FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Capítulo II

LA TRADICION PRECOLOMBINA
(continuación)

 

Fig. 33. Deidad.
Cultura Chavín de Huantar, Perú

El Arte Precolombino

Hemos mencionado anteriormente, de forma breve, el papel del arte en una sociedad tradicional y de cómo el hombre en su actividad artística imita el gesto creador del Demiurgo pues está hecho a su imagen y semejanza. En este acápite intentaremos ampliar un poco más algunos de los conceptos del arte tradicional, centrándonos en un capítulo de El Simbolismo Precolombino, el XVII, titulado «Arte y Cosmogonía»,[122] aunque bien es verdad que la idea del arte y sus diferentes expresiones está presente de un modo u otro en todo el libro, donde se percibe también su íntima relación con la ciencia igualmente sagrada de las culturas tradicionales, hasta tal punto que en éstas no existe esa distinción entre ciencia y arte, como tampoco ninguna escisión entre ambas. Nuestro autor pone como ejemplo de esa unidad entre arte y ciencia la invención de la agricultura y la elaboración de los calendarios. Acerca de estos últimos, en este caso los calendarios mesoamericanos, afirma que ellos

expresaban la ciencia de los ritmos y los ciclos, y como tales constituían el núcleo de todas las manifestaciones culturales y privadas, el eje de la vida de los pueblos y las personas, las que articulaban su existencia en su entorno. Esos libros, como obras de arte totalizadoras albergaban en sí todas las ciencias y conocimientos, y constituyeron por siglos la máxima expresión de estos pueblos que reglaban todo por su medio, desde el nombre –y el destino– de las personas, es decir, su identidad, a sus ritos y actividades sociales.

Y hablando más concretamente de esa unidad entre arte y ciencia nos dice que

toda auténtica ciencia está realizada con arte, equilibrada y nítida, como lo requiere el imperativo de la armonía. Lo mismo sucede con la distinción entre las diversas artes, que es sólo formal. Un pintor ‘poetiza’, un literato pinta, un músico hace arquitectura y un arquitecto conjuga ritmos, etc. En realidad, todos ellos manifiestan algo que trasciende su obra: unas imágenes invisibles y unas estructuras arquetípicas que, siendo exactas, se expresan de modos diferentes, generando distintos códigos, pero manteniéndose una e idéntica la esencia inaprehensible del motor oculto, que se despliega en discursos aparentemente disímiles.

Si, como decimos, las ideas referidas al arte tradicional están repartidas por todo el libro, éstas son desarrolladas particularmente en capítulos como el anteriormente citado, al que habría que añadir «Cosmogonía y Teogonía», «El Simbolismo Constructivo», «El Mundo Precolombino», «Símbolos Numéricos y Geométricos», «Algunos temas relacionados con los Calendarios» y «Los Calendarios Mesoamericanos».

Nuestro autor siempre ha tomado el arte como un vehículo de la Enseñanza. Y a desde su primer libro (El Simbolismo de la Rueda, en el que como vimos le dedica un capítulo entero), lo ha considerado una forma muy didáctica de transmitir el Conocimiento, y que le es consubstancial pues en ella reside su íntima razón de ser; sin ir más lejos, ahí tenemos como testimonio de lo que decimos un libro esencial a este respecto como es Simbolismo y Arte, donde esa didáctica se hace concisa y transparente en su poética. Es más, en el conjunto de su obra (y por tanto también en El Simbolismo Precolombino) podemos encontrar perfectamente descrita y desarrollada una doctrina tradicional del arte, doctrina que para ser tal siempre ha de estar puesta en relación con los principios universales.[123] Pero nuestro autor no sólo aborda el arte desde el punto de vista teórico, que desde luego es fundamental, sino que utiliza al mismo tiempo la inmensa riqueza iconográfica que le proporciona el arte sagrado de todos los pueblos y culturas para testimoniar y fijar dicho punto de vista, o sea el pensamiento metafísico que lo hace posible.[124]

Ese arte es totalmente simbólico, y no puede dejar de serlo por la sencilla razón de que todo arte verdadero se fundamenta en el símbolo, y todo símbolo no puede transmitir su idea-fuerza sin acudir a cualquier forma de representación para hacerse inteligible, paso previo y necesario para su comprensión. O sea que entre el arte y el símbolo existe un maridaje total. Por eso mismo es que:

Las obras de arte verdaderas son simbólicas, en el sentido de que son el testimonio de una serie de ideas que cuajan en distintas manifestaciones, las cuales necesariamente han de producir objetos manufacturados con arte, artísticos, en la medida en que son fieles a su arquetipo original. Y es obvio que si no se conoce ese arquetipo ideal, ya sea cosmogónico, filosófico, cultural es poco lo que se puede apreciar del arte tradicional; esto sin negar su belleza formal, la riqueza y la técnica con que han sido elaboradas las obras, las cuales bien pueden constituir la puerta de entrada a una apreciación mucho mayor, directamente ligada a un conocimiento más profundo de aquello que estas obras realmente están representando.

En este sentido, habría también una vinculación (incluso etimológica, raíz rt) entre arte y rito, pues ambos consisten en una acción ordenada que reproduce a nivel sensible una idea o un conjunto de ideas arquetípicas, las cuales al interrelacionarse con otras crean finalmente la cultura de un pueblo como proyección de la Cosmogonía Perenne, convirtiéndose esa cultura en el medio que propicia que el ser humano se realice de acuerdo a esas ideas, que le son reveladas a través de la magia y la teúrgia que emanan del arte, el símbolo, el rito y el mito, o sea de la Tradición como conjugación armoniosa del mundo invisible y visible, del cielo y la tierra. Como afirma nuestro autor, el arte expresa la totalidad de las acciones y ritos (es decir los símbolos vivificados y encarnados de una sociedad tradicional), y que esto mismo conforma la cultura, en sí misma una obra de arte.

La auténtica cultura y el verdadero arte, calcados por los hombres tradicionales y/o primitivos del modelo cósmico y sus leyes y estructuras arquetípicas (la ciudad terrestre es un reflejo de la ciudad celeste) serían las más elevadas y extraordinarias creaciones humanas y el hombre un intermediario y también un arquitecto a imagen y semejanza del Arquitecto Universal.

La cultura y el arte pasarían a ser, entonces, símbolos o conjuntos de símbolos, que revelaran a través del gran gesto ritual de una sociedad vivificada, en movimiento, la posibilidad de la realización metafísica, de lo suprahumano y lo supracósmico por su intermediación. La cultura misma configuraría una obra de arte y un soporte adecuado para acceder a lo sobrenatural si fuéramos capaces de verlas en sus raíces como la respuesta original a todas las preguntas y necesidades, desde las más grandes a las más humildes, la réplica humana a los misterios insondables de la vida.

En ese caso las manifestaciones culturales tendrían para nosotros otro sentido y les otorgaríamos así una revaloración de acuerdo a estos nuevos parámetros y no las consideraríamos solamente como un montón de logros referidos a cuestiones utilitarias y materiales, exclusivamente profanas y por tanto completamente relativas, o como antiguallas, sino como símbolos vivos representantes de ideas-fuerza y energías capaces de actualizarse por nuestra comprensión.

El diseño de las formas culturales estaría entonces cargado de significado y la organización social, económica y política, sus usos y costumbres, su tecnología, sus concepciones astronómicas, serían formas de su arte, organizado por sus autoridades, sacerdotes y jefes, encargados de la vida y conservación del pueblo, de su gobierno y destino –los que cumplían un rol en el mundo, como la propia nación–, de acuerdo a pautas precisas de origen mítico, perfectamente regladas por la tradición, reveladas en un momento atemporal y reactualizadas constantemente. Es decir, que el arte sería a la vez el conjunto de las acciones, de los ritos que cumple una sociedad tradicional y que conforman su cultura (como objeto de arte), por medio del hombre-artista, recreador (como sujeto del arte).

En efecto, el arte sagrado, o simbólico, tiene una dimensión mágico-teúrgica incontestable, pues a su través se establece una comunicación constante con las fuerzas y energías invisibles del cosmos, que así ejercen su acción vivificante en el mundo, dando como resultado la creación de la cultura, calcada en sus elementos esenciales de la Ciudad Celeste, la que conocen los sabios de la comunidad pues de ella, o sea de su contacto y comercio con los dioses, extraen sus conocimientos. Por eso dice nuestro autor que deberíamos ver a todas las manifestaciones simbólicas de una cultura tradicional como artísticas, o sea a la organización sociopolítica y religiosa, a las distintas formas de vida, a las diversas ceremonias y expresiones rituales, a las fiestas y los juegos, etc., todas las cuales son «capaces de transmitir y recrear las energías ontológicas del cosmos, modificándolo».

Existe como vemos una interrelación entre esas expresiones del arte tradicional (realizadas por el hombre que las vive y experimenta en su interior) y las energías más sutiles del cosmos (que no son otras que los dioses intermediarios y el Ser Universal, de donde éstos emanan). Por eso mismo todas las manifestaciones del arte tradicional son auténticamente sagradas, pues dichas energías y sus influencias, es decir sus poderes mágico-teúrgicos, están presentes en ellas, y recogidos en sus diseños respectivos, así fuesen éstos los de uso más cotidiano (cerámica, tejidos, cestería, utensilios en general, etc.), o los más sofisticados, elaborados y complejos (la poesía, la música, la arquitectura, el calendario) pues nada de profano o ajeno a la realidad de lo sagrado puede darse en una sociedad así. En efecto:

Para la concepción del arte tradicional toda obra que traduzca, haga conocer, o manifieste el misterio de lo desconocido al nivel sensible, es necesariamente bella por ser una parte del todo y, por lo tanto, del todo mismo, lo que hace del arte auténtico una teofanía.[125]

Es verdad que la vivencia de lo sagrado tiene varios niveles de comprensión, y hay una jerarquía (que ciertamente estructura toda sociedad tradicional y arcaica) entre lo experimentado en los misterios propiamente iniciáticos y otras manifestaciones más consuetudinarias, pero ello siempre estará comprendido dentro de una visión del mundo enraizada en los principios metafísicos y supracósmicos.

Entre esos principios hemos de destacar los expresados a través de los números entendidos no como cantidades, sino como símbolos que revelan el orden interno de la Inteligencia Universal, a la que el artista tradicional invoca permanentemente, pues su obra, cualquiera que ésta sea (empezando por él mismo) siempre imitará de una manera u otra ese orden, que constituye la trama invisible de la misma y que efectivamente se intuye y contempla a través de la belleza.

Los números son módulos, cifras, conocidas por igual por todos los pueblos, que designan realidades trascendentales y metafísicas y constituyen la ciencia de las proporciones, y por tanto de la armonía y la belleza, expresadas por el arte de la aritmética o aritmetología, ciencia de los ritmos y los ciclos, que desemboca en la perfección. Ella es el resultado de la correspondencia entre la idea arquetípica y el acabado final de la obra material, a través de un proceso espiritual y de conocimiento que tiene al hombre-artista como actor del ajuste entre distintos planos de la realidad y sus correspondencias analógicas [en nota: Debemos recordar que los números son conceptos de relación]. En ese orden de cosas, el arte puede ser considerado también en conexión directa con el Conocimiento, tanto desde el punto de vista del ‘objeto’ artístico capaz de despertar la energía evocativa y contemplativa llamada Belleza, experimentada como un estado de plenitud de la conciencia, cuanto desde el ángulo de visión del artista como ‘sujeto’, capaz de vivir las sutiles vibraciones del hecho creativo que produce una y otra vez un misterioso gesto de reconocimiento original.

En las palabras que vienen a continuación, nuestro autor menciona de manera intensa y pormenorizada algunas de esas manifestaciones del arte precolombino que ha ido conociendo en sus investigaciones y vivencias personales a lo largo de los años.

De este modo surgen en nuestra mente como flashes innumerables imágenes precolombinas cargadas de poder y belleza: el arte del tatuaje y la pintura corporal, la técnica austera de los utensilios esquimales de pesca y caza, la cestería norteamericana, las cerámicas –retratos mochicas y chimús–, el arte de la plumería y la medicina en todas partes, los tejidos de Paracas y de Guatemala, las ciudades, los templos y monumentos toltecas, nahuas, mayas y andinos, las ceremonias multitudinarias de danzantes con vestidos y tocados increíbles, como gigantescos espectáculos artísticos de movimiento y color.

La orfebrería en oro de Colombia, Panamá y Costa Rica, los objetos de jade, las inmensas cabezas olmecas, los artefactos de uso cotidiano en general, la escritura maya, el juego de pelota y otros juegos rituales y sagrados. Asimismo la guerra como ‘deporte’, los caminos del Y ucatán y de los incas, la ingeniería hidráulica de estos últimos y la de Tenochtitlan, asentada en un lago, la tradición oral (sus cuentos y leyendas), las pictografías, sus adornos simbólicos realizados en todos los materiales posibles. Y sus códices y libros santos, sus poesías, su música: arquitectura del espacio sonoro (y arte del tiempo fugaz, razón por la que nos han quedado de ella sólo los instrumentos con que se efectuaba), de base rítmica, en la que se entretejían las melodías y los sonidos de la naturaleza: el cantar del viento en la fronda, el rumor del río, del mar, los silbidos de los pájaros, el sonar de cascabeles repentinos, las irrupciones de rugidos animales o el tronar de la tormenta…

 

Fig. 42. Símbolos indígenas americanos

II

Ciertamente la enumeración de este abanico de representaciones del arte precolombino evidencia la prolífica creatividad de los pueblos prehispánicos, conocedores de las más íntimas y profundas realidades de la existencia cósmica y humana, las que han sabido captar y expresar en toda su plenitud, describiéndolas con esos rasgos tan fuertemente expresivos característicos de ese arte, y que denotan una vitalidad exuberante y al mismo tiempo tan refinada y delicada, en una extraña combinación que nos deja perplejos[126], y que nos revela una cualidad inherente a estas culturas, a las que, como en el caso de la Maya, nuestro autor ha denominado como «altas civilizaciones primitivas».[127]

Esto último no hay que verlo como una «contradicción en los términos», sino que verdaderamente define una identidad que deja traslucir el logro de una síntesis entre las potencias de la tierra y del cielo, telúricas y uránicas, re-unidas en el hombre, en el artista, y que éste vuelca en su acción creadora. De ahí que ante el arte de estos pueblos (y de todos los arcaicos y tradicionales) se tenga la impresión de estar en presencia de algo auténtico y verdadero, y al mismo tiempo misterioso, que no es producto de la imaginación individual (aunque esta intervenga en su aspecto creador para dotar de forma o imagen a la idea, que es por naturaleza «sin forma», o informal) sino que refleja perfectamente una comprensión de la realidad (visible e invisible) de las cosas y los seres representados.

Lo primero que se advierte en presencia de lo precolombino es una impresión de misterio, de cerrado enigma, que se manifiesta con una ajustada y coherente forma, fruto de un pensamiento que no conocemos, de una realidad que se nos escapa y simultáneamente se manifiesta ante nuestros ojos.

Si las deidades o númenes toman muchas veces formas monstruosas y terroríficas es porque ese componente de la realidad también constituye uno de sus atributos, y así queda reflejado.[128] Y si esa manifestación numinosa se describe con forma animal es porque éste tiene una relación íntima con el dios, y si es antropomorfa lo es precisamente por el mismo motivo. Otro tanto podemos decir de las formas híbridas entre el hombre y el animal para simbolizar una deidad determinada (p. ej. la imagen del dios Itzam-Ná que aparece en la p. 215, cap. XVI), del que el arte precolombino es generoso en representaciones.[129] También la esquematización geométrica de las formas naturales nos indica una voluntad consciente de relacionarlas con los principios que las figuras geométricas –al igual que los números– están simbolizando. Como ejemplo de esto último podemos mencionar a la serpiente, el árbol, todas las aves en general, el maíz, la caracola,[130] el jaguar (o tigre americano), la iguana, el lagarto, y un largo etc. O bien las puras formas geométricas, ya sea en sí mismas o en sus distintas combinaciones, entre las que merecen destacarse el glifo llamado ollin, «movimiento», y las que se refieren a las deidades del Sol y de Venus (sobre esta última ver fig. 34).

Todo ello, en definitiva, son ideas-fuerza en acción que los antiguos americanos plasmaron en sus artes y artesanías, sus códices, pinturas, esculturas, calendarios, arquitecturas, para comunicar (comunicarnos) su Cosmogonía y Teogonía, o sea la estructura del mundo, siempre renovada, y la vida y andanzas de los dioses inmortales, y pese a que hay muchas cosas que continúan siendo un enigma para nosotros, el estudio de los símbolos y mitos precolombinos, que en esencia son idénticos a los de todas las tradiciones del mundo, nos permitirá ir sedimentando en la conciencia la verdad incuestionable de una Tradición Unánime, lo cual no es poca cosa si nos paramos a pensar este asunto con atención, pues esa certidumbre irá cambiando poco a poco nuestra percepción de la realidad hasta modificarla, o transmutarla, por completo. Dicho de otra manera, la Tradición Precolombina –como en definitiva cualquier Tradición verdadera– puede sernos de una ayuda inestimable en el viaje de la vida y del conocimiento, que en el fondo no es sino un solo y único viaje.

Asimismo, nuestro autor subraya algo que debemos tener muy presente para poder entender mejor el arte tradicional: que éste, y las ideas que lo conforman, trascendentes por naturaleza, no tiene

por qué ser engolado, solemne y aburrido, cuando no amanerado, o ruidoso, o estrafalario, como suelen ser la arquitectura, las estampas sentimentales y la música religiosa actual, con las que se imagina mover a los fieles a la beatería, lo ‘sublime’, o conquistar adeptos. Al contrario, el arte tradicional es entretenido, alucinante y aun cómico, como se encargan de demostrárnoslo la mitología y las fábulas que se narraban oral y colectivamente. Inclusive puede ser ligero, y hasta grotesco y prueba de ello es el arte cortesano-sagrado de todos los pueblos, en donde los bufones –para poner un solo ejemplo– como imagen invertida de los atributos de la realeza han cumplido papeles de este tipo. También la risa, como el juego, es catártica, y ambas producen rupturas de nivel en las tediosas versiones ordinarias de lo espacio-temporal procuradas por los sentidos, a las que tendemos en razón de nuestra naturaleza.[131]

Todas estas son manifestaciones de lo sagrado para una mentalidad anterior a la colonización europea, como también lo son lo monstruoso, terrorífico y desproporcionado; o todo lo contrario, como puede ser el canto a la belleza de las formas del mundo.[132] A esa sacralidad debemos acercarnos con respeto y sin afectación alguna, con toda la carga de sinceridad, emotividad y contemplación inteligente de que seamos capaces, pues sólo así podemos llegar a comprender la armonía y unidad que subyace en todas esas paradojas, contradicciones y dualidades que están en el mundo y lo conforman, pues en definitiva es un principio metafísico y universal que la desarmonía de las partes constituye finalmente la armonía del conjunto. Tal vez esa «realidad que se nos escapa y que al mismo tiempo está ante nuestros ojos» (expresión que es también una manera de referirse a la Deidad), sea precisamente la armoniosa unidad donde cristaliza finalmente el caos del mundo. Recordemos en este sentido que Platón se refería al mundo como un «caos pintado de formas».

Por eso mismo, y una vez superadas ciertas «barreras psicológicas», muchas de esas expresiones del arte indígena que nos eran incomprensibles en un principio, aparecerán más nítidas en su significado, y en ellas podremos ver entonces la conjunción de distintas ideas que el artista ha sabido equilibrar pese a ser contrarias en su dialéctica interna, plasmando finalmente con sus distintas formas la realidad que se quiere transmitir; en definitiva, que se ejemplifica en su nivel correspondiente la «unión de los contrarios». Desde luego que estamos ante un misterio, pero un misterio fecundo que constituye uno de los ejes principales en torno al cual gira el pensamiento tradicional, pero que se hace muy evidente en las culturas precolombinas, donde necesariamente ese pensamiento se formula y se desarrolla con sus parámetros propios.[133] En efecto, el artista o artesano americano, iniciado en los secretos de su oficio, ha sabido atrapar y simultáneamente transmitir en su obra dicho misterio, puesto que lo vive en sí mismo, y además está siempre latente y potencial en «la corriente de las formas», que existen gracias a él.

En este sentido, nuestro autor observa que tal vez no ha habido cultura donde se haya destacado con más obsesión que en la precolombina la idea de un centro o eje donde se concilian los opuestos, o sea la confluencia de dos energías sin contradicción, lo cual se ha reflejado necesariamente en su arte.[134] Remitimos nuevamente al Cuaderno Iconográfico de El Simbolismo Precolombino para saber a qué nos estamos refiriendo y advertir así la veracidad de esa «obsesión». Esos círculos y cruces cuaternarias con el centro perfectamente señalado, o tácito, esas grecas y espirales que se arremolinan en torno a un centro, ese monstruo-dragón precolombino, esas serpientes emplumadas relacionadas con esas mismas figuras espirales, etc.; todo ello está representando los símbolos de la dualidad y la complementariedad.

Pero no sólo en el Cuaderno Iconográfico podemos encontrar ejemplos de grabados e imágenes que expresan esa dualidad y la unión de los contrarios. Por ejemplo en la página 192 (capítulo XIV) aparece de nuevo la imagen de Quetzalcóatl como dios del viento y numen creador unido a Mictlantecuhtli, el dios de la muerte. En la página 260 (cap. XIX) vemos al mismo Quetzalcóatl como Señor de la Aurora en el centro de los cuatro cuadrantes del mundo, y en cada cuadrante dos deidades en torno a un eje en forma de árbol (fig. 39). Incluso en el simbolismo constructivo esa dualidad y su complementariedad se muestran sin equívocos:

El binario se haya patentizado en el mito de la fundación de la ciudad azteca[135] y en las manifestaciones de esta sociedad. Es sabido que a la llegada de los españoles el templo mayor de Tenochtitlan estaba coronado por un doble santuario, uno dedicado a Huitzilopochtli –pintado de rojo–, imagen del sol ascendente (de la tierra al cielo), del cenit, del sur y el mediodía, y otro a Tlaloc –pintado de azul–, dios de la lluvia, ligado al trueno, al relámpago, el rayo y el agua, deidad descendente (del cielo a la tierra), emparentada con los dioses de la fecundidad y la luna, númenes de la vegetación y la generación que sólo son posibles cuando las energías del sol y la lluvia –ascendentes y descendentes–, del cielo y de la tierra, del águila y la serpiente se unen sin exclusión.[136]

Nuestro autor trata abundantemente esta cuestión en varios capítulos sabedor de que está tocando un tema capital de la Tradición Precolombina, donde la dualidad no expresa tan sólo la oposición sino algo mucho más profundo como es la naturaleza dual de la Deidad, el Ser Universal, en su acción creadora, pues éste, que en sí mismo es Uno, siempre se manifiesta por la polaridad de dos energías (masculina y femenina, luminosa y oscura) que en su interacción generan todas las cosas dando origen a la multiplicidad y la cadena de los mundos.[137] Veamos un ejemplo extraído del capítulo XIV:

La dualidad ha sido destacada en numerosas oportunidades como el motor fundamental de las creencias y culturas de los precolombinos. Esto es particularmente claro entre incas y aztecas si los tomamos como dos ejemplos de civilizaciones desarrolladas al arribo de los europeos. En la primera, Manco Capac y Mama Ocllo, equiparados al sol y a la luna, al oro y la plata, fundan conjuntamente el Cuzco, el cual se divide desde su centro en dos partes, una masculina y activa, la otra femenina y pasiva, a la que denominaron parte alta y parte baja y a las que nosotros equiparamos a la vertical y a la horizontal. En efecto, si consideramos dos energías simbolizadas por lo alto-bajo, una ascendente y otra descendente, encontraremos que hay un punto neutro, común a ambas donde no existen las oposiciones. Ese centro o medio en el que se complementan los contrarios crea un plano (o mundo) donde esa conjunción ocurre, el cual es un reflejo de la unidad metafísica original que dio lugar a la manifestación de la unidad aritmética representada por el número uno o el punto geométrico.

A continuación trataremos con algo más de desarrollo esta cuestión del concepto de dualidad, y unidad, en el pensamiento precolombino, sirviéndonos de guía dos capítulos también fundamentales: «El Cosmos y la Deidad» y «La Dualidad: Energías Descendentes y Ascendentes».




NOTAS

[122] También, y salvo indicación expresa, todas las citas de este acápite pertenecen a este capítulo X

[123] En el ámbito del pensamiento tradicional de nuestro tiempo encontramos pocos autores que hayan tratado con igual profundidad que nuestro autor las relaciones entre el arte y el símbolo. Entre éstos merece destacarse sin duda alguna a Ananda K. Coomaraswamy.

[124] Si exceptuamos En el Vientre de la Ballena y Esoterismo Siglo XXI. En torno a René Guénon, no hay un libro suyo que trate de la Ciencia Sagrada que no recoja una cuidada selección de esta iconografía tradicional, y además siempre con esa intención didáctica. Desarrollamos un poco más estas ideas en el capítulo XIV, titulado precisamente «La Iconografía Simbólica en la Obra de Federico González».

[125] En efecto, la belleza del arte tradicional consiste en el misterio que encierra, lo cual va mucho más allá del hecho estético, que es sólo el aspecto más superficial de la belleza. Esta, la Belleza, es ante todo un nombre divino y por consiguiente es portadora de una energía que activada en la conciencia actúa de intermediaria en la comunicación entre el ser individual y el Ser Universal.

[126] Esa perplejidad puede ser un acicate para acercarnos un poco más a la esencia de las culturas precolombinas y al pensamiento de nuestro autor a este respecto.

[127] Simbolismo y Arte, cap. IV.

[128] No nos olvidemos en este sentido que esas entidades intermediarias llamadas «guardianes del umbral» en muchas tradiciones tienen forma monstruosa precisamente para ahuyentar a quienes no están preparados para recibir la iniciación. Este es el caso por ejemplo del mákara en la tradición hindú.

[129] Es también el caso de Xolotl, gemelo de Quetzalcóatl, el cual está representado a la vez como hombre y perro.

[130] El caracol –o la caracola– es uno de los atributos de Quetzalcóatl (y así podemos verlo incorporado en muchas de las representaciones iconográficas del dios), relacionado con la idea de totalidad y también de regeneración.

[131] Una naturaleza que, añadimos nosotros, tiende al olvido de lo que es verdaderamente importante, y necesita constantemente ser «sacudida» para no caer en él. Además, como sugiere el último párrafo de esta cita, el arte contribuye poderosamente a la catarsis purificadora.

[132] Que podemos ver por ejemplo en la poesía del rey-sabio Nezahualcóyotl (ver el capítulo X, «Cosmogonía y Teogonía»), donde el cosmos es descrito como una casa de pinturas o de cantos; también esa belleza la podemos contemplar en ese sereno hieratismo de los rostros humanos de Teotihuacan, o de la cultura Olmeca (por nombrar sólo dos de las innumerables que hay a lo largo y ancho de toda América), o bien en la escritura jeroglífica y las estelas mayas, en las pictografías de los indios norteamericanos, etc., etc.

[133] Por ejemplo, el dios Huitzilopochtli deriva su nombre del colibrí (huitzilin), y en este sentido nos preguntamos cómo un pájaro tan diminuto, delicado y frágil como el colibrí pudo haber sido escogido para dar nombre a un dios guerrero y solar tan poderoso como éste sino fuera porque existía ya la voluntad expresa (y dejando a un lado otros elementos que necesariamente se nos escapan y que pertenecen al pensamiento mágico-religioso del pueblo azteca) de conciliar dos conceptos en sí mismos antagónicos. Esto no es óbice para que admitamos la naturaleza «solar» del colibrí, pues se trata de un pájaro que entra prácticamente en un estado de hibernación cuando diariamente el astro rey se sumerge en las tinieblas de la noche, para «renacer» con él a la mañana siguiente.

Por otro lado, la conciliación de opuestos de que estamos hablando está también muy clara en el nombre de quien es el dios civilizador por excelencia y una de las deidades más importantes del panteón mesoamericano, Quetzalcóatl, la «Serpiente emplumada», o sea la unión en una sola entidad de lo que repta y lo que vuela.

[134] Ver el comienzo del capítulo IV, «El Centro y el Eje».

[135] Nuestro autor se está refiriendo a que la ciudad de México Tenochtitlan se fundó en el lugar preciso donde un águila atrapa a una serpiente. Ambos animales aparecen encima de un nopal, símbolo del eje. (Ver nuevamente el capítulo IV).

[136] Capítulo XIV, «Símbolos Numéricos y Geométricos».

[137] En la cosmogonía náhuatl Ometéotl es el Dios Supremo y sin embargo contiene dentro de él a la dualidad divina creadora, la pareja Ometecutli y Omecíhuatl. (Ver el acápite siguiente).

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.