FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Fig. 39. Quetzalcóatl como Estrella matutina. Códice Fejérváry-Mayer, pág. I

 

Capítulo II

LA TRADICION PRECOLOMBINA
(continuación)

 

Energías Descendentes y Ascendentes. Quetzalcóatl

Pese a que no hay ningún capítulo que lleve el nombre de Quetzalcóatl en su título, sin embargo nuestro autor lo cita constantemente y también es abundante su imagen iconográfica a lo largo de todo el libro, mostrado bien en solitario o en unión de otros númenes. No en vano estamos en presencia de la deidad más conocida del panteón mesoamericano, y que tiene sus análogos en otras partes de América (el Viracocha incaico y el Bochica colombiano, además del Gukumatz-Kukulkán maya). Pero sobre todo lo cita de modo preferente porque esta deidad integra en su simbolismo los grandes valores civilizadores que estas culturas acuñaron. En efecto, el valor que representa contar con ciertas claves a la hora de acercarse a las deidades de los pueblos arcaicos, en este caso precolombinos, se hace patente en estas palabras sobre Quetzalcóatl:

Es la potencia divina en acción, el verbo y el aliento de este ser ya viejo llamado mundo. Este papel intermediario le ha sido atribuido siempre a Quetzalcóatl –y de allí su vinculación estrecha con el sol– puesto que es el constructor del mundo, el demiurgo, asimismo sostén y columna del cosmos, y también el creador del hombre a partir de los huesos de los difuntos, regados por la sangre de su propio desmembramiento, como otros dioses de distintas tradiciones. Es también el sustentador y como tal ‘descubre’ el maíz, el alimento constitutivo del género humano. Es educador, psicopompo, ha dado la ciencia y dispensa el conocimiento de los misterios cosmogónicos y teúrgicos. Es asimismo salvador y liberador ya que la revelación y encarnación de esta entidad así llamada promueve en nosotros la iniciación al Hombre Verdadero, al Hombre Arquetípico por excelencia, modelo, símbolo y ejemplo a seguir ritualmente por sabios, guerreros, artistas y agricultores que conformaron la comunidad de los pueblos americanos.

Así pues, y haciendo una síntesis de todo lo anterior, continúa diciendo:

Quetzalcóatl está en el comienzo (como creador), en el medio (como sustentador), y en el fin (como esperanza de retorno, o sea, la posibilidad de ser recibido por el hombre actual en su interioridad), pues de manera tradicional y unánime se espera su vuelta mesiánica en el continente indígena. (…) Deidad central de los pueblos americanos –que lo conocen con distintos nombres– reúne en sí la acción divina y es por lo tanto la imagen más notoria de la potencialidad de lo sagrado.

Estas preclaras y sintéticas palabras sobre Quetzalcóatl pertenecen a uno de esos dos capítulos mencionados, «La Dualidad: Energías Descendentes y Ascendentes», del que escogeremos la mayoría de las citas que nos servirán como guía en este recorrido por el simbolismo, o mejor, por algunos aspectos del simbolismo de Quetzalcóatl, deidad que como señala nuestro autor está revestida de determinados significados que expresan la totalidad.[138] Hemos de señalar, en primer lugar, que estamos ante uno de los capítulos fundamentales del libro, en el que nuestro autor ha sabido captar con profunda intuición intelectual los diversos sentidos inherentes al simbolismo de Quetzalcóatl, del que destaca su naturaleza intermediaria y por lo tanto dual, aunque como veremos a continuación también está relacionada con el centro y el eje. Es hasta cierto punto sorprendente que en la extensa bibliografía acerca de lo precolombino, donde existen extraordinarios estudios sobre el tema,[139] no se haya señalado con la nitidez con que lo hace nuestro autor la idea de Quetzalcóatl como energía ascendente-descendente y su vinculación con el resto de deidades con análogos atributos; pero además, y debido a su conocimiento de la Simbólica Universal y al poder de síntesis que ese conocimiento otorga, él ha sabido darle a dicha idea una dimensión doctrinal al advertir su vinculación con la propia estructura cósmica y las leyes fundamentales que la organizan, incluidas las leyes cíclicas, dejando entrever además cuestiones de orden metafísico inherentes a la figura de esta deidad, y asimismo a su función como entidad no sólo civilizadora sino también «redentora», como por otro lado ya se deja entrever en la cita anterior.

Queremos decir, en definitiva, que la intuición intelectual de nuestro autor le ha permitido nuevamente «reunir lo disperso» de un saber inmemorial que tiene sus claves, es decir sus símbolos característicos, para volver a ser recuperado y beneficiarnos de su influjo intelectual-espiritual. Es indudable que todo ese conocimiento ha sido transmitido a través de los Códices[140] y las distintas expresiones del arte y la ciencia de las culturas del Nuevo Mundo, y que estos capítulos de El Simbolismo Precolombino con su síntesis didáctica han sabido recoger para los lectores de nuestro tiempo.

En verdad la energía descendente-ascendente que Quetzalcóatl encarna y sintetiza se desdobla en el plano de la tierra donde ella se manifiesta en dos pares de opuestos simétricos, según lo llevamos dicho en este trabajo. Quetzalcóatl es símbolo de la energía axial bipolar alto-bajo, la que al encontrar un medio apto se expresa generando así el plano horizontal. Con respecto a este plano, la energía axial descendente-ascendente es central ya que al desdoblarse en dos pares de contrarios, a los que se transfiere la oposición descendente-ascendente en forma cruciforme, permanece en el quinto punto, en la encrucijada inmutable, puesto que su fuerza es la que ha creado la figura; asimismo es a este eje al que ella siempre retorna al tener que asegurar constantemente su equilibrio mediante el juego de las tensiones de su propia estructura, es decir, de todo lo que ella es.

Es sumamente interesante lo que aquí se expone respecto a que la energía bipolar alto-bajo, ascendente-descendente, que Quetzalcóatl simboliza, es central con respecto al plano horizontal cruciforme, donde «se manifiesta la vida», que ella misma crea al desplegar su potencia creadora. Se está hablando en realidad del «eje universal», y el centro de ese plano es el trazo, la marca o señal, de dicho eje en un mundo o estado determinado de existencia, que siempre será horizontal con respecto al eje axial progenitor. En esta simbólica ese centro es el «quinto punto», al que también podríamos denominar «quintaesencia» o «piedra fundamental», así llamada porque sobre ella reposa la estabilidad de la arquitectura cósmica. En efecto,

Este quinto punto corresponde a Quetzalcóatl como intermediario de estas dos energías, de lo que repta y lo que vuela, de lo humano y lo divino, las que como ya se ha dicho se conjugan en él, por lo que se le atribuye la creación, la estabilización y la salvación y se le signa con el número cinco, número del hombre y del misterio de su doble naturaleza, que puede ser unificada en su propio corazón como dios hombre y hombre dios.

Quetzalcóatl es en este sentido el punto de equilibrio entre fuerzas antagónicas (lo que repta y lo que vuela), pues su poderosa atracción como divinidad central en el cosmos (de ahí su identificación con el sol y también con el fuego) determina que esas fuerzas se busquen entre sí y «resuelvan» sus diferencias en una nueva identidad, que ya no será sólo lo que repta ni sólo lo que vuela, sino ambas cosas simultáneamente en una unidad indisoluble, constituyendo así, entre los dioses creadores, el reflejo directo de la Unidad primordial, Ométeotl, cuya sabiduría, según un mito teogónico náhuatl, se expresa a través de Quetzalcóatl, quien es hijo de la primera pareja divina, Ometecutli-Omecíhuatl, emanada de aquella Deidad suprema. De ahí que nuestro autor, recogiendo una idea presente en todas las tradiciones, signe al hombre con el número cinco, añadiendo que en dicho número está también el misterio de su «doble naturaleza, que puede ser unificada en su propio corazón» –es decir en el centro de su ser–, «como dios hombre y como hombre dios».[141]

Ahora bien, aclarado una vez más el papel de eje, del número cinco y su atribución a Quetzalcóatl, nos resta destacar los otros cuatro puntos del plano horizontal, es decir la energía descendente-ascendente proyectada en el cosmos y extendida en todas las cosas, o sea, en los cuatro rincones del mundo, en los cuatro colores, en las cuatro estaciones del tiempo y, sobre todo, en este caso, en los cuatro elementos en que se manifiesta la ‘materia’. La cual es tal en virtud de la interacción cruciforme de estos elementos y su movimiento de ronda alternada, en donde espacial y temporalmente se van sucediendo de forma precisa predominando siempre uno de ellos sobre los otros. Esto último puede apreciarse claramente en la división del ciclo en cinco Grandes Eras relacionadas con estos elementos, propia de las civilizaciones americanas.

En realidad con estas citas nuestro autor nos está hablando de las dos modalidades de la cruz, la «estática» y la «dinámica», ligadas respectivamente con el espacio y con el tiempo, y ambas son nacidas del eje del mundo, cuyo ascenso y descenso se concebía en el pensamiento de los antiguos náhuatl como un movimiento de hélice o espiral en constante movimiento giratorio, de tal manera que ese eje único, e inmutable, aparecía como dos bandas helicoidales que unían el cielo y el inframundo pasando por el centro de la tierra. Una de esas bandas nace en el inframundo y es ascendente y la otra nace en el cielo y es descendente, uniéndose ambas, como decimos, en el centro de la tierra, y análogamente en el hombre, que al igual que la tierra cumple el papel de intermediario entre el cielo y el inframundo. El giro helicoidal del eje universal genera entonces una doble espiral, y recibe el nombre de ollin («movimiento»),[142] al que ya nos hemos referido, el cual se significaba con una cruz en aspa, que sugiere precisamente esa idea de movimiento helicoidal, tan ampliamente representado en su arte,[143] pero con el centro inmutable (trazo del eje vertical) perfectamente señalado,[144] y que tiene una importancia capital pues está íntimamente ligada a la acción vivificante del principio, es decir al «hálito vital», que es como ya se dijo uno de los atributos de Quetzalcóatl (ver figs. 20, 21, 22, 23 y 24). Esa acción vivificante es la misma que ejerce el corazón en el ámbito humano, pero no sólo desde el punto de vista físico –que es evidente–, sino verdaderamente como siendo el regente del entendimiento, o sea de la comprensión y de la inteligencia.

En el capítulo XI, «El Cosmos y la Deidad», hay una nota que queremos reproducir íntegramente pues aclara, en relación con lo que estamos diciendo, el significado simbólico que tiene el corazón entre los pueblos mesoamericanos, que tuvieron en la metafísica náhuatl y tolteca uno de sus centros de gravedad más importantes:

La palabra yollotl en náhuatl significa, según el diccionario de Rémi Simeón, corazón, interior, médula de fruto seco o pepita, y tiene una serie de palabras anexas o derivadas muy esclarecedoras. Yollo: hábil, ingenioso, inteligente, que tiene buena memoria. Yollocalli: interior, seno, entrañas. Uei yollocayotl: valor, osadía, grandeza de alma. Por lo tanto está indicando la esencia y el centro en relación con el conocimiento, la cordura, la inteligencia, la valentía, la certeza y la sabiduría que se producen en el corazón, nunca en el cerebro –que recibe la sangre con que funciona gracias a aquél –como creen los racionalistas y los cientificistas. En las sociedades tradicionales cuando se habla de mente se está hablando en verdad de corazón, se subordina ella a éste, y por él y en él es que se producen la inteligencia y la vida. Para los mayas de Y ucatán la recta intención es llamada ol, y según el Diccionario de Motul esa palabra equivale a corazón, lo mismo para los de las tierras altas y especialmente los cakchiqueles para quienes ese término representa el hálito de todo lo viviente, el principio del entendimiento. Agregaremos que el yollotl náhuatl tiene la misma raíz que ollin (movimiento), signo como hemos visto fundamental en el pensamiento precortesiano.

En efecto, el corazón (donde están las más altas virtudes que el hombre puede alcanzar), la vida, la inteligencia y el movimiento están relacionados entre sí y conforman lo que podríamos llamar un todo conceptual en el pensamiento indígena. Según ese pensamiento, no está separada la vida de la inteligencia que la hace posible, y el movimiento, o hálito, que las enlaza entre sí reside en el corazón,[145] en el centro, o sea en el eje del mundo, desde donde ese movimiento helicoidal (dual: ascendente-descendente) se traslada simultáneamente a los cuatro puntos (o rumbos o cuadrantes) del espacio y a las cuatro estaciones temporales que se corresponden con ellos, creando así el continuo espacio-tiempo, o sea el enmarque donde las energías divinas (celestes, terrestres y del inframundo) se expresan junto con todas las criaturas manifestadas. Por eso mismo tanto los puntos cardinales como las estaciones del tiempo están cargados con las influencias de esas energías, de ahí su cualidad y su sacralidad, las que todas las culturas tradicionales sin excepción han testimoniado en sus cosmogonías.[146]

En ese centro, o corazón de la tierra y del cielo, mora también Xiuhtecuhtli (idéntico a Huehuetéotl, el dios viejo, «Señor de los cuatro tiempos»),[147] dios del fuego,

en el sentido de que éste representa la energía central y constituye el principio simbólico original que –a través de su desdoblamiento y de sus oposiciones internas– genera la ronda alternada de los elementos, la guerra constante de las vibraciones y formaciones cósmicas. Ese mismo dios es el patrón del año o del siglo, lo que representa el fuego nuevo, o sea el nacimiento del tiempo que constantemente se regenera a sí mismo; siempre cambiante pero inalterable en su esencia, dios viejo, tan antiguo como la creación temporal que él mismo signa y origina por su actividad, conformando el plano horizontal donde se manifiesta la vida. (…).

Ese principio original y central se expresa en forma doble en las cuatro direcciones del espacio, y asimismo en cuatro fases del tiempo y en cuatro modalidades de la materia, etc., signando con esa marca cuaternaria toda manifestación de cualquier tipo ya que es la característica inherente a la expresión cósmica, lo que la define y en la que invariablemente se halla siempre presente la energía radiante del principio –el fuego original–, la deidad más antigua manifestándose por parejas, en forma dual.

Y a continuación habla del Omeyocan, literalmente «lugar de la dualidad», que constituía el más elevado de los nueve cielos,[148] y por ello mismo donde habita Ometéotl, el dios uno y dual (es decir trino) pues contiene en sí mismo el principio que engendra y concibe, masculino y femenino respectivamente, como ya señalamos. En los cielos inferiores moran el resto de las deidades, que emanan del Omeyocan por parejas:

De allí que las deidades derivadas del Omeyocan se traduzcan en pares, en conjuntos o funciones masculino-femeninas que simbolizan y conforman el juego dialéctico del cosmos: las fuerzas centrípetas y centrífugas y su constante realización de la estabilidad y el orden por intermedio del binario y la complementación de opuestos que él ejemplifica. Así, las duplas divinas abarcan la totalidad, y se despliegan en la sacralidad evidente de la manifestación, a la que sellan con los nombres de cielos, planetas y estrellas, tormentas, lluvias y fenómenos atmosféricos, energías de la tierra y la naturaleza presentes en la fauna y la flora que, en general, rigen los misterios de la vida y la santificación del hombre como gran protagonista del drama cósmico. Todo ello en una escala descendente que va desde lo más sutil a lo más denso, de los principios universales a las aplicaciones particulares, de lo aéreo a lo sólido, en una gama continua de transformaciones que poseen sin embargo, idénticas estructuras, por lo que las deidades de la tierra –y las del inframundo– por analogía, no dejan de tener las mismas características prototípicas que las celestes: razón por la que pueden considerarse un duplicado de aquellas, o ellas mismas a otro nivel de consideración o lectura, lo que en casi todas las tradiciones se ejemplifica con la relación de parentesco filial: padre-hijo, abuelo-nieto o dios-viejo-dios-joven.[149]

II

Siguiendo el desarrollo de esta obra capital, hemos observado efectivamente que todos los dioses participan de una naturaleza intermediaria en tanto que emanaciones y atributos del Dios único, Ométeotl, quien también es llamado «el dios desconocido, el dador de la vida, aquel que no tenía segundo».[150] Es el Dios que «se inventa a sí mismo» pues no hay otro superior a él. Sin embargo, también es llamado «Dios del cerca y del junto» (Tloque Nahuaque),[151] o sea que al mismo tiempo que es transcendente y está más allá del cosmos, es también un Dios inmanente, y tiene dentro de sí, latente, a la creación entera, o sea la posibilidad de concebir y de engendrar, que como ya dijimos se manifiesta por la dualidad representada por Ometecutli y Omecíhuatl, los que pueden ser equiparados a los dos polos Cielo y Tierra, o Esencia y Substancia, en la terminología de otras tradiciones, ambas surgidas de la Unidad indiferenciada.

Los polos cielo-tierra (o inframundo) limitan el universo, el cual no es sino un plano intermedio entre ambas nociones, en el que habitan no sólo los hombres y los distintos seres de la naturaleza, sino fundamentalmente los dioses. Algunos de estos últimos están relacionados con lo más elevado, otros con lo más rastrero; los celestes crean y fecundan a los terrestres, los que pugnan por regresar a su origen e identificarse con sus padres. Hay también numerosas energías intermediarias que son númenes más o menos celestes o terrestres –o subterráneos– según el rango que tengan en la escala –o sea la cercanía que guarden a uno u otro de los polos–, entre los que pueden destacarse los fenómenos atmosféricos ejemplificando a los primeros, y los ríos y manantiales de agua, etc., personificando a los otros.

El descenso de las energías celestes, su morada en la tierra (o en el inframundo) y su posterior regreso a los cielos configura un ciclo, una ronda de descenso ascenso (lo nocturno y lo diurno), permanente. Las deidades constituyen las energías de ese trayecto constante que se efectúa entre cielo y tierra –e inframundo– y cada una de ellas repite esta oposición descendente-ascendente dentro de sí –como todas las cosas– y danzan, cantan, pintan o tejen perennemente al cosmos entero, del que estas deidades son las protagonistas. A la par, todo esto se reproduce simultáneamente en el interior del hombre, donde se repiten las jerarquías o planos escalonados que van de lo más diáfano del noveno cielo, es decir, desde la impasibilidad eterna del principio, hasta el último mundo subterráneo, la actividad bullente y oscura de la tierra y sus deidades infernales. Indicaremos, asimismo, que a la vez que la deidad desciende, encarna, se humaniza, el ser humano por mediación de la invocación y el rito se eleva, asciende, se diviniza. En términos teogónicos la gracia es descendente, la oración y el sacrificio ascendentes.

Describe una vez más nuestro autor en estos últimos párrafos al hombre como una totalidad que contiene al cosmos entero dentro de sí. Desde el cielo más elevado hasta la más profunda de las regiones del inframundo el ser humano viaja a lo largo del eje del mundo, e imitando la acción de los dioses, asciende y desciende por los estados (grados) que ese eje atraviesa y que son todo lo que su alma es, en correspondencia con el Alma del Mundo. Nos dice además que mientras el descenso de la deidad supone una encarnación de ésta en la naturaleza humana, el hombre, por su parte, ascendiendo mediante la invocación y el rito, se diviniza. Pero ese hecho asombroso está sucediendo en el hombre mismo, en su alma. Y además esa doble acción (que evoca inmediatamente el doble movimiento helicoidal de los signos ollin y malinalli) es simultánea, y tiene que ver precisamente con el misterio que está simbolizado en Quetzalcóatl, o sea en la «Serpiente Emplumada». En efecto, lo que repta, lo que se desliza por la tierra, es decir el hombre en su condición individual, desea ascender y unirse al cielo (a sus estados supraindividuales), y esto requiere un esfuerzo para transmutar, en una condición superior, una naturaleza que supone una limitación a esa posibilidad trascendente; y esa transmutación, en suma esa divinización, acontece en el momento en que la deidad desciende y se encarna en lo humano movida secretamente por el rito teúrgico de la invocación y la entrega que supone el sacrificio, «el acto sagrado».

Por eso mismo, de entre todos los dioses intermediarios es Quetzalcóatl el que mejor puede establecer esos vínculos sutiles dentro del ser humano, o sea participar activamente en su transmutación, pues en la naturaleza de esta deidad (no olvidemos que es hijo de la pareja divina creadora) y entre sus principales atributos (la sabiduría es uno de ellos) está unir entre sí los mundos superiores e inferiores.

Este es también el motivo de por qué Quetzalcóatl es un dios cuya función axial y central ha encarnado histórica y contemporáneamente en sabios y reyes, o en reyes-sabios, que han entregado a su pueblo la cultura y la civilización,[152] tal cual lo hizo Hermes Trismegisto entre los greco-egipcios alejandrinos, quienes llevaron el saber hermético a todo Occidente. Esta es la razón de que aparezca un soberano bajo el nombre de Quetzalcóatl Topiltzin que reinó en la ciudad tolteca de Tula, quien emulando al dios en su descenso-ascenso viaja al inframundo antes de culminar su ascenso como lucero del alba, es decir como Venus. Acerca de Quetzalcóatl Topiltzin puntualiza nuestro autor que:

hay varias versiones de la historia de este personaje mítico, las que se corresponden asimismo con la verticalidad de sus funciones como dios, o sea, como emisario de la energía divina. Sin embargo, todas ellas confluyen en este esquema de lo descendente-ascendente con ciertas características particulares o secundarias que es interesante observar.

Entre ellas, ya lo hemos señalado, el de ser dios del fuego, también del aire, y por lo tanto hálito y mensajero divino, e igualmente hijo de la primera pareja divina. Y añade:

Como deidad del viento está en el ‘principio del agua’, en el ‘corazón del agua’,[153] pues barre el camino de las lluvias, a las que anuncia al final de la época seca como emisario de la regeneración de la naturaleza. En el mismo sentido, como heraldo de la mañana, precede al sol en su recorrido y anuncia el nuevo día, actuando como vínculo entre las tinieblas nocturnas y la luz matinal. Este papel dual se advierte asimismo como dios de los gemelos y, en especial, en la vinculación con su propio mellizo Xolotl –es decir: Venus como estrella matutina y estrella vespertina– el cual representa la parte oscura, húmeda, subterránea del paredro en el que él significa la porción luminosa. En Teotihuacan y en otras manifestaciones culturales mesoamericanas se lo asocia a Tlaloc y por lo tanto a la lluvia y las aguas –también a la luna–, por eso mismo a la fecundación, a la generación y la vegetación, lo cual lo liga igualmente a las deidades de la tierra y la naturaleza. Reúne en sí los cuatro elementos que en él se complementan y como deidad descendente-ascendente recicla constantemente el universo.

Nos interesa destacar ese aspecto de Quetzalcóatl como demiurgo y creador del hombre, lo cual está directamente relacionado con sus funciones de dios axial que desciende a la tierra y al inframundo para, en su ascenso posterior, regenerar la creación y al propio ser humano, con el que se identifica hasta el punto de constituir su arquetipo celeste. Por eso mismo, en Quetzalcóatl se halla también el misterio del hombre, misterio que está sin duda alguna relacionado con nuestra doble naturaleza, luminosa y oscura, divina y humana.

El mito de Quetzalcóatl, personificado en el rey de Tula, es en este sentido ejemplar, pues como se indica en la cita anterior hay en él una parte oscura que se denomina Xolotl, su doble o gemelo,[154] el que desciende al inframundo y lo recorre sufriendo duras pruebas, de las que sale airoso para renacer como Estrella Matutina (o sea como Venus-Quetzalcóatl, su aspecto luminoso) y anunciar así con la llegada del alba al Sol, sin el cual el mundo permanecería en las tinieblas, es decir que no existiría. Podemos trasladar este esquema simbólico a la vía iniciática: sin descenso al inframundo[155] no hay posibilidad de ascender a los cielos.[156] Siguiendo el ejemplo de Quetzalcóatl, ese descenso-ascenso se realiza a través del eje del mundo, pues reiteramos nuevamente que el viaje iniciático siempre se cumple en torno a dicho eje,[157] ascendiendo y descendiendo por él, aunque muchas veces nos perdamos en el laberinto del mundo intermediario, lo cual desde luego forma parte de las pruebas purificadoras, a las cuales se somete Xolotl en su deseo por liberar la luz, la chispa divina, encerrada en el inframundo. Recordemos en este sentido que en ocasiones se representa a Xolotl portando una antorcha en su descenso al inframundo, antorcha que simboliza precisamente ese fuego o luz celeste.

 

Fig. 40. Xolotl y el Sol en el inframundo. Códice Borbónico

 

Es indudable, en efecto, la dimensión sacrificial de ese descenso al mundo subterráneo de Xolotl, pues tiene entre sus principales objetivos liberar al Sol «secuestrado» en el interior de la tierra (fig. 40), o del mar, tras su «caída» por Occidente.[158] La analogía con el proceso iniciático deviene ahora diáfana: se trata de liberar la luz espiritual aprisionada en la realidad inferior, simbolizada por la materia, y que impide que el alma pueda concebir y vivir la «otra realidad», la superior, la verdadera, y de la que aquella no es sino su reflejo invertido.[159] El ascenso del Sol por Oriente señalado por Venus-Quetzalcóatl, ejemplifica, físicamente hablando, esa liberación y anuncia la fusión del alma con el espíritu.[160]

En este sentido el mito náhuatl, recordado por nuestro autor, que nos habla de Quetzalcóatl como el hacedor o procreador del hombre a partir de los huesos de los antepasados que encuentra en Mictlan, la región de los muertos, está también estrechamente relacionado con la idea de generación espiritual.[161] Aquí, la correspondencia entre el mundo visible (corporal) y el invisible (espiritual) actúa de manera efectiva, y los antiguos pueblos americanos así lo experimentaron hasta sus últimas consecuencias, pues para ellos, y en realidad para todos los pueblos tradicionales y arcaicos, un hilo muy fino separa, y une, la tierra del cielo, y el cielo de la tierra, tal cual el horizonte del mar divide y junta simultáneamente las aguas inferiores y las superiores. Por eso mismo no existe el tiempo histórico en el corazón del relato mítico, sino que la realidad a la que éste se refiere

está sucediendo siempre, o sea en este mismo momento, por lo que aquella creación arquetípica que narra el mito no es sino una realidad viva ahora, de la cual la naturaleza misma de los fenómenos, seres y cosas nos habla constantemente.[162]

III

En el arte precolombino, en su iconografía y las distintas plásticas y artesanías, en su arquitectura, etc., hay numerosas representaciones de los dioses descendentes y ascendentes, pues estamos ante un tema ampliamente desarrollado por el pensamiento de estos pueblos americanos que, como lo destaca abundantemente El Simbolismo Precolombino, es de una sutileza verdaderamente asombrosa; queremos decir que ese pensamiento llega hasta las últimas consecuencias en relación a los conceptos que elabora (unos muy complejos, otros, en cambio, sencillos y claros), pues es el fruto, precioso, de la Enseñanza de una Sabiduría Perenne, a la que, y en conformidad con todas las culturas tradicionales, sus sabios y artistas supieron traducir en imágenes y símbolos,[163] pues no hay otra manera de comunicarla, despertando así la intuición intelectual necesaria para poder comprenderla y encarnarla.

Pero sin el concurso de los dioses y númenes el hombre poco puede hacer por sus propios medios, aparte de obtener una concepción del cosmos ordenada de acuerdo a unos principios teóricos que sólo aprehende mentalmente, sin que lleguen en consecuencia a provocar las condiciones necesarias para la transmutación; por eso es tan necesario vivir con intensidad la Enseñanza tradicional, emocional y espiritualmente hablando, pues ella ha de tocar todas las esferas del ser humano. Para que esto sea así, o comience a ser así, la Enseñanza, que emana de la Sabiduría, se ha de tomar como un verdadero rito,[164] lo que implica una reiteración y una constante rememoración de los atributos y nombres divinos en la pluralidad de sus manifestaciones y significados, pues esas son las leyes que gobiernan el cosmos, las que lo articulan y lo hacen inteligible para nosotros.

Incorporarse al proceso de Conocimiento puede hacerse de muchas maneras; como hemos dicho, una de ellas es entregándose al estudio de la Enseñanza procurando que aquello que se va comprendiendo, la Doctrina (de raíz celeste y metafísica), afecte e influya realmente en nuestra vida en todas sus expresiones y nos señale la dirección de nuestro verdadero destino, en definitiva que todo eso sea operativo para que podamos ensamblar nuestra vida particular con la Vida Universal, de la que aquella se nutre y cobra sentido. Y esto tiene que ver más con un acto de la voluntad que con cualquier otra cosa, acto que si nos fijamos bien guarda mucha semejanza con la expresión evangélica que habla de «hacer violencia al Reino de los Cielos».[165] El «comercio» con las potencias divinas, con las ideas-fuerza, las relaciones con ellas (que muchas veces entrañan un combate como es el caso de la lucha de Jacob con el ángel), y aunque sea a través de sus expresiones simbólicas, ha de llevarnos finalmente en presencia de lo único que realmente debe importarnos: la percepción intangible del Misterio, de lo impronunciable, que, como el hálito de Quetzalcóatl, lo penetra y sostiene todo sin que jamás podamos explicar cómo atestiguar ese hecho asombroso.

Señalaba nuestro autor anteriormente que los dioses, los atributos de la Deidad, colman el universo entero con su presencia y se expresan sensiblemente en nuestro mundo a través de los fenómenos de la naturaleza, y también de los cuerpos estelares, algunos de los cuales han tenido una importancia capital entre los precolombinos.

Deseamos insistir en que los dioses más altos del cielo se comunican con la tierra por mediación de las deidades del plano intermedio, es decir, por los planetas y estrellas –en especial el Sol, la Luna, Venus y las Pléyades– en estrecha relación con la medida armónica del tiempo, los fenómenos atmosféricos y los númenes del trueno, el rayo, el relámpago, el viento y la lluvia, deidades creadoras en cuanto fecundadoras o regeneradoras. En términos generales podemos decir que los antiguos americanos concebían el cosmos como un ser gigantesco cuyos ojos eran el sol y la luna o las estrellas, su aliento (su hálito de vida) el viento, su voz el trueno, su arma (mirada = flecha) el rayo y su llanto la lluvia.

Es decir, la idea de un pensamiento divino que se expresa por la palabra del dios significada por sus atributos, o lo que es lo mismo, por los númenes planetarios o atmosféricos –jerarquizados en planos o cielos–, hijos del Dios Uno y de su Dualidad Primigenia, los que en su lucha dialéctica son capaces de producir la reacción necesaria –fecundadora y regeneradora– de las deidades de la tierra. Las que por su concurso pueden completar el ciclo ordenado que da lugar a la vida universal, y establecer así el equilibrio del cosmos por la posibilidad de ascender nuevamente a su origen como una ofrenda sacrificial a la deidad última cuyo alimento es simbólicamente la vida, las floraciones, el maíz, los animales y también el hombre.

Hacíamos mención en el acápite sobre «La América Antigua y el Pensamiento Arcaico» de la sacralidad de la naturaleza, y de que ésta en realidad es un símbolo de lo supranatural; esto es así considerándola en su conjunto pero también en cada uno de los elementos que contiene. Los fenómenos astrales, atmosféricos y terrestres son evidentemente el aspecto visible y sensible de sus deidades correspondientes, y estas deidades, por sus diferentes posiciones en la jerarquía del orden cósmico, son descendentes o ascendentes, e incluso algunas de ellas son ambas cosas a la vez, como las representadas, efectivamente, por el Sol, la Luna y Venus. Repetimos nuevamente que para los precolombinos (y el pensamiento arcaico en general) los planetas y estrellas son las deidades manifestadas bajo una forma corporal, pues pertenecen al plano físico, el que puede ser percibido por los sentidos, y bajo dicha forma es como se expresan estos seres misteriosos. Lo mismo sucede con la tierra, que palpita de vida y es asimismo una deidad, como lo certifican todas las tradiciones. De hecho la deidad llamada Tierra (soporte substancial de la creación), nuestra Madre Tierra, acoge en su seno (incluido el inframundo) a las energías ctónicas y multitud de númenes que son otras tantas expresiones de ella misma, y están ligadas a las distintas manifestaciones de la naturaleza.[166]

Para los antiguos americanos el Sol, la Luna y Venus

constituyen por antonomasia los viajeros celestes y su trayecto invariable marca las pautas del modelo del cosmos. Todos ellos navegan por el cielo –cada cual en su forma–, a través del océano sideral, desde la línea del horizonte oriental al ocaso occidental, donde desaparecen para morir en el inframundo –país de los difuntos, de la disolución, nocturno y larval– al que recorren para triunfar sobre la muerte y volver a nacer y crecer y completar nuevamente el ciclo. El sol desciende por una puerta –el aro del poniente del juego de pelota– y asciende por la otra –el aro del naciente–, después de sufrir exilio, prisión y muerte en el mundo subterráneo, resucitando como un cuerpo celeste que aleja la posibilidad de las tinieblas y del mal que se le oponen. Para los egipcios, este recorrido se realizaba por el interior del cuerpo de la diosa Nut, la que doblada sobre sí misma –conformando cuatro columnas con sus piernas y brazos– paría a su hijo el sol, que era reabsorbido por ella al cabo del día.[167]

Y a hemos visto anteriormente esos movimientos descendente-ascendentes del Sol y de Venus (Quetzalcóatl) en relación con la iniciación. Astronómicamente esa trayectoria de los «viajeros» celestes, intermediarios entre lo superior y lo inferior, revelan el modelo cósmico y expresan el pensamiento de su Creador, y esto los convierte efectivamente

en hierofantes y psicopompos, es decir en mensajeros divinos, en iniciadores en los misterios y la sacralidad de la vida, lo cual encuentra su equivalente en el hombre americano, que a través de los ritos de iniciación reitera el gesto creativo, asiste a la generación de un mundo luminoso y ordenado, siempre nuevo e intocado dentro de sí, que da validez y razón a su existencia.

Un aspecto destacado por nuestro autor en toda esta simbólica es el del fuego (que ya hemos visto simboliza a una deidad central, Xiuhtecuhtli, vinculada con Quetzalcóatl), del que nos dice es una muestra notoria de la inversión descendente-ascendente, destacando sus dos aspectos celeste y terrestre, que además pone en relación con el hombre y su realización interior. El fuego

como principio celeste es descendente –los aztecas lo veían en tres estrellas (mamalhuaztli), a imagen de las cuales producían, por frotación de dos de ellas, el fuego físico. Pero, obviamente, como realización terrestre es ascendente como se observa a simple vista, siendo sin embargo estos dos fuegos análogos, representaciones de un mismo principio polarizado, conjugado en el hombre, capaz de comprender esta inversión primigenia y utilizar el fuego terrestre como una imagen derivada de un origen común, que desde esta perspectiva se presenta entonces como ascendente, o sea como un retorno a la identidad, a la esencia.

El fuego terrestre sería entonces un reflejo del fuego celeste, o sea que en éste, aquél tendría su origen, y esto explicaría la importancia del fuego en todos los ritos relacionados con la fecundación y la regeneración, entendidas en ambos sentidos, o sea en el sentido físico y metafísico. Esta es la razón además de que esos ritos sean practicados por todos los pueblos tradicionales sin excepción. El fuego genera calor y vida, pero también es el elemento que destruye, o mejor, transforma la materia y el que por tanto provoca sus cambios de estado, los que hay que ver como un símbolo de los cambios de estado de la propia conciencia, que son los que abren a la posibilidad del ascenso o «retorno a la identidad, a la esencia».

 

Fig. 38. Teodoro de Bry, Amerika

 

Las deidades de la lluvia son también descendentes, y ocupan un lugar muy destacado en la cosmogonía americana. Federico nombró anteriormente a Tlaloc (dios de las aguas, idéntico al Chac maya, y uno de los cuatro más importantes del panteón azteca junto a Quetzalcóatl, Huitzilopochtli y Tezcatlipoca). Tlaloc tiene como pareja a Xochiquetzal, encarnación del amor, las flores, la vegetación, la fertilidad y la fecundación. Como deidad de la lluvia, Xochiquetzal

descendía a lo más hondo de la tierra, a la descomposición y transformación que caracteriza al país de los muertos, mundo subterráneo donde reina Tezcatlipoca, el cual la rapta, para liberarla luego restituyéndola a su morada celeste. (Capítulo XVI).

Se trata, por consiguiente, de una diosa descendente-ascendente, al igual que Tlaloc. Las deidades de la lluvia, dice nuestro autor, son particularmente mágicas, pues además de fecundar la tierra y dar la vida,

se considera como sacro su perpetuo ir y volver al descender como agua, y su retorno –al contactar con la tierra– convertidas en vapor y nube para retornar, heridas por el rayo, a fecundar nuevamente el mundo. No hay pueblo que no haya conocido este proceso aunque no se lo explicara en términos científicos o filosóficos. Anotaremos igualmente que la sangre de los sacrificados, licor sagrado, era denominada agua preciosa (chalchiuitlatl). Este líquido, como el pulque, reunía en sí la contradicción simbólica del agua y el fuego, y hermanaba en el cuerpo de lo sagrado, sin ningún prejuicio, lo ‘malo’ y lo ‘bueno’, su vicio y su virtud.[168]

Pero volviendo de nuevo a los ritos de fecundación relacionados con el fuego, en este caso espiritual, nuestro autor apunta algo muy importante que no podemos soslayar. Es cuando un poco más adelante menciona a Ometecutli –el Señor Dual– como el principio que

enviaba su calor y sus emanaciones a las embarazadas, las que debían generar, dar vida en la tierra.[169]

Tenemos aquí, directamente expuesta, una realidad conocida también por muchas tradiciones: que el hombre es generado en el interior del vientre materno no sólo por el semen del padre humano, sino también por la luz, o el calor, del Sol Inteligible. O dicho de otra manera, que en el momento de la concepción, junto a la semilla humana se introduce también el elemento sutil, el fuego o calor celeste, que es el principio espiritual que da la vida, el soplo o hálito vital.[170] Todo esto está en relación con la idea del descenso de una energía divina que efectivamente fecunda el mundo de abajo, en este caso el interior del seno de la mujer.

Por otro lado, señala nuestro autor que aunque parezca paradójico las energías descendentes son las más elevadas, mientras que las que ascienden son las más bajas. Son las primeras las que fecundan a las segundas, y es esa fecundación la que permite precisamente que éstas puedan ascender y regresar así a su origen. Y en este punto hemos de considerar una cuestión que saca a relucir nuestro autor en la última nota a pie de página de este capítulo XII. Allí asegura lo siguiente:

Así como hay una parte de lo más alto del cielo que no se expresa y que llamamos lo inmanifestado, es decir, una modalidad del Ser Universal o de la divinidad que jamás desciende, analógicamente hay en las antípodas ciertas deidades subterráneas o terrenas que no pueden ascender, conformando constantemente la materia pasiva o negativa de la creación. En el plano intermedio –descendente-ascendente– es donde se hace posible la conjunción de estas energías y la reintegración al sí mismo.

Para poder entender lo que aquí se está diciendo (que es importante pues toca un tema doctrinal de primer orden) hemos de transcribir el texto que da origen a esta reflexión. En él se habla expresamente del hombre:

Pues siendo hijo de la madre tierra –como el maíz–, que ha sido fecundada por el cielo, se yergue como intermediario que reúne ambos principios, lo que lo hace capaz de ascender, de retornar nuevamente al cielo –y desde allí volver a descender si fuera menester– ejecutando el cumplimiento de la ley cíclica.

Es decir que esas energías celestes que por sí solas no se manifiestan (no descienden), como tampoco se manifiestan (no ascienden) determinadas energías del inframundo, sin embargo sí logran hacerlo a través del hombre como intermediario que es entre lo superior y lo inferior (igual que el dios Quetzalcóatl, su arquetipo). Gracias a esa condición intermediaria y central el hombre puede ascender y descender por la escala cósmica alcanzando por un lado las más altas esferas del Intelecto divino, y por el otro visitar el país donde habitan las deidades más oscuras, que son sus estados más densos, posibilitando así la conjunción de todas estas energías y la «reintegración al sí mismo», o sea a la Unidad Primordial, el origen increado de toda la Manifestación Universal.


Fig. 37. El nacimiento del quinto sol del cuerpo desgarrado de Xolotl. Códice Borgia, pág. 40

 



NOTAS

[138] También la totalidad cíclica, pues Quetzalcóatl es la deidad que rige el actual ciclo de la humanidad, ciclo que en la simbólica precolombina es llamado el «quinto sol».

[139] De los casi cuatrocientos autores que se citan en la bibliografía, destacaremos, por ejemplo, y en lo que se refiere a los estudios específicos acerca de lo precolombino, a Alfonso Caso, Miguel León Portilla, Alfredo López Austin, Laurette Séjourné, Jacques Soustelle y J. Eric S. Thompson.

[140] Códices donde se encuentran plasmados los atributos de Quetzalcóatl y de todas las demás deidades y númenes del panteón precolombino. Por eso mismo Federico señala (capítulo XII) que para tener una lectura adecuada de dichos Códices, en definitiva para empezar a descubrir su contenido sapiencial, es imprescindible saber que en ellos están plasmados los atributos divinos, o sea la identificación de las deidades y sus funciones, «combinadas con números, meses, días y otros hados y expresiones de lo sagrado en una danza de colores cambiantes, en un caleidoscopio de significados». Esto es primordial y debemos hacer un esfuerzo, que será proporcional a nuestra voluntad de querer que eso sea así, para romper determinadas barreras y prejuicios que nos impiden recibir ese influjo, como ya indicábamos en el acápite anterior hablando del arte precolombino.

[141] Recordemos que para los pitagóricos el cinco, expresado a través de la estrella pentagramática –que reproduce la forma corporal humana– se consideraba un número «nupcial» pues era nacido de la unión del dos (primer número terrestre y femenino) y del tres (primer número celeste y masculino).

[142] En el orden físico ese movimiento helicoidal da lugar a la sucesión de los días y las noches y por lo tanto a todo el cómputo temporal que surge a partir de ese movimiento primario, lo que da lugar, junto a otros movimientos de la tierra, a todos los ciclos grandes y pequeño

[143] Señala nuestro autor («El Cosmos y la Deidad»): «Sólo repetiremos que el símbolo de la doble espiral, a veces disimulado como motivo ‘decorativo’ –en su forma circular o cuadrangular –y que se encuentra de una punta a otra de América –y en todas las tradiciones conocidas– alude obsesivamente a esta concepción cosmogónica que se expresa no sólo de manera gráfica y visual (como es el caso del ollin y malinalli) sino en el mito y en la estructura misma de las culturas precolombinas –incluso en su organización social– del mismo modo que lo hace el famosísimo símbolo del yin-yang extremo oriental, que reúne estas energías y las complementa en el seno indiferenciado del Tao, del cual se originan y al que retornan».

Es interesante añadir a este respecto que los glifos ollin y malinalli aparecen divididos en una parte oscura y otra clara, exactamente igual que el yin-yan

[144] En el centro del signo ollin en ocasiones está representado un ojo, el ojo divino, asimilado al sol («el Señor»), y por tanto a la luz. El mismo esquema simbólico se reproduce en varias tradiciones.

[145] Notemos que el hálito, o aliento, es también el spíritus, palabra que evidentemente tiene una relación etimológica con «espiral». La doble espiral que origina el movimiento (ollin) helicoidal está entonces vinculada con las dos fases de la respiración, el aspir y el expir, y asimismo con todos los procesos donde intervienen una energía contractiva (yin, coagulante) y otra expansiva (yang, disolvente), incluido lógicamente el proceso iniciático y todo cuanto hace alusión a los ciclos naturales y cósmicos.

[146] Afirma nuestro autor a este respecto («Cosmogonía y Teogonía») que: «para los precolombinos el espacio no es sólo algo estático, dividido en cuatro puntos cardinales fijos y ausentes, sino que está tan vivo como el tiempo recreándose constantemente y constituyendo un elemento activo y permanente de la manifestación; los espíritus que lo conforman actúan a perpetuidad como energías implicadas en el proceso generativo, donde se conjugan con las deidades del tiempo y sus cifras numéricas y los númenes del movimiento, divinidades pasajeras siempre presentes. Asimismo el sol no es algo fijo sino que expresa distintos tipos de energía cuando nace (oriente), cuando está en su apogeo (sur-mediodía) o cuando se pone (occidente).»

[147] Señalemos que Xiuhtecuhtli y Huehuetéotl son aspectos de Quetzalcóatl.

[148] Opuestos a estos nueve cielos se encuentran los nueve infiernos, donde habitan las deidades del inframundo. Señala nuestro autor que a veces en los documentos aparecen trece cielos en vez de nueve, pero que en realidad ambos son equivalentes. Más adelante, en el acápite sobre algunos símbolos y mitos de la Tradición Americana, hablaremos de esta cuestión, y en especial relacionándola con la arquitectura. Tan sólo diremos que a los nueve dioses celestes se le añaden los dioses de la tierra que moran en los cuatro puntos cardinales (nueve más cuatro igual a trece), y que como aquellos también están vinculados con la luz.

[149] «El Cosmos y la Deidad».

[150] Así era nombrado por el rey-poeta Nezahualcóyotl, uno de los herederos de la tradición tolteca (ver capítulo X). En este sentido, no deja de ser interesante señalar que en la Cábala el mundo de Atsiluth (el plano ontológico del Ser y por lo tanto el más alto de los cuatro que componen el Arbol de la Vida) también recibe el nombre de «proximidad», además del de «emanación».

[151] O «del cerca y del dentro», como señala nuestro autor en su Diccionario de Símbolos y Temas Misteriosos, añadiendo a continuación que se trata de un: «dios invisible e impalpable y que se manifiesta como una dualidad en todo lo creado, por lo tanto también es esa dualidad; y por eso es un dios escondido, abscóndito».

[152] En ciertas leyendas y mitos andinos se habla de los «Viracochas» como de los antepasados que trajeron la civilización en un remoto pasado, y sus huellas quedaron patentes en distintas expresiones de su cultura.

 

Fig. 43. Viracocha-Inca, s. XVIII

[153] Es inevitable comparar estas expresiones con lo que se dice en el Génesis acerca de que el espíritu, o hálito, de Dios «flotaba sobre la superficie de las aguas». Es el momento pre-cósmico que anuncia el paso de las tinieblas a la luz, del caos al orden. Constantemente nos recuerda nuestro autor que ese arquetipo creacional se reproduce en el camino iniciático indefinidas veces.

[154] El tema del doble o de los gemelos es universal, y está ligado a la energía pasiva y activa, oscura y luminosa, terrestre y celeste. Nuestro autor cita entre otros mitos tradicionales el de los Dioscuros, los gemelos Cástor y Pólux, hijos de Zeus y de Leda. Estos representan energías contrarias, y hasta antagónicas, aunque siempre finalmente se complementan.

[155] Al igual que Hermes, Xolotl hace de guía (psicopompo) al iniciado, o difunto, en su viaje de ultratumba. Resulta interesante reseñar el dato de que Xolotl se representaba con cara de perro (Xolotl quiere decir perro y gemelo por igual), y en este sentido debemos recordar que este animal está asociado también a Hermes psicopompo.

[156] En el proceso iniciático, el ascenso del inframundo a los cielos pasa necesariamente por el plano intermediario (donde las posibilidades humanas encuentran su pleno desarrollo), que en la simbólica precolombina está representado por la tierra. En otras tradiciones –por ejemplo la hindú–, los tres planos cósmicos lo constituyen el cielo, la atmósfera (mundo intermediario) y la tierra.

[157] Tal cual nos lo indica Dante en La Divina Comedia, por ejemplo.

[158] Como Estrella Vespertina (fig. 41), Venus permanece así durante un período de 250 días, al cabo de los cuales desaparece durante 8 días al descender por Occidente, fenómeno astronómico que se denomina «conjunción inferior». O sea que esos 8 días son considerados aquellos en los que el dios que el planeta simboliza es sometido a esas duras pruebas, a las que consigue superar pues una vez transcurrido dicho período asciende de nuevo por Oriente como Estrella Matutina, donde comienza verdaderamente el ciclo de Venus. Ver en este capítulo XII de El Simbolismo Precolombino la nota donde se habla de los movimientos del planeta Venus. Allí, y tras una detallada descripción de esos movimientos astronómicos, nuestro autor aclara que «las culturas precolombinas tomaban en consideración el nacimiento de Venus en el Este donde iniciaba su recorrido. Para los aztecas el ciclo comenzaba en ce acátl, signo del Este y de Quetzalcóatl-Venus.»

[159] Por eso mismo deberíamos ver en todas estas imágenes el proceso de liberación del alma humana que, de origen divino, o sea portadora en ella misma de la luz celeste, ha sido encerrada en la materia como consecuencia del «olvido» de dicho origen.

[160] De hecho, podemos ver con mayor claridad y precisión esa fusión alma-espíritu en la imagen de Venus en conjunción con el Sol durante ese período de 90 días en que el planeta desaparece, absorbido, en los rayos solares. Esta conjunción de 90 días, al contrario de la anterior de 8 días, se denomina significativamente «conjunción superior». Hemos de añadir que en la plástica mesoamericana aparece con frecuencia esa conjunción Sol-Venus a través de sus jeroglíficos respectivos. En El Simbolismo Precolombino tenemos un ejemplo de ello, precisamente en este capítulo XII, página 158, donde podemos ver claramente el signo del Sol enmarcado por seis jeroglíficos alusivos a Venus. Debajo, como desprendiéndose de ellos, aparecen tres deidades en actitud descendente.

[161] Cuenta efectivamente el mito que Quetzalcóatl consigue llevar esos huesos al paraíso celeste (Tamoanchan) y allí les infunde la vida tras regarlos con su propia sangre, o sea transmitiéndole su propio influjo espiritual. La creación del hombre es pues un acto sacrificial del propio dios, de su «desmembramiento», en conformidad con otros mitos tradicionales. La enseñanza de todo esto no deja lugar a dudas: ese acto sacrificial de Quetzalcóatl ha de ser imitado por el hombre, que ha de entregar a su vez su individualidad a los dioses para poder ser recibido en la Ciudad Celeste.

[162] Capítulo XVIII, «Mitología y Popol Vuh».

[163] En lengua náhuatl la palabra tolteca quiere decir precisamente «grandes artistas», calificativo que le dieron sus herederos aztecas reconociendo así el genio creador de este pueblo que recibió todo su saber y cultura de Quetzalcóatl, su deidad más venerada.

[164] En este sentido, la cosmogonía y teogonía de los pueblos que conformaron la América Antigua son un ejemplo para quienes se adentran en el camino de la Vía Simbólica. Por todos los testimonios que nos llegan de ellos, y especialmente a través de esta obra de Federico –que reiteramos recoge la esencia del pensamiento precolombino a través de sus símbolos principales–, esos pueblos vivían intensamente todos los actos de su existencia como un rito mágico y teúrgico, sin que existiera una separación entre lo visible y lo invisible, entre lo natural y lo sobrenatural, sino que todo formaba parte de un Ser que manifestaba simultáneamente la totalidad de sí mismo en el centro de cada una de las formas manifestadas, pues en el fondo, y se trata de ir al fondo, no puede haber ninguna separación entre la Deidad y su criatura. Descorrer ese velo que impide la unión con el Ser universal es el «objetivo» que persigue en realidad el rito del Conocimiento y su reiteración permanente.

[165] Recogemos aquí las palabras que sobre el rey de Tula escribe Laurette Séjourné en su obra El Universo de Quetzalcóatl: «Es decir, lo que hace de Quetzalcóatl un rey, es su determinación de cambiar el curso de su existencia, de iniciar una marcha a la cual no lo obliga más que una necesidad íntima. El es el Soberano porque obedece a su propia ley, en lugar de obedecer a la de otros; porque es fuente y principio de movimiento.» Añadiremos que esa ley a la que obedece el soberano Quetzalcóatl es la que es conforme al Orden Universal (el Dharma en términos hindúes), de la que él, como rey civilizador por antonomasia, es su propio transmisor en este mundo.

[166] Afirma en este sentido nuestro autor: «lógicamente los dioses más populares son los de la tierra, porque su misma condición los hace más accesibles a la mayoría, mientras que los astrales o celestes, por ser más elevados y abstractos, se hallan más alejados por su naturaleza intangible». Y a continuación añade un dato referido a la iniciación que conviene retener en la memoria: «Esta misma jerarquización existe en el interior de cada conciencia individual con respecto al proceso de Conocimiento».

[167] A raíz de esto comenta a continuación el símbolo de la serpiente de dos cabezas que aparece con frecuencia en el arte precolombino (fig. 20), siendo análoga a la de otras tradiciones (la anfisbena, por ejemplo). Las dos cabezas del animal son en realidad la representación de las dos puertas de año (los solsticios). Por una de esas cabezas –o puertas– el sol es devorado y muere (desciende), y por la otra nace nuevamente totalmente regenerado (asciende), o sea que es «otro» el sol que nace, trayendo un nuevo tiempo que los hombres siempre han celebrado ritualmente.

[168] Precisamente nuestro autor refiere que la «guerra sagrada» estaba simbolizada ideogramáticamente en los códices mexicanos por los glifos de agua y fuego, elementos descendentes y ascendentes, respectivamente. Se expresan así dos energías totalmente contrarias, o sea que están en lucha permanente y sin embargo, pese a esa oposición extrema, deben ser conciliadas tras una guerra cuyo campo de batalla está planteado en la propia alma humana.

[169] Señala a continuación algo que ya se ha dicho anteriormente, pero que aquí cobra todo su sentido: «Recuérdese además que las parturientas muertas al dar a luz eran consideradas como guerreros y como tales acompañaban al sol en parte de su recorrido triunfal».

[170] En la tradición budista este principio es llamado gandharva, y se lo asocia con el Eros solar y divino. El es la causa primera y verdadera de la generación, el espíritu de la fertilidad. Ver Ananda Coomaraswamy: «La Paternidad Espiritual y el Complejo de Marioneta».

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.