspondencias y analogías. Por otra parte en los tres primeros números se sintetizan todos los otros. De la unión de la unidad y el binario que es su reflejo, es decir, de la tríada, proceden los demás, y de este triángulo primordial derivan todas las formas (ibíd.).

Efectivamente, hay distintos modos de expresión del acto creativo, que como tal acto está limitado a todo aquello que puede ser manifestado, representado, nombrado o numerado. Lo increado, por su misma naturaleza inmanifestada, no puede ser representado de ninguna manera, tan sólo sugerido mediante símbolos que expresen las ideas de vacío y silencio. Por ejemplo, leemos más adelante:

Hay también para las civilizaciones tradicionales una relación directa entre números y letras. Al punto de que para muchos alfabetos los números eran representados por letras y no tenían signos específicos. Este no es el caso de las antiguas culturas americanas, que no conocían el alfabeto, pero se quiere destacar esta correspondencia porque tanto el código alfabético como el numérico describen toda la realidad, es decir, todo aquello que es nombrable o numerable –en el sentido de ‘cifras’, medidas armónicas, ‘proporciones’–, en suma, la totalidad del cosmos, lo cognoscible.

En otro lugar (capítulo XIX) desarrolla un poco más esa relación entre las letras (o la escritura) y los números, señalando de nuevo que los números y sus nada arbitrarias relaciones activan energías de acuerdo a las propias leyes de la cosmogonía universal. Asimismo, que las culturas arcaicas siempre reconocieron la armonía de los módulos numéricos, basadas en los ciclos y los ritmos y su expresión mágica constante. Y añade:

Por cierto, el hecho del lenguaje ha sido para los primitivos un milagro que no puede sino ser reconocido unánimemente. La pictografía, la ideografía y la escritura (cualesquiera sean los medios que se empleen para fijarla) también han sido sagradas y todas las civilizaciones han empleado símbolos para manifestar conceptos, cuya ejecución constituía verdaderos rituales que a la par de ser hierofanías fomentaban la comunicación y la cohesión grupal. Los mayas atribuían la invención de la escritura a su dios Itzamná, así como los egipcios lo hicieron con Thot.

La estrecha relación entre el pensamiento, la palabra, el lenguaje y de ellos con sus modos de manifestación gráfica resultan casi obvias para ser destacadas, aunque es necesario decir que de ninguna manera las expresiones contemporáneas de las susodichas relaciones son las más perfectas y mucho menos las únicas que el hombre ha conocido. En efecto, los alfabetos fonéticos, como ya lo hemos afirmado en esta obra, son mucho más limitados que otras formas de escritura de asociaciones múltiples; los primeros siguen una secuencia lógica y lineal cada vez más solidificada mientras los segundos recrean constantemente un mundo de analogías.

Nuestro autor está hablando concretamente de la escritura ideogramática y jeroglífica, que es con seguridad la más simbólica de todas, y de hecho la más antigua que se conoce y por lo tanto también la más cercana a los orígenes.[179] Podemos decir que todas las civilizaciones la utilizaron desde los comienzos de su cultura. Hablamos por ejemplo de Sumeria, China, Egipto, y ciertamente de la Maya y de cuantas poblaron Mesoamérica, emparentadas entre sí de diversas maneras, racial, cultural, iconográficamente, etc., como hemos estado viendo, pues participaban de una misma cosmovisión. Efectivamente, en la escritura ideogramática la idea que se quiere manifestar está ya incorporada en la propia grafía de la letra, siendo esto uno de los modos más directos de expresión del pensamiento, y por lo tanto del lenguaje, como por cierto son también los quipus incaicos,

conjunto de hilos de diversos colores y tamaños anudados de distintas maneras, verdaderos instrumentos de cómputo no sólo cuantitativo sino cualitativo amén de instrumentos rituales de tipo mnemotécnico, aplicables a la totalidad de la realidad universal y no sólo a fragmentos parciales de ella.

Las siguientes palabras, que extraemos del capítulo VI («Algunos Errores Filosóficos»), nos permiten comprender la rica y amplia gama de posibilidades de concepción intelectual y por tanto de expresión (que alcanzaba a todos los ámbitos del ser humano, espiritual, emocional y corporal, en correspondencia con los tres planos cósmicos, de tal manera que surgían «innumerables operaciones mentales asociativas») que necesariamente debieron tener esas antiguas civilizaciones que emplearon estas formas de escritura, formas que, recalcamos, son totalmente simbólicas en contraste inevitable con la pobreza de las sociedades modernas a pesar de todas las tecnologías de la comunicación que se ufanan en poseer. Pero les falta esa «clave simbólica» para interpretar el mundo de acuerdo a un Orden arquetípico que ya está dado pues es coetáneo con el tiempo, pero al que hay que descubrir, o redescubrir, mediante esa clave.

El lenguaje simbólico es sin duda la gran herencia que hemos recibido de nuestros antepasados tradicionales. Pero oigamos nuevamente a nuestro autor:

Otra equivocación nos parece aquélla que considera que las lenguas precolombinas no prosperaron, queriendo decir con ello que no llegaron a tener escritura fonética. Bien al contrario de lo que suele pensarse, las representaciones ideogramáticas y jeroglíficas son muchísimo más ricas –para los pueblos que las viven, que no para nosotros que no las comprendemos– y sutiles, a la par que sencillas y de comprensión inmediata. Promueven innumerables operaciones mentales asociativas y amplían las posibilidades intelectuales de los individuos y sociedades que se manejan con estos códigos. Por otra parte su poder evocativo y la pluralidad de sus imágenes posibilitan continuas síntesis y amplían la universalidad de la conciencia. Designan varios planos o espacios volumétricos donde pueden combinarse distintas lecturas y conceptos entre sí. Aún hoy el chino es parcialmente ideogramático y bien se sabe del refinamiento de esa civilización. En realidad todas las escrituras han sido en su origen ideogramáticas, y se han ido corrompiendo –como todas las formas culturales– en la simplificación fonética y luego alfabética. La que a fuerza de limitar el concepto y fijarlo, lo cristaliza particularizándolo –y lo separa del conjunto– restándole además poder creativo, generador. Esta actitud corre pareja con el cambio cíclico de las sociedades y el paso de una mentalidad intuitiva, sintética y analógica –con la que se aprehende directamente– a la razón, la multiplicidad del análisis y la lógica, que son indirectas.

El Cuaternario. Modelo del Cosmos

La expresión: «designan varios planos o espacios volumétricos» referida a las posibilidades de gestación intelectual de la escritura ideogramática nos da una sustanciosa perspectiva con la que abordar este tema, y con ella la medida de hasta qué punto el lenguaje geométrico, esencialmente sintético, ordenador y didáctico, está incorporado en el pensamiento de nuestro autor y así lo manifiesta, como ya hemos visto y veremos a continuación. Por otro lado, dicha expresión nos introduce de alguna manera en uno de los símbolos fundamentales de la cosmogonía precolombina y que es tratado abundantemente en esta obra extraordinaria que es El Simbolismo Precolombino. Hablamos del Cuaternario, el cual no sólo está relacionado con el cuadrado, sino también con la circunferencia a través de la cruz, que recordemos es el motor interno de la misma. También con otros símbolos, como quedará constatado en lo que diremos a continuación. El Cuaternario es un verdadero modelo de la Cosmogonía Perenne para estos pueblos.

El concepto metafísico del cuaternario se encuentra expresado, de manera dinámica y abierta, en forma de una cruz inscrita en una circunferencia, y de modo estático y cerrado en el cuadrángulo. Este cuaternario, que se refiere a las direcciones del espacio, a los períodos del tiempo, a los ‘colores’ de cualquier manifestación y a sus etapas procesuales, según llevamos dicho, es el elemento conceptual común que permitió la fusión de las culturas indígenas con las europeas, posteriormente al descubrimiento.[180] A estos conceptos direccionales habría que sumar el de arriba-abajo –lo que convertiría al círculo en esfera, y al cuadrado en cubo, agregándoles una nueva dimensión– presente igualmente en ambas culturas, las que, reiteramos, utilizaban análogamente como clasificador de nociones al número cuatro. Un cubo gigantesco subdividido en innumerables cubos pequeños (o una malla de red o un cuadriculado) configura un plan del mundo similar al de una esfera que se parte en innumerables esferas, manteniendo estas dos perspectivas, incólume, la idea de un centro (o de un eje en lo volumétrico) arquetípico a partir del cual toda progresión es posible. Las coordenadas espacio-temporales de un conjunto cúbico tienen como fin fijar ese conjunto en la inestabilidad del devenir, tal como lo hace el organismo vivo de la ciudad, el templo o la casa habitación. El desarrollo de una entidad cuaternaria se efectúa a partir de un centro de irradiación, alcanza sus propios límites y retorna por las mismas vías a su origen, irrigando y revitalizando perpetuamente su estructura. El cuaternario es, pues, una suma de intervalos imprescindibles, mágica y sagrada, un entrelazamiento de energías horizontales y verticales que se expresa de manera análoga a través de las formas del círculo y el cuadrángulo. Y es capaz de organizar y mantener la vida social e individual, por su misma categoría de símbolo, apto por lo tanto para emular y recrear la energía del cosmos que él mismo representa. (Capítulo XIII).

Vuelve de nuevo nuestro autor a subrayar el papel eminente del símbolo, esta vez a través del cuaternario, que es el módulo, o el paradigma, de cualquier creación, empezando naturalmente por la Manifestación Universal, a la que signa, junto a cada uno de los componentes que la conforman. Los ejemplos más comunes del orden que crean podemos verlos en los cuatro elementos, las cuatro fases de la luna, los cuatro puntos cardinales y las cuatro estaciones (en relación ambas con el ciclo solar), las cuatro edades o ciclos del hombre y de la humanidad, las cuatro lecturas de todas las cosas en correspondencia con los cuatro planos de la cosmogonía, etc.[181]

Por otro lado, la imagen tridimensional del cuaternario –el cubo– subdividido en innumerables cubos más pequeños, o la esfera fragmentada en innumerables esferas (como las cuentas de un collar) es claramente la representación simbólica de la multiplicidad conformando un todo ordenado gracias a la presencia «incólume» de un centro arquetípico, en ausencia del cual nada de eso existiría. Como decíamos, este modelo geométrico simboliza precisamente el organismo vivo que es la Manifestación Universal, es decir que en él están simbolizadas todas sus pautas rítmicas nacidas de la vibración de la unidad original, y que, al mismo tiempo que crean dicha manifestación, la ordenan efectivamente mediante el «entrelazamiento de energías horizontales y verticales» (terrestres y celestes, respectivamente), siendo los innumerables puntos de juntura de ambas coordenadas como reflejos a su vez de ese centro arquetípico, que de esta manera se hace presente en todas las cosas. Por eso mismo cada uno de esos entrelazamientos horizontales y verticales (que en las dos dimensiones son la cruz plana y en el volumen la cruz tridimensional) constituyen el símbolo de un ser o un mundo, reproduciendo de esta manera cada cual en sí mismo el «esquema» del modelo universal, es decir el centro del que irradian todas sus posibilidades de manifestación, simbolizadas por los brazos de la cruz plana o volumétrica.[182]

Ese punto o centro es el que genera el plano (o mundo) en cuestión (…) actuando en él como reflejo del eje invisible, o dicho de otro modo, de la energía activa y vertical que condiciona la recepción horizontal al copular con ella, creando así el plano (o mundo) referido, cuyos límites están dados constantemente por su misma progresión, que aunque pueda considerarse indefinida está marcada por sus propias leyes numéricas que se suceden ad infinitum. El número cuatro signa pues la primera manifestación –acción de los tres principios ontológicos o primordiales en el universo (3 + 1 = 4)–, el plano creacional y sus limitaciones, gracias a las cuales puede constituirse cualquier ser u objeto, y es asimilado entonces al mundo y en particular a la tierra [en nota: El número 4 es igual a 2 x 2 ó 2 al cuadrado, lo que equivale a decir la totalidad de las posibilidades de la dualidad multiplicada por sí misma. Nótese que en las civilizaciones mesoamericanas esta progresión está simbolizada por el número 400, que es igual a 20 x 20, o sea, el equivalente a la serie numérica indefinida].[183]

A esto mismo se refería anteriormente nuestro autor cuando hablaba de que el desarrollo de una entidad cuaternaria (o sea cada ser y cada mundo manifestado) se efectúa a partir de un centro de irradiación, alcanza sus propios límites y retorna por las mismas vías, irrigando y revitalizando perpetuamente su estructura. Esto es precisamente lo que sugiere la cruz inscrita dentro de la circunferencia, es decir la expansión de la unidad a través del cuaternario (engendrado por ella), que al llegar a sus propios límites (la circunferencia) retorna de nuevo a su origen, como si se tratara del fluir rítmico de la respiración, o del gesto, del Ser universal creando el mundo, para regresar posteriormente todo él a su seno una vez ha llegado hasta el límite de su manifestación o desarrollo. Esto es también lo que expresa la Tetraktys pitagórica, cuya fórmula numérica 1 + 2 + 3 + 4 = 10 nos remite precisamente a la relación que existe entre la unidad (el centro) y la circunferencia (la periferia manifestada) a través del cuaternario. El retorno a la unidad o al centro viene dado por la misma fórmula numérica, pero en sentido inverso: 10 = 4 + 3 + 2 + 1 = 10 = 1 + 0 = 1.[184]

Es en este sentido que toda existencia, por indefinida que sea, está simbólicamente representada por los diez primeros números contenidos en el cuaternario. No hay más números que éstos pese a que sus combinaciones pueden ser múltiples e indefinidas, pero finalmente siempre podrán reducirse a los diez primeros. Diríamos que el cuaternario constituye el enmarque, o «encuadre» nunca mejor dicho, dentro del cual se produce la totalidad de la Manifestación Universal, como bien lo expresan por otra parte los cuatro mundos o planos del Arbol de la Vida Sefirótico. Los límites a los que se refiere nuestro autor en este caso vienen marcados efectivamente por el desarrollo o progresión del ciclo de cualquier manifestación, así sea ésta la de la vida de una célula o la de los grandes ciclos cósmicos, constituyendo siempre e inveteradamente el cuaternario su estructura de base fundamental, o sea que todo desarrollo de un ciclo se divide necesariamente en esos cuatro períodos.[185]

Entre los distintos ejemplos del cuaternario que se recogen en el libro podríamos citar el de la periodicidad del sol, que era cuadriforme para los pueblos precolombinos, en conformidad con todos los pueblos de la tierra. Así, habla del sol de mediodía, el de la noche, el del amanecer y el del atardecer, expresando cada uno de esos «soles» un atributo o propiedad distinta del astro e inherente a su naturaleza invisible y espiritual, es decir como deidad creadora, en correspondencia también con un espacio igualmente cualitativo y estructurado según los cuatro «cuadrantes del mundo». Todo ello repercute necesariamente en el hombre, pues esas cuatro posiciones del sol (en el día y asimismo en el año a través del simbolismo temporal de los dos solsticios y los dos equinoccios) también expresan estados del alma humana, como los expresan los cuatro elementos o «estados» de la materia con que se relacionan. Y añade nuestro autor:

Todo ciclo se divide, entonces, de modo cuaternario, y esta realidad conforma el modelo más sencillo del universo, producto de la partición del propio binario (4 = 2 al cuadrado). A estos cuatro puntos espacio-temporales hay que agregar un quinto, que se halla en el centro de ellos, constituyendo su origen y su razón de ser, asimilado al hombre y a su verticalidad como intermediario de comunicación tierra-cielo, o sea, entre dos planos distintos de la realidad. Este es el esquema básico de la cosmogonía precolombina.

Y a continuación cita nuevamente a Alfredo López Austin, quien describe ese esquema con las siguientes palabras:

La superficie terrestre estaba dividida en cruz, en cuatro segmentos. El centro, el ombligo, se representaba como una piedra verde preciosa horadada, en la que se unían los cuatro pétalos de una gigantesca flor, otro símbolo del plano del mundo. En cada uno de los extremos del plano horizontal se erguía un soporte del cielo. Con el eje central del cosmos, el que atravesaba el ombligo universal, eran los caminos por los que bajaban los dioses y sus fuerzas para llegar a la superficie de la tierra. De los cuatro árboles irradiaban hacia el punto central las influencias de los dioses de los mundos superiores e inferiores, el fuego del destino y el tiempo, transformando todo lo existente según el turno de dominio de los númenes. En el centro, encerrado en la piedra verde preciosa horadada, habitaba el dios anciano, madre y padre de los dioses, señor del fuego y de los cambios de naturaleza de las cosas. (Capítulo IX).

Federico introduce nuevas y sugerentes ideas cuando menciona el simbolismo del cuadriculado (capítulo XIX), que es precisamente el desarrollo en el plano del propio cuaternario, cuya expresión geométrica «estática» es como hemos visto el cuadrado, siendo la cruz su versión «dinámica». Además el cuadriculado conforma un módulo numérico-geométrico ampliamente difundido entre las culturas precolombinas. El simbolizaría el cosmos considerado como la suma de todas las manifestaciones, seres, fenómenos y cosas.

Pero atendamos a los elementos esenciales de este símbolo mágico-teúrgico, que en muchos aspectos es un verdadero talismán donde los poderes creadores del universo se manifiestan por medio de las leyes numérico-geométricas, las que son «atrapadas» por la red cruciforme del cuadriculado. En efecto, leemos en este capítulo XIX que la red o malla de ese cuadriculado

atrapa y une los elementos dispersos por medio del entrecruzamiento de puntos –en correlación con el simbolismo de los nudos y el entrelazamiento– lo que mantiene la cohesión y el orden de la estructura. Esta figura es sagrada por el sencillo hecho de que cualquier posibilidad se inscribe dentro de ella, ya que constituye la trama y la urdimbre con que se tejen o se crean todas las cosas, su ‘pauta universal’. Y por lo tanto, la misma representación de este hecho portentoso, el cuadriculado, ha de tener no sólo el mismo poder mágico atribuido a la Creación sino que al simbolizarla expresará también las mismas leyes, el mismo juego de posibilidades numéricas y geométricas, de tensiones y equivalencias que ella sustenta; ya que manifiesta a su manera la misma lógica interna y constituye una idéntica estructura –producto simétrico de la multiplicación–, lo que conforma un todo armónico. El cuadriculado es, pues, un instrumento de Conocimiento y de trabajo y un modo de aprehender –atraparlas como en una red– a las leyes cósmicas que en él se reproducen, ya que en ese cuadriculado –visible o invisible, tangible o intangible– se manifiestan las formas. Todas las tradiciones han conocido esta representación gráfica de la multiplicación y el entrecruzamiento continuo de la vertical con la horizontal –unidas siempre en un punto– y las formas y leyes derivadas de esta reproducción que el plano reticular propone…

En efecto, como indican estas palabras estamos ante un verdadero símbolo de Conocimiento, sapiencial, que nos permite aprehender, y por tanto comprender por la propia didáctica de su estructura, las leyes cósmicas que él mismo reproduce en su diseño. Esto es así porque existe una verdadera correspondencia entre la forma del cuadriculado y las leyes que ella simboliza, forma que es susceptible de desarrollarse siguiendo determinadas pautas numéricas que parten siempre de una cuadrícula, o cuadrado inicial, primigenia, la cual representa a la unidad, que al desdoblarse en las cuatro direcciones del espacio, es decir al expandirse en sus posibilidades, limitan el primer encuadre en que esa cuadrícula inicial es el centro. La figura que surge entonces es una cruz formada por cuatro cuadrados más el central, es decir el quinario, el cual a su vez

genera otro cuadrado en el que está contenido, o sea, que crea un plano limitado –originado por la unidad y su irradiación– en el que esta irradiación pueda ser reabsorbida retornando a su fuente primigenia para volver a proyectarse en un proceso dual: ad-extra, ad-intra, sístole-diástole, en el que la contracción, o sea, el linde de lo indefinido, marca tanto la vuelta al punto original como conforma el plano cuaternario en que éste fenómeno se produce.[186]

Estas palabras confirman lo que antes se ha dicho acerca de los límites de lo indefinido; pero aquí se introduce otro concepto que lo aclara definitivamente: la contracción. El límite viene dado por la contracción, donde en efecto se «reabsorbe» la irradiación de la unidad al expandirse hasta sus propios límites (1 + 4 = 5). Dicho límite-contracción está constituido por ese otro cuadrado que «enmarca» (y contiene) a la cruz de cinco cuadrículas,[187] resultando así nueve cuadrículas en total. Este sería el primer plano arquetípico, subraya nuestro autor, pues es capaz de contener a la unidad y su expansión cuaternaria (1 + 4 = 5) en todas las posibilidades del espacio (5 + 4 = 9). Como se sabe el nueve simboliza a la circunferencia, cuyos trescientos sesenta grados son los mismos que tienen cuatro ángulos rectos de noventa grados, de ahí la equivalencia entre el cuadrado y la circunferencia. Existe por tanto una correspondencia neta entre el cuadrado y el círculo: ambos está simbolizando lo mismo desde dos formas distintas pero complementarias, en relación con las que simbólicamente han sido atribuidas siempre a la tierra y al cielo, respectivamente.

Habla a continuación nuestro autor del número nueve dentro de la tradición maya y de cómo ésta lo considera en el sentido de que también ellos lo veían como una totalidad, o un ciclo, en definitiva como «un ordenamiento cerrado» que implica necesariamente al denario, o sea la «circularidad numérica y de un espacio temporal definido». El nueve es efectivamente un número completamente circular, y esto no es arbitrario ni responde a una convención numérica cualquiera. Es una cualidad que está en su naturaleza misma, relacionada además con todo aquello que hace referencia a la regeneración y a lo «nuevo», pues el término de un ciclo completo indica necesariamente el comienzo de otro, según la misma idea de la perpetuidad temporal pautada por los ciclos cósmicos, donde se inscriben y articulan todos los demás, incluidos los humanos. No en vano nos recuerda nuestro autor a este respecto algo fundamental:

Es sabido que el número nueve es tenido por irreductible ya que todos sus múltiplos y submúltiplos retornan siempre a él (9 x 5 = 45 = 4 + 5 = 9; 9 x 8 = 72 = 7 + 2 = 9, etc.), y por este motivo era apreciado como perfecto y cíclico, un módulo completo equivalente a la forma circular o esférica –y a su correspondiente cuadrangular–, una imagen del cosmos y la totalidad.[188]

Pero refiriéndonos concretamente al cuadrado de nueve casillas éste tiene evidentes analogías con el ‘cuadrado mágico’ llamado de Saturno, «verdadera síntesis simbólica del cosmos», y constituye la base a partir de la cual se elaboran todos los demás cuadrados mágicos, en correspondencia también con el resto de los siete planetas tradicionales.[189] Los cuadrados mágicos están muy presentes en la cosmogonía de la Tradición Hermética y de otras civilizaciones.[190] Federico señala su relación con el Nepohuatzintzin azteca,

pequeña computadora náhuatl, o cuadriculado, conseguido por el entrecruzamiento de hilos verticales y horizontales (en número de veinte), instrumento sencillo con el que pueden llevarse a cabo los cálculos matemáticos más complicados.

Por descontado que desgranar el significado de todos estos modelos cosmogónicos nos trasladan a otros estados más sutiles de nosotros mismos desde los que podemos apreciar que su magia teúrgica

consiste en la de las proporciones armónicas y las relaciones que los números, como encarnaciones de energías que ellos simbolizan, son capaces de efectuar mediante el conocimiento de sus propiedades, o sea, los principios universales que ellos representan, al poner orden en el caos de lo informe, lo indiferenciado, lo ilusorio, ineficaz e inexistente.

Una de las artes donde está más claramente definido ese paso del caos al orden es precisamente la arquitectura, que reproduce en cada una de sus partes el proceso cosmogónico.

El Simbolismo Constructivo

Acabamos de mencionar en la última nota a pie de página el templo chino del Ming-Tang relacionándolo con el cuadrado de nueve. Y esto nos lleva a considerar directamente otra cualidad que destaca nuestro autor del cuaternario, y el cuadriculado como un desarrollo de éste; nos estamos refiriendo a sus vínculos con la arquitectura precolombina, que como toda arquitectura tradicional reposa sobre el modelo arquetípico del cosmos, y por consiguiente hay que considerarla como un todo organizado de acuerdo a las «medidas», «cifras», «módulos» y «proporciones» de dicho modelo universal, tal cual nuestro autor nos lo recordaba en páginas anteriores. Esto es extensible no sólo al templo o la casa cultual sino también a la ciudad y a toda la vivienda y construcción que el hombre tradicional y arcaico ha edificado en cualquier tiempo y lugar, y por muy «sencilla» que esa construcción fuese. Pensamos por ejemplo en el «poste ritual» de ciertas naciones indias norteamericanas, que es en realidad un eje que une simbólicamente el cuadrado de la tierra y el círculo –o bóveda– del cielo, y en el que están inscritas figuras alusivas a determinados animales-símbolo y númenes, o sea a los pobladores del mundo intermediario.[191]

Las sociedades tradicionales han construido su ciudad, símbolo de su cultura, como una imagen del orden cósmico. La ciudad terrestre es una imitación de la ciudad celeste y su estructura está tomada del arquetipo eterno. El plano de la ciudad de los hombres ha de ser un calco de los números y medidas que rigen el universo y una manifestación ritual del plan divino que ejecutan los dioses. La ciudad y la cultura entera testimonian esta actitud y este conocimiento expresado a través de las leyes de la analogía, o de correspondencia inversa; establecen de este modo una comunicación con lo celeste, un vínculo entre un plano conocido y otro desconocido, entre los seres visibles y las energías de los númenes invisibles. De esta manera la ciudad –la comunidad– participa de esta relación en mayor o menor grado, puesto que se encuentra articulada a partir de un centro que es el encargado de establecer efectivamente este perpetuo fluir de las emanaciones sagradas que garantizan el orden y la cultura, y aún más: la vida. Este eje o centro es representado por el templo, o la casa cultual centro de la ciudad o aldea –o por el sacerdote, jefe o chamán en la comunidad–, a partir del cual se estructuran todas las categorías. (Capítulo XV).

Se establece claramente aquí una correspondencia simbólica entre el centro espacial (el templo o casa cultual) y el propio ser humano en su condición de hombre verdadero, o sea restituido al centro de sí mismo. Es más, el cuerpo del hombre siempre ha sido considerado en todas las tradiciones sapienciales un templo (hecho derivado de su sacralidad), hasta el punto que sus propias medidas y proporciones han sido tomadas muchas veces como modelos para la construcción del mismo. Como dice nuestro autor, el hombre, como

microcosmos es un templo hecho a imagen y semejanza del macrocosmos, templo divino o casa de Dios, y han sido análogos el plan y las leyes que cimentaron uno y otro (ibíd.).

El corazón es en el hombre el equivalente simbólico del altar en el templo, o de cualquier otro elemento arquitectónico que cumpla esa función central y axial, pues por el altar, o corazón, pasa el eje invisible que une lo más alto del cielo con lo más profundo de la tierra, simbolizado por la cripta o la caverna. Es decir, los tres planos cósmicos. Por eso mismo, para una cultura tradicional el templo, y la construcción en general, es considerado como un organismo vivo al igual que el cosmos y el hombre, con los que está en perfecta correspondencia y armonía. Antiguamente los templos, o casas cultuales, eran asimismo lugares de iniciación y allí se celebraban los ritos de acceso al conocimiento de otros estados del ser más sutiles y verdaderos. Como señala nuestro autor,

el templo o centro cultual reúne las energías verticales con las horizontales, atrapando al tiempo sucesivo y fugaz en el espacio sagrado, siendo éste el recipiendario de las energías o vibraciones divinas, de lo eterno, para difundirlas en el plano de la tierra, en la horizontalidad de la comunidad social, la cual se organiza de acuerdo a la proximidad o distancia que mantenga con él, ya que constituye el símbolo de la receptividad, de la revelación de lo sagrado. El templo es la imagen viva del cosmos… (ibíd.).

A partir de ese centro sagrado, del corazón del templo (o la cuadrícula central en el plano del cuadriculado estudiado anteriormente y relacionado también con la construcción de la pirámide precolombina), emanan efectivamente las influencias espirituales que generan y dan sentido a todas las expresiones de la vida y la cultura de un pueblo y de cada individuo en particular, especialmente de aquel que ha tenido acceso a la iniciación y sus procesos alquímicos de muertes y renacimientos. Nuestro autor pone como ejemplo de todo esto al templo mayor de Tenochtitlan, corazón del pueblo azteca, cuyo

simbolismo mágico-teúrgico es evidente puesto que los templos y las construcciones que caracterizaban a esta ciudadela sagrada fueron erigidos en el lugar exacto donde los antiguos mexicanos recibieron los signos, las señales divinas que les ordenaban instalarse allí después de cincuenta y dos años de arduo peregrinaje. Este es un caso patente –como el de los incas en el Cuzco y otros comprobados históricamente en el área precolombina– de cómo se establece y se irradia una cultura en las constantes migraciones de la especie humana, y de qué forma sus estructuras simbólicas se pueden transponer al ser individual, en cuanto éste asimismo es capaz de establecer en un momento dado de su vida, a través de sus signos y señales propios, una vinculación directa con otros mundos, con diferentes planos integrativos de una realidad única, advertida por medio de sus manifestaciones de más en más sutiles e impalpables. Lo que equivale a la vivencia de estadios secretos del Ser Universal, y al conocimiento de una cosmogonía simbolizada en este caso por la pirámide de base cuadrangular y los diversos niveles que hay que ascender escalonadamente hacia la cima (ibíd.).

De aquí se infieren algunas ideas que queremos subrayar especialmente. Por ejemplo, la que hace referencia a la elección del lugar donde se instituye el centro sagrado de una cultura o civilización tradicional, centro sin el cual ésta no existiría de ninguna manera, puesto que él representa verdaderamente la «fuente de enseñanza» o doctrina metafísica (que es la vivificación en el hombre de esa enseñanza), simbolizado todo ello por la piedra angular, vértice, cúspide o pináculo de toda construcción sagrada. Desde luego que los «motivos» que llevaron a los sabios a escoger un territorio determinado no respondían a ningún tipo de lógica racional y a motivos únicamente utilitarios o «prácticos» (aunque éstos no estaban excluidos necesariamente),[192] sino que eran sobre todo de un orden más sutil pues dicha elección venía siempre determinada por signos y señales que los dioses sugerían por intermedio de ciertos animales y otros elementos de la naturaleza cuyo sentido íntimo sólo podía ser comprendido por los jefes y sabios.[193]

Otra cuestión, relacionada con lo anterior, es la que habla de las «transposiciones» existentes entre las estructuras (o las ideas) que llevan finalmente al establecimiento de una cultura y la propia realidad interna del ser humano individual, estando esto naturalmente en consonancia con todo lo que hemos dicho anteriormente sobre las analogías entre el macro y el microcosmos y las correspondencias entre los ritos y estructuras de la construcción y los procesos de la iniciación al Conocimiento.

Concretamente, nuestro autor pone como ejemplo de esto último la estructura del templo precolombino, que no es otra que la pirámide de punta truncada y de base cuadrangular, siendo

su verticalidad escalonada, de mayor a menor, la que permite establecer contacto con los mundos invisibles y siempre presentes llamados cielos (ibíd.).

En la pirámide-templo precolombina, su base cuadrada corresponde a la tierra y el triángulo de sus caras a los cielos, cielos que son en número de nueve como ya indicamos, como nueve son las gradas o niveles que van desde la base hacia la cúspide, donde se encuentra el santuario dedicado a la Deidad suprema (Ométeotl entre los náhuatl), donde ella mora simbólicamente. Estas gradas debían entonces corresponder a los grados de iniciación, que tenían su reflejo invertido en los nueve planos del inframundo.

En Texcoco existía a la llegada de los europeos una magnífica pirámide-templo que constaba de nueve estadios simbolizando los nueve cielos (…) o los grados sucesivos de conocimiento de la verdadera realidad del hombre y de la vida –que de acuerdo al pensamiento tradicional es más invisible que visible–, los que conformaban la cosmogonía de los pueblos náhuatl. Esta pirámide fue mandada construir por Nezahualcóyotl, personaje-símbolo de la sabiduría precolombina, y constituía su orgullo y su legado. Esos nueve cielos tenían su contrapartida en nueve infiernos subterráneos, una especie de réplica invertida de aquéllos. Para el pensamiento tradicional americano, como ya lo hemos afirmado, la tierra es un plano cuadrangular que se prolonga en las aguas del mar y se une al cielo –las aguas superiores– en la línea del horizonte (ibíd.).

Precisamente aquí interviene también el símbolo de la doble espiral, ya que debemos considerar que las nueve gradas superiores de la pirámide precolombina pueden estar representadas perfectamente por la espiral ascendente o evolutiva (o sea de salida del plano terrestre hacia los estados superiores del Ser),[194] mientras que las nueve gradas del inframundo lo están por la espiral descendente o involutiva (esto es de caída en lo infrahumano, en los estados inferiores).[195] Las dos están unidas por el plano cuadrangular de base,

y la superior se refleja en la inferior como en la superficie de las aguas. Ambas son análogas pero se encuentran invertidas como el día con respecto a la noche. Esta concepción indígena en la cual los cielos o las gradas son nueve, se encuentra en perfecto acuerdo con la Tradición Occidental y medieval, los gnósticos griegos, la cábala hebrea, la cosmogonía árabe, el pensamiento de Ptolomeo y la Divina Comedia de Dante. (…) La espiral es, por lo tanto, un símbolo de descenso-ascenso y un medio de comunicación entre los planos subterráneos, el terrestre y los celestes, recorrido que se efectúa en cualquier iniciación y en toda génesis (la del día, la del mes, la del año, etc.) donde se debe morir a un estado para nacer a otro, regenerando una vez más el proceso cósmico del que derivan los diferentes procesos y de los que participan los astros, los dioses de la tierra y el inframundo. (…) Pues la espiral manifiesta simbólicamente (…) un proceso arquetípico presente en toda creación, el de una energía centrípeta y una fuerza centrífuga coexistiendo en cualquier organismo, lo cual es también ejemplificado por las trombas, los ciclones, tornados (o deidades benéficas-maléficas de los vientos), entre multitud de otros objetos y fenómenos.[196]

Volviendo nuevamente a la forma del templo-pirámide precolombina debemos señalar que el plano de ésta lo conforman cuadrángulos dentro de cuadrángulos, exactamente igual que la trama del cuadriculado, siendo toda esa estructura la proyección de un cuadrado central que en el espacio tridimensional coincide con la cúspide o sumidad de la pirámide. Estamos pues ante un verdadero mandala, a imagen del cosmos. Esta simbólica es sumamente interesante, pues entre otras cosas nos indica algo fundamental que siempre hay que tener presente en el proceso del Conocimiento. Nos referimos a que toda construcción si bien comienza por la base, su eje director, su idea-fuerza esencial, es siempre el centro cenital hacia el que tiende toda ella, centro que sólo se hace ‘visible’ cuando finaliza la construcción, coronándola. Efectivamente, así sucede también en el viaje iniciático, el cual no podría llevarse a cabo si ya desde sus comienzos no se tuviera presente a la Unidad metafísica y la idea de lo Inmanifestado e increado, idea que al principio es una potencialidad en la conciencia del ser, pero que se va haciendo cada vez más presente en dicha conciencia en la medida en que la individualidad se hace más y más receptiva y porosa a las influencias espirituales, posibilitando su plena reintegración en el Sí Mismo.

Por otro lado, también debemos ver en este proceso constructivo una imagen del desarrollo mismo de la manifestación desde la unidad esencial hasta la multiplicidad substancial, e inversamente desde la multiplicidad hasta esa misma unidad esencial. Es decir desde el interior, lo más alto y trascendente, hacia el exterior, lo más bajo e inmanente, y viceversa. Todo esto lo sintetiza perfectamente nuestro autor:

Si proyectamos en el plano la figura volumétrica de la pirámide, obtendremos un pequeño cuadrado central y otra serie de cuadrados que lo circundan –en una serie numéricamente igual a los estadios piramidales– desde lo interior a lo exterior, del centro a la periferia, de lo apenas virtual hasta el límite de su propia manifestación. Lo que simboliza la posibilidad del retorno a esa virtualidad misteriosa, impasible, por intermedio del templo piramidal escalonado desde la base hasta la culminación central o axial. Ello configura un recorrido inverso considerado de acuerdo a la perspectiva del hombre que construyó el templo terrestre con respecto a la del Arquitecto Universal, el cual creó el plano celeste desde su Unidad a la multiplicidad de sus expresiones, mientras que el hombre –una de esas expresiones– debe ir de la manifestación a la inmanifestación, de lo creado a lo increado, de lo humano a lo suprahumano o divino. Esto es un retorno a los orígenes, a la fuente, a lo invisible, que siempre se patentiza en obras.

La Ciudad Celeste

Estas últimas palabras aluden precisamente a la idea de la Ciudad Celeste, y podríamos decir que todo el desarrollo de las concepciones acerca del simbolismo constructivo que hemos esbozado en las páginas precedentes se fundamentan y se articulan en torno a la realidad de la ciudad del cielo, presente de una u otra manera en todas las civilizaciones tradicionales sin excepción, que siempre la han considerado el modelo eterno o arquetípico que ha inspirado a la ciudad y el templo terrestre.

El Simbolismo Precolombino está plagado de referencias a la realidad cosmogónica y metafísica de esta ciudad invisible[197] (que es un tema central y ampliamente tratado también en Las Utopías Renacentistas como ya apuntamos), la que ha coexistido permanentemente con el acontecer de la existencia humana, puesto que es el hombre el que puede experimentar esa realidad «en su conciencia, en su espacio interno y mental», y expresarla o patentizarla en obras, materiales o inmateriales, pues en definitiva la ciudad celeste se refleja principalmente en la realización de ese estado de conciencia.

Es entonces el ser humano el que es capaz de escuchar y saber de las energías celestes, reconocer a los dioses que se le revelan y cumplir sus mandatos en la tierra mediante una serie de adecuaciones. Esta inspiración o aspiración de efluvios divinos y su expiración en el mundo, esta reconversión de lo vertical en horizontal –si se pudiera uno expresar así– es lo que conforma y ha conformado las culturas, las cuales una y otra vez reiteran la sacralidad de sus orígenes y su conocimiento de una realidad de otro nivel, invisible y más elevada, que se vive como transcurrida en un tiempo atemporal, a la que se suele denominar la Ciudad, el Palacio o el Templo Celeste, que son los prototipos de la ciudad, el palacio y el templo terrestre. (Capítulo IV).

La ciudad celeste se encuentra habitada por los dioses y los antepasados míticos, los ancestros, y constituyen las genealogías espirituales de una determinada tradición, razón por la cual ellas no aluden a un pasado histórico, aunque tampoco se contraponen a éste, pues, por ejemplo, en las genealogías precolombinas los nombres legendarios y míticos que aparecen en ciertos códices son también personajes históricos, encarnaciones de energías divinas que constituyen los modelos culturales para esa tradición. Pensamos por ejemplo en Quetzalcóatl, que siendo una deidad su energía se plasma también en distintos reyes y héroes civilizadores, cuyas gestas quedan consignadas en el relato mítico, constantemente actualizado por la comunidad y por cada individuo en particular, perpetuando su influjo en el tiempo. De ahí precisamente que todos los integrantes de una sociedad tradicional y arcaica se sientan verdaderamente descendientes de su genealogía y linaje mítico y en consecuencia habitantes de la ciudad celeste. De ahí también que invariablemente vieran su patria o ciudad visible, física, como la propia ciudad o patria celeste en la tierra, que entre una y otra no había en realidad ninguna diferencia esencial, de lo que concluimos que allí donde florecía una cultura tradicional allí se encontraba el ‘centro del mundo’, que es:

un lugar especialmente ‘cosmizado’, en donde las energías del cielo y la tierra, de los vivos y los muertos se conjugaban permitiendo el desarrollo de la vida y de esa comunidad en el tiempo.

(…)

La ciudad celeste es un espacio distinto, un país que coexiste con el nuestro, una patria de cuerpo espiritual en donde habitan los dioses, y los difuntos. Una realidad impalpable que ya conocían los egipcios:

«¿Ignoras, o tú Asclepio, que Egipto es la imagen del cielo y la proyección en este mundo de todo el ordenamiento de las cosas celestes? (Hermes Trismegisto, Corpus Hermeticum).»

Y esto desemboca en la siguiente reflexión:

Lo que la ciudad celeste es al simbolismo espacial, las genealogías o los antepasados lo son al temporal y ambas confluyen para cimentar la realidad y la vida tribal. Coexisten en el mundo de las Ideas platónicas y conforman el arquetipo[198]

Hay por tanto una identidad entre la ciudad celeste y las genealogías míticas e históricas que constituyen la «cadena áurea» de una cultura tradicional, o sea la de todos aquellos antepasados que habiendo recibido y heredado el Conocimiento lo transmitieron y revivificaron, y que lejos de «morir» están vivos por su misma condición de inmortales.

La ciudad celeste y los antepasados son aquí y ahora, y el hombre un vínculo permanente entre dos realidades, o mundos. Por la reiteración ritual del mito ancestral y por medio de los símbolos que lo revelan se puede efectuar el pasaje de lo conocido a lo desconocido. Ese es el propósito de toda enseñanza y la razón de los secretos del oficio.

Notemos que en toda esta simbólica se está hablando de la iniciación, pues la entrada en la vía iniciática (donde finalmente la «vía de los antepasados» y la «vía de los dioses» acaban conformando un sólo eje) es comenzar a vivir desde ya en la ciudad invisible, o sea empezar a tomar contacto con las energías de los seres que la pueblan, a los que reconoceremos en nosotros mismos como ideas-fuerza que en su desarrollo permitirán que el alma vaya experimentando de forma directa la arquitectura sutil del cielo y la tierra, o sea la Cosmogonía Perenne, hasta su plena «conjunción con el espíritu», con el Sí Mismo. El «yo» y el «otro» no existen en la única realidad posible.

 

Fig. 36. Xochiquetzal, «Flor preciosa», diosa de la belleza y la fecundidad

 



NOTAS

[171] La Ontología, el plano del Ser o de la Tri-unidad de los principios de los que emana la Cosmogonía (signada por el Cuaternario), es el paso previo y necesario para el pleno conocimiento metafísico, el dominio del No Ser. Para aclarar las diferencias entre metafísica y religión recomendamos lo que dice nuestro autor en los primeros capítulos de Esoterismo Siglo XXI. En torno a René Guénon. Ver más adelante el capítulo correspondiente a dicho libro, donde hemos añadido un anexo con fragmentos escogidos de la obra de nuestro autor donde habla específicamente de las ideas metafísicas.

[172] Nada tiene que ver el mito con ciertas teorías modernas de carácter nacionalista que inventan unos orígenes «mitológicos» para justificar políticas claramente racistas y excluyentes. El mito no es un invento humano, como tampoco lo es el símbolo, sino que ambos refieren constantemente una «realidad o un tiempo otro», siempre presente, así como la idea de la unidad o del centro, cuya vivencia da sentido a la «irrealidad de la existencia», que por eso mismo es tomada como un «sueño» del que hay que despertar. El rey-poeta Nezahualcóyotl y otros sabios indígenas así lo cantaban en sus textos llenos de belleza invocando para salir de ese sueño al Señor del cerca y del dentro, al Dador de la vida, Madre y Padre de los dioses.

[173] El otro símbolo que surge de unir la vertical y la horizontal es la escuadra, siendo el trazo vertical el que simboliza el cielo y el horizontal la tierra, mientras que el punto donde ambas se unen está simbolizando al hombre.

[174] Recordemos que el Centro y el Eje ocupa un capítulo completo, el IV, en esta obra de nuestro autor, lo cual es acorde al valor que le otorgaron a estos dos símbolos primordiales las culturas indígenas.

[175] Pero sin olvidar los aspectos cuantitativos, ya que ambos son como lo dos polos de la manifestación, como lo son la esencia (relacionada con lo cualitativo) y la substancia (vinculada a su vez con lo cuantitativo). La frase bíblica «Dios todo lo hizo en número, peso y medida», habla por igual de esos dos aspectos cualitativos y cuantitativos.

[176] Sobre ese aspecto cualitativo y formativo del número y la geometría, queremos transcribir entero lo que sobre el círculo ha dejado dicho el sabio indígena norteamericano Black Elk. Como veremos sus palabras no sólo hacen referencia al círculo sino al centro y al eje a través de uno de los símbolos que más abundantemente lo representan en la iconografía de muchas tradiciones: el Arbol del Mundo. También aparece el cuaternario (del que más adelante hablaremos) a través de las cuatro direcciones del espacio, que se corresponden como se sabe con las cuatro estaciones del tiempo. Dice Black Elk:

«Advertí que el aro de mi pueblo era uno de los muchos aros que constituían un círcu-lo, amplio como la luz del día y el resplandor de las estrellas, y en el centro había un poderoso Árbol Florido que cobijaba a todos los hijos de padre y madre. Y observé que era santo.

El poder del universo actúa siempre mediante círculos, y todas las cosas tienden siempre a ser redondas. En los antiguos días, cuando éramos un pueblo feliz y fuerte, recibíamos nuestro poder del aro de la nación, que era sagrado, y mientras el círculo permanecía completo, el pueblo florecía.

El Árbol Florido era el centro vivo del círculo y la vida del ciclo de las cuatro direcciones lo alimentaba.

Todo lo que hace el poder del universo lo hace en forma circular.» (Capítulo XIII).

[177] Capítulo XIV, «Símbolos Numéricos y Geométricos».

[178] Debemos recordar que en la Cábala la Inteligencia es llamada Binah, la tercera sefirah, concebida como la ‘matriz’ donde las ideas emanadas de la Sabiduría (Hokhmah) comienzan a «distinguirse» como prototipos que darán lugar a todas las formas existenciales. Propiamente hablando la Creación comienza con Hesed, el Demiurgo del mundo, la sefirah número cuatro, es decir con el cuaternario.

[179] En efecto, ese carácter simbólico de la escritura ideogramática es propio también de las lenguas sagradas de muchas tradiciones, las cuales como bien sabemos tienen sus correspondencias numéricas.

[180] En otro lugar nuestro autor señala que esa fusión la llevaron a cabo sobre todo los indígenas, que para que sobrevivieran en la medida de lo posible sus tradiciones ancestrales, y por lo tanto ellos mismos, tuvieron que hacer una síntesis entre ambas culturas, lo cual no les fue muy difícil debido a la identidad esencial entre los símbolos precolombinos y los europeos.

[181] Refiriéndose más concretamente a ciertos aspectos mágico-teúrgicos y míticos de la tradición precolombina nuestro autor pone de relieve varios ejemplos más del cuaternario: «Quetzalcóatl, antes de convertirse en ave, pasa cuatro días en el infierno del norte, al igual que los guerreros después de su muerte antes de convertirse en colibríes. También eran cuatro los años de luto, pues se consideraba que en ese tiempo se iba el alma, cuatro días ayunaban los jefes antes de la guerra y las grandes ceremonias y las mujeres muertas en parto ascendían al cielo de los guerreros en ese mismo tiempo. Cuatro fueron los días que hicieron penitencia los dioses antes de la creación del mundo en Teotihuacan. (…) Todos los mitos creacionales indoamericanos incluyen la idea del cuaternario sagrado. Los ejemplos son innumerables». (Cap. XIX).

[182] En la tradición precolombina el número veinte («medida o módulo ‘mágico’ común») simboliza el «todo de las posibilidades manifestadas», puesto que si tomamos el esquema de la cruz plana con su centro (o sea una imagen del cosmos), este último tiene asignado como número el cinco (la quintaesencia) mientras que la cruz misma es el cuatro. Si multiplicamos ambos (cinco por cuatro) el resultado es veinte. Ver capítulo XIV.

[183] Capítulo XIV. En la tradición extremo-oriental esa misma indefinitud está simbolizada por el número diez mil. Los «diez mil seres» sería el conjunto de la manifestación universal.

[184] Esta última fórmula (10 = 4 + 3 + 2 + 1) está relacionada también con el proceso decreciente del ciclo del Manvantara, que como sabemos está dividido en cuatro edades. El 4, que en este caso simboliza la plenitud, representa la primera de esas edades, y así sucesivamente hasta llegar a la última, que es en la que vivimos actualmente, donde el ciclo del Manvantara y de esta humanidad se encuentra prácticamente agotado en sus posibilidades de manifestación.

[185] Así pues, y para acabar de entender lo que significan esos «límites dados constantemente por su misma progresión, que aunque pueda considerarse indefinida está marcada por sus propias leyes numéricas que se suceden ad infinitum», hemos de concluir que esas leyes numéricas se refieren sobre todo a las que expresan los propios números cíclicos, que recordemos están todos relacionados con la división geométrica de la circunferencia, signada por el número nueve. De otra manera no existiría el concepto mismo de límite, y por lo tanto no sería posible la propia creación. Esas leyes cíclicas numéricas son en realidad proporciones, o sea medidas y pautas rítmicas, como por cierto es el número 400 mencionado anteriormente por nuestro autor (o el número diez mil extremo-oriental), y que tan importante es entre las culturas precolombinas. Nos referiremos a algunos de estos números cíclicos cuando abordemos la cuestión de los calendarios mesoamericanos en el acápite siguiente.

[186] Federico refiere varios ejemplos de la manifestación cuaternaria en la tradición precolombina. Uno de ellos tiene que ver con Chac, el dios maya de la lluvia, que se desdobla en cuatro dioses, o en cuatro formas, al igual que Itzam Ná. Asimismo en el mito de la fundación del Cuzco, la pareja ancestral Manco Capac y Mama Ocllo, descendientes directos de la deidad solar y de su energía espiritual, son capaces de irradiarla a través de las cuatro direcciones del mundo en el reticulado de su imperio. La legendaria ciudad tolteca de Teotihuacan estaba orientada a los cuatro caminos o direcciones del mundo y «tenía un plano basado en el cuadriculado, o sistema de red, donde los espacios y las estructuras, las pirámides, templos, terraplenes y todos los edificios y áreas vacías estaban perfecta y armónicamente distribuidos en módulos de base numérica común, que respondían a ‘proporciones’ cosmogénicas, al equilibrio de la economía divina.»

[187] En el Arbol de la Vida Sefirótico el número 5 se corresponde con la sefirah Gueburah (el Rigor divino), una de cuyas funciones es justamente la de «limitar» la irradiación perenne de Hesed (el Amor o la Misericordia divina), signado por el número cuatro, creando así el orden cósmico. En la Cábala el arquetipo del límite o contracción creacional se denomina tsim-tsum, que es ese «espacio» o «vacío» precósmico que la Deidad realiza dentro de su infinitud para que puedan expresarse perennemente (indefinidamente) todas las posibilidades de la Manifestación Universal. Señalemos que la palabra tsim-tsum se traduce precisamente por «contracción».

[188] Respecto a lo dicho conviene recordar también que para Platón el cuadrado y el círculo (y por lo tanto sus equivalentes el cubo y la esfera) representaban las figuras geométricas más perfectas y acabadas, llegando a ver en ellas la imagen misma de la belleza absoluta.

[189] Remitimos a los acápites del Programa Agartha donde se menciona expresamente el simbolismo de los «cuadrados mágicos». Allí se habla, entre otras cosas, de sus correspondencias alquímicas y astrológicas y también de sus relaciones con las sefiroth de la Cábala hebrea, concretamente de aquellas que guardan también sus correspondencias con los siete planetas. Asimismo, dentro de esta tradición sapiencial los números contenidos dentro de las casillas son sustituidos por sus letras correspondientes, lo que nos lleva nuevamente a considerar las relaciones entre el código numérico-geométrico y la escritura, y por tanto al lenguaje. De hecho números y letras constituyen la Ciencia de los Nombres.

[190] Debemos mencionar asimismo que en la antigua china el Imperio también estaba dividido según este modelo cuadrangular, o sea en nueve provincias distribuidas según los cuatro puntos cardinales y los cuatro intermedios, correspondiendo la del centro al lugar donde residía el emperador, que actuaba así de eje que unía la tierra y el cielo. El número asignado a ese lugar central era el cinco. El edificio del Ming-Tang («Templo de la Luz») reproducía simbólicamente las nueve provincias del Imperio, y era en el centro de ese templo donde residía el emperador, que era así considerado el «hijo del cielo y de la tierra», pues por su intermedio se «expresaban simbólica y efectivamente en el mundo las energías divinas.» En la tradición precolombina el chamán, u «hombre-medicina», el sabio o jefe-sacerdote, es el que ejerce esa función de intermediario entre el cielo y la tierra –o el inframundo.

[191] Lo mismo podemos decir del menhir (piedra vertical) y del dolmen funerario (algunos de los cuales también eran lugares de iniciación a lo sagrado), pertenecientes a lo que algunos han denominado la «cultura megalítica» (megalito = «piedra grande»), surgida hace aproximadamente 4000 años a.C. (o sea al comienzo mismo del Kali-yuga o Edad de Hierro), en distintos lugares de la tierra, como Europa occidental, el Mediterráneo, Oriente Próximo, y con toda seguridad también en ciertas áreas de América.

[192] Pensamos por ejemplo en las ciudades, poblados y templos que fueron construidos en las cimas de las montañas, reuniendo así el sentido práctico (por la perfecta visibilidad del entorno) y el simbólico, pues las cimas de los montes están más cerca del cielo y por lo tanto de la Deidad o deidades superiores.

[193] Por ejemplo, recordemos nuevamente que Tenochtitlan no se construyó sobre tierra firme, sino sobre las aguas de un lago tras avistarse en medio de un islote a un águila atrapando una serpiente. Esta fue la «señal» que determinó el enclave de la construcción del templo y de la ciudad. Lo mismo podría decirse de la que fue antecesora de la ciudad de Roma entre los antiguos romanos, Alba Longa, que se levantó sobre el lugar donde retozaba una piara de cerdos de color blanco, animal relacionado en esa cultura con la fecundación. Y así podríamos poner otros ejemplos semejantes.

[194] Los zigurats babilónicos también se ascendían por una espiral.

[195] Si el hombre no hubiera recibido la revelación del mundo inteligible no habría conocido otra cosa que sus estados inferiores, y en consecuencia sus otros estados, los propiamente humanos y los suprahumanos, no se habrían desarrollado jamás, o sea que el hombre como tal, es decir «hecho a imagen y semejanza» de los dioses, lo es por esa revelación. El mito de Quetzalcóatl, mencionado anteriormente, que relata su descenso al inframundo para buscar los huesos a partir de los cuales «gestará» al hombre rociándolos con su propia sangre, habla sin duda alguna de esa realidad, que es en definitiva la misma que se experimenta en la vía iniciática que toma a la construcción como su símbolo, un proceso que siempre es vivido de «las tinieblas a la luz». Sin la efusión de las influencias espirituales, que son en definitiva las ideas arquetípicas, no hay posibilidad alguna de emprender el camino de la regeneración. Nuestro autor ha dicho en más de una ocasión que al hombre todo se le tiene que enseñar, y esto cobra una especial relevancia cuando se trata de la enseñanza directamente relacionada con la iniciación a lo sagrado, que nada tiene que ver con la de tipo escolar o universitario.

[196] Capítulo XIII. Por lo tanto, y como señala nuestro autor en dicho capítulo, la espiral no está simbolizando a los fenómenos atmosféricos como los huracanes, ciclones, tornados, o cualquier otra manifestación natural (por ejemplo determinadas galaxias y formas vegetales) donde ella está presente, etc., sino que son éstos los que la simbolizan pues efectivamente la espiral, o doble espiral, se refiere a un arquetipo creacional que se expresa bajo esa forma. En el arte precolombino, este es uno de los símbolos más representados, y puede verse en las llamadas ‘grecas escalonadas’, las cuales, dice nuestro autor, «están netamente emparentadas con los meandros griegos y son variaciones de las espirales, hélices y ondas circulares que representan un todo continuo, sin principio ni fin, y se las suele usar entrelazadas y formando cadenas, o encuadrando imágenes planas con igual sentido».

[197] Sin embargo, y pese a que esas referencias son constantes en todo el libro, hay un capítulo en especial donde el tema es éste precisamente, y en él nuestro autor nos desvela algunas claves para comprender su simbolismo, que también tiene en las correspondencias y analogías entre el mundo inferior y superior su razón misma de ser. Nos referimos al capítulo XVIII, que lleva por título «Mitología y Popol Vuh».

[198] A continuación de estas palabras nuestro autor habla de algunos místicos como Swedenborg, que «nos cuentan sus experiencias en esa ciudad habitada a la que conocen perfectamente hasta en sus peculiaridades más triviales. Se refieren al reino de los Inmortales, llamado así por la condición de sus habitantes».

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.