FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Capítulo I

LA RUEDA COMO UN SIMBOLO DE LA COSMOGONIA PERENNE
(continuación)

 

 

La Rueda. El Símbolo de los Símbolos

Como ya señalamos al comienzo de este capítulo la rueda es un símbolo abundantemente tratado en distintos lugares de la obra de Federico, si bien es aquí, en El Simbolismo de la Rueda, donde naturalmente lo considera con mayor amplitud.[28] No olvidemos que este símbolo forma parte muy importante de su enseñanza, ya sea tomándolo en sí mismo, en su estructura geométrica (centrada en su correspondencia con el ser humano), o bien considerándolo como un modelo que ayuda también a comprender el carácter cíclico de la Historia y, al mismo tiempo, determinados acontecimientos ocurridos en ella que revelan la presencia de las ideas metafísicas en el desarrollo de la misma y que nos hablan directamente de lo suprahistórico, de lo que no está sujeto al tiempo y al espacio y que en la rueda estaría simbolizado por el centro de la misma.

Sin duda, la rueda es un símbolo «recurrente» en toda la obra de nuestro autor, lo que viene dado no sólo porque lo encontramos sin excepción en todas las culturas y civilizaciones desde tiempo inmemorial, sino también:

por las innumerables posibilidades que brinda, la diversidad de campos que abarca, y la acción ordenadora que ejerce en el estudio y el ordenamiento indispensable en cualquier investigación seria. (Capítulo II).

En efecto, las ideas-fuerza principales concernidas en el símbolo de la rueda nos ofrecen los elementos doctrinales esenciales para poder afrontar cualquier investigación sobre el amplio campo de la Simbólica y la Filosofía Perenne, indistintamente de cual sea el punto de vista o el tema desde el que se aborde esa investigación, teniendo siempre presente que la rueda no es sólo un símbolo del movimiento, es decir de la «rota mundi» cosmogónica, sino también un símbolo de lo inmutable, del «centro del mundo», y por consiguiente una puerta abierta permanentemente hacia la Metafísica y la posibilidad de su realización. Si la rueda móvil simboliza el tiempo cíclico, recurrente, el punto central simbolizaría la eternidad, un presente sin sucesión temporal alguna. Esta es con toda seguridad la idea más importante contenida en este símbolo primordial, a saber: que simboliza tanto lo manifestado como lo inmanifestado, tanto lo inmanente como lo trascendente, y nuestro autor así nos lo va recordando de tanto en tanto, de forma rítmica y «circular».

 


Fig. 8. Rueda del Samsâra. Tanka budista tibetano

 

Lo manifestado se expresa a través del propio movimiento de la rueda y de los radios que conectan la periferia móvil con el centro, que es el único elemento de la misma que permanece inmutable en su rotación, y este hecho, fácilmente comprobable pero siempre asombroso, le otorga el pleno derecho de simbolizar lo inmanifestado, pues éste también es inmutable con respecto a la mutabilidad o movimiento a que está sujeta la manifestación entera. Por otro lado, el centro, o cubo de la rueda, es el único elemento que no participa del movimiento, y sin embargo es gracias a él que el propio movimiento, y en consecuencia la rueda entera, existen. «Es el vacío del centro lo que hace útil a la rueda», leemos en el Tao-te-King. Esto ya nos señala de inmediato una jerarquía y una dependencia de lo manifestado con respecto a lo inmanifestado, exactamente lo mismo que sucede con la horizontal en relación a la vertical, o la circunferencia con respecto al punto central: sin éste ella no existiría, pero el punto central, ya esté o no representado, no necesita a la circunferencia. El es su causa y su principio.[29]

En Simbolismo y Arte, concretamente en la nota 4 del primer capítulo, Federico cita al maestro hermético renacentista John Dee, quien en su obra Mónada Jeroglífica afirma lo siguiente:

Es pues por la virtud del punto y de la mónada que las cosas han empezado a ser desde el principio. Y todas las que son afectadas en la periferia, por grandes que ellas sean, no pueden, de ninguna manera, existir sin la ayuda del punto central.

Estamos ante una certeza incontestable: el centro es el origen de todas las cosas. También es donde se concilian las oposiciones, es decir donde la dualidad (y la multiplicidad a la que da lugar) deja de ser tal y retorna a su origen. Se trata, dice nuestro autor, de una

energía latente que existe en todas las cosas, verdadero factor de equilibrio, y proyección vertical del eje del cielo sobre el plano horizontal de la tierra. Es el pilar invisible, o eje, a partir del cual han sido creadas todas las cosas y al cual todas las cosas retornan. Lugar de paz; la lucha y el desequilibrio han llegado a su fin.[30]

Estas últimas palabras nos llevan a considerar otra cuestión importante asociada al centro: que de él surge también la idea de equilibrio, que representa la acción de la Unidad metafísica en el seno mismo de la manifestación. En efecto, ese equilibrio, imprescindible para que haya un orden o cosmos, se expresa por el centro de la rueda, que se encuentra «equidistante» de cualquier punto de la misma, es decir que está en el «medio», o sea en un «punto» de referencia vertical en torno al cual todas las cosas se disponen en armonía.[31]

De la irradiación del punto central nace todo lo manifestado, simbolizado por los radios y la circunferencia. Toda la potencia del centro se transfiere a la periferia, a la circunferencia, por intermedio de los radios (rayos) que parten de él y abarcan la totalidad de la figura de la rueda. En lo geométrico el punto central es la única imagen que pueda darse de la Unidad metafísica, que es el verdadero Centro que, como el Ser universal, está en todas las cosas, a las que dirige desde el interior, y simultáneamente las trasciende, pues no puede ser contenida por nada. Da la vida al mundo como un gesto gratuito, por un movimiento de su Gracia, desde su insondable Misterio.[32]

En el centro de la rueda se halla un personaje que la tradición hindú denomina Çakra-Varti, el servidor de la rueda, idéntico al mítico Taranis druídico, al «sabio perfecto» de los chinos, al Ometéotl náhuatl (y otras parejas de deidades) que tendido e inmóvil da la vida, representados siempre en la actitud impasible del principio, de donde emana toda la manifestación y los cambios y retornos de las formas existenciales.

Por lo tanto su total y absoluto no-condicionamiento es para nosotros el arquetipo por excelencia, y también el más alto grado posible de lo que se entiende por libertad.

El punto y la circunferencia es el esquema geométrico más simple y, tal vez por ello, el más sintético, y en consecuencia el que mejor se presta a la didáctica iniciática; e incluso el que nos hace ver con más claridad que ningún otro que el símbolo es verdaderamente

la huella visible de una realidad invisible. Es la manifestación de una idea que así se expresa a nivel sensible y se hace apta para la comprensión.[33]

La misma sencillez geométrica del punto y la circunferencia, que conjuntamente conforman la figura del círculo o rueda, propicia que podamos entender con facilidad el hecho de que el símbolo es en efecto el vehículo de las ideas y expresa una realidad que es inherente al hombre y al cosmos entero, como nos recordaba nuestro autor anteriormente, y que volvemos a encontrar en esta otra cita extraída nuevamente del Programa Agartha. Allí se dice que en la vida y el mundo todo tiende a realizar el movimiento circular,

presente tanto en las expresiones naturales como en las humanas. De hecho una recta, o sucesión de puntos, que progrede indefinidamente, describe un movimiento circular que la curvatura del espacio haría regresar a su punto de origen. En forma de círculos se expanden las radiaciones de energía, y esos remolinos o espirales conforman las estructuras de cielo y tierra, como bien puede observarse en lo sideral y en lo molecular. El círculo, junto con sus símbolos asociados, es pues una de las imágenes básicas del conocimiento simbólico y volveremos una y otra vez sobre el tema.

Ante esta evidencia irrebatible, no nos extraña en absoluto que todos los pueblos de la tierra desde los tiempos más lejanos y prehistóricos hayan tomado a la rueda como un modelo del cosmos en toda la extensión de lo que esto significa, hasta tal punto que no exageramos en absoluto si decimos que estamos ante lo que podemos denominar el «símbolo de los símbolos». No hablamos gratuitamente, pues si nos fijamos bien la rueda, o el círculo, se asocia con todos los símbolos fundamentales de la Cosmogonía, muchos de los cuales están incluidos o aparecen en su propia estructura como otras tantas posibilidades contenidas dentro de ella. Tal es el caso de la ya mencionada cruz cuaternaria, o la cruz de seis radios, u ocho o doce, o sea de símbolos que tienen una significación precisa relacionada con la estructura y el proceso cosmogónico.

Naturalmente, el número de radios, o rayos, que se inscriban dentro de la rueda le otorgarán a ésta otras tantas significaciones simbólicas, todo ello relacionado con las propiedades de cada número y sus correspondencias con las formas geométricas, que se refieren «a realidades esenciales del universo y del hombre».[34] Lo mismo diríamos de los círculos concéntricos que giran en torno al punto central como representación de los diferentes mundos o grados de la Manifestación tomada en su integridad.

Desde la periferia hacia el centro se establecen esas jerarquías, siendo el centro mismo la máxima jerarquización, como símbolo en el plano de la unidad original vertical, que produce por grados todas las cosas, y a la cual necesariamente ellas retornan en forma sucesiva. Si una gota de agua cae en un estanque, forma un campo de irradiación que llega hasta sus propios límites. Desde el punto de vista de un ser situado en ese límite, y por lo tanto un ser sucesivo, el retorno a su fuente original se realizaría a través de la ruptura de los diversos círculos concéntricos, que se le presentarían como imágenes de mundos o estados espacio-temporales diferentes, como escalonados, los que impiden, asimismo su fusión con el centro. O envuelven y ocultan esa gota original, esa semilla primigenia, que se vislumbra como anterior en el tiempo.

La figura simbólica de un círculo (en nota: o su equivalente cuadrangular) que contiene otros círculos internos, considerada desde el punto de vista de su expansión (ad-extra), es la sucesión de escalones intermedios que hacen posible la existencia de cualquier creación. Tomada desde el punto de vista de la periferia, es el viaje jerarquizado (ad-intra), o la escala sucesiva que se recorre al pretender la fusión con el centro primigenio. (Capítulo II).[35]

En efecto, visto ese viaje desde la periferia hacia el centro, el radio representaría la ruptura de nivel necesaria para «escapar» de la rotación perenne de la rueda y encaminar nuestros pasos hacia el centro, el cual es un espacio sagrado, mítico, un «lugar» arquetípico de nuestra conciencia, siempre virgen, y por donde es posible comunicarnos con los estados superiores.[36]

Y a se trate de radios o círculos concéntricos, todos ellos constituyen determinados módulos y patrones que expresan la arquitectura sutil del mundo, su orden invisible, y por tanto del Pensamiento que lo hace posible, cuyo fruto es el mundo visible, concreto y sensible, aquel que en el Arbol de la Vida se corresponde con el plano de Asiyah.[37]

Se ha dicho que Dios habla al hombre en un lenguaje matemático, lo cual es totalmente cierto, y por eso muchas veces las figuras simbólicas surgen de una atenta mirada en las estructuras geométricas que toman las formas naturales, ya sea a nivel macrocósmico (por ejemplo el diseño que trazan los movimientos rítmicos y armónicos de los cuerpos celestes, y la forma misma de esos cuerpos celestes), o microcósmico (observando esas estructuras impresas en el mundo mineral, vegetal o animal). Como ya hemos dicho, el mundo natural es en su conjunto un símbolo del mundo supranatural, y por lo tanto es para nosotros un vehículo de conocimiento a través del cual nos habla la Inteligencia creadora del Gran Arquitecto. Dicho de otra manera: la Naturaleza conforma claramente una imagen de la Cosmogonía, y como tal hay que contemplarla, pero sin olvidar que ella es eso, una imagen, y que lo realmente importante es aprehender lo que oculta y atesora en el interior de sus formas, que cambian constantemente en comunión con sus ritmos y ciclos internos.

 


Fig. 9. Cruz celta de St. Madoes, Pertshire

 

Entre los muchos ejemplos con que nos ilustra nuestro autor al respecto, tomaremos, por ejemplo, el «rodar» diario del sol. Este rodar tiene dos «límites» espacio-temporales durante los cuales parece «detenerse»: el mediodía (12 hs.) y la medianoche (0 hs.), que en el año se corresponden respectivamente con el eje polar de los solsticios de verano (sur) y de invierno (norte), respectivamente. Es esta una primera bipartición del círculo de la rueda, que señala un «ascenso» y un «descenso» en su ciclo diario y anual, ritmo que observamos también en el «aspir» y «expir» de la propia respiración y la sístole y diástole del corazón, y por supuesto el día y la noche. Si fijamos más atentamente nuestra atención, veremos que esa cadencia rítmica se convierte en un cuaternario, pues entre el «ascenso» y el «descenso» del movimiento solar existen dos puntos equidistantes de ambos extremos, que en el día serían el amanecer (6 hs.) y el atardecer (18 hs.), correspondiéndose con el eje horizontal de los equinoccios de primavera (este) y de otoño (oeste).

Esos dos ejes, que no por imaginarios son menos reales, constituyen la cruz dentro de la rueda, siendo ésta la imagen viva y la estructura interna y dinámica de todo ciclo, desde el más pequeño hasta el más grande. De esta manera, a las cuatro estaciones del tiempo y a los cuatro puntos cardinales del espacio, vienen a agregarse las cuatro fases de la luna, las cuatro etapas de la vida humana, las cuatro edades del mundo, etc. Asimismo, estas fases las vemos en los cuatro elementos constitutivos de la materia (fuego, agua, aire y tierra) y en las cuatro cualidades de la misma (cálida, húmeda, fría y seca), las que unidas entre sí dan lugar a una rueda de ocho radios.

En otro orden de ideas, esta estructura de la cruz cuaternaria hace de intermediaria entre el punto central de la rueda y su circunferencia, y podemos ver entonces en ella el vínculo que une al origen con su manifestación, y viceversa, a la manifestación con su origen. Esa cruz es entonces un prototipo de la Creación y expresa la irradiación de todas las posibilidades existenciales contenidas en el centro, las cuales al llegar hasta sus propios límites expansivos generan la circunferencia. De esto nos habla precisamente la Tetraktys pitagórica, que también se refiere a las relaciones que existen entre la unidad, el cuaternario y el denario, perfectamente descritos en la rueda. No es de extrañar entonces que, y como dice nuestro autor, la iniciación en la Tetraktys supusiera entre los pitagóricos el conocimiento más alto, o sea la iniciación en los misterios más profundos de la cosmogonía, de la ontología y la metafísica.[38]

Los cuatro brazos de la cruz más el punto central suman cinco, una de cuyas representaciones geométricas, vinculada con la rueda, es la estrella pentagramática, estrechamente ligada además con la forma corporal humana; tenemos asimismo la rueda de seis radios, que junto a su centro, nos da el número siete o septenario. También el ocho, una de cuyas formas geométricas es el octógono, el cual, entre otras significaciones, tiene un carácter de intermediario entre el cuadrado de base del templo (la tierra) y la bóveda (el cielo).

Relacionado con esto último está el nueve, el número de la circunferencia, pues

como se sabe todos sus múltiplos (y submúltiplos) regresan indefectiblemente a él, por ejemplo: 9 x 2 =18 = 1 + 8 = 9; 9 x 3 = 27 = 2 + 7 = 9; 9 x 4 = 36 = 3 + 6 = 9, etc. (Ibíd.)

Siendo el número de la circunferencia, el nueve es también el número de todo lo que hace referencia al ciclo, caracterizado por el «comienzo y el fin» de todo proceso vital, ya sea microcósmico o macrocósmico; pero desde el punto de vista del proceso iniciático el nueve simboliza la regeneración y el nuevo nacimiento, o sea el paso a otros estados donde el ser desarrollará otras posibilidades más realmente universales de sí mismo. Como decíamos anteriormente, no hay que confundir la circunferencia geométrica con aquella otra que simboliza el ciclo vital y espiritual del ser humano; en este ciclo siempre se encuentra una apertura que permite «escapar» de su reincidencia.

Por eso mismo ningún ciclo está cerrado en realidad, como no lo está la espiral, que aquí sería el símbolo que mejor representaría ese proceso de apertura permanente hacia otros espacios y realidades del ser tomado en su integridad, y no sólo en su estado humano individual. A todo fin le sucede un nuevo comienzo, pues el tiempo siempre se regenera a sí mismo, esa es su cualidad más importante, ligada por otro lado con la memoria y el recuerdo del Sí Mismo. Es obvio que etimológicamente «nueve» y «nuevo» son equivalentes. Como dice nuestro autor:

La solución, o salvación, está presente en forma inmanente, en esa misma rueda, de manera oculta, como se encuentra en la semilla toda la potencialidad del nuevo árbol, y en el huevo el origen del ser.

Recordemos aquí el doble sentido que tiene la palabra «solución»: por un lado significa resolver, solventar o acabar con una cuestión, y por otro disolver, desenlazar, desatar, en definitiva liberarse, o «salvarse», de una atadura, cualquiera que esta sea.

Centrándonos en la rueda de seis radios, o rayos, debemos decir que ésta tiene una particularidad mágica: el tamaño de uno de esos radios siempre divide a la circunferencia en seis partes iguales. Esto es verdaderamente sorprendente, pues esta «revelación» geométrica «cristaliza» dentro de nosotros (y nunca mejor dicho) la comprensión de por qué el mundo, es decir la manifestación que está simbolizada precisamente por la circunferencia, fue «creado» en seis días, período que no hemos de tomar literalmente, pues constituye en realidad un módulo de tiempo que relaciona la idea de creación a la idea de «medida»: el mundo fue creado o «medido» por el «rayo o radio divino» en seis días, que son en realidad seis períodos o ciclos temporales, agregándoles un séptimo, que en verdad simboliza el no tiempo, situado en el centro de la cruz tridimensional.

La rueda de seis rayos es también el símbolo por antonomasia de la analogía, y merece que nos detengamos un momento en su descripción teniendo en cuenta todo lo que hemos dicho al respecto hasta aquí. Esta figura está formada por un eje vertical central y dos oblicuos que se entrecruzan en su centro, de tal manera que, partiendo de ese centro, se crean dos planos, el «de arriba» y el «de abajo». Los dos tienen las mismas líneas, tres, de tal manera que constituyen un ternario, pero las que están «abajo» aparecen como si efectivamente fuesen un reflejo de las que están «arriba». No en vano esta es la idea que se quiere remarcar: que lo «de abajo» es un reflejo de lo «de arriba», es decir que a pesar de que aparentemente sean iguales (de ahí su reciprocidad) el hecho de que uno esté arriba y el otro abajo indica una preeminencia jerárquica, subrayada por la imagen visual del ternario «invertido».[39]

Es como un objeto reflejado en el espejo: ese objeto al contemplarse en él aparece como invertido con respecto al original. Lo mismo sucede si nos contemplamos en un estanque de agua: nuestra imagen aparece invertida y proyectada «hacia abajo». Por eso mismo todos los símbolos geométricos que hablan de la analogía se esclarecen bastante cuando se les añade una línea horizontal que pasa por el centro de la figura, pues dicha línea es efectivamente como un espejo donde al contemplarse el objeto original, se crea inmediatamente su imagen «invertida». Precisamente, esa línea horizontal es llamada en muchas tradiciones el «plano de reflexión», o «la superficie de las Aguas», que separan y simultáneamente unen el mundo «de arriba y el mundo de abajo», es decir lo universal y lo individual, respectivamente. En cierto modo esa «superficie de las Aguas» es la que divide, y une, los planos más altos del Arbol de la Vida cabalístico (Atsiluth y Beriyah), de los planos más bajos (Yetsirah y Asiyah).[40]

 


Fig. 10. Arbol de la Vida Sefirótico con los cuatro planos y distintas correspondencias

 

En este sentido, y desde el punto de vista metafísico, el Ser universal, o Gran Arquitecto de los Mundos, será siempre más grande que su reflejo, pues El es la realidad verdadera que contiene en potencia o virtualmente a su creación. Pero desde el punto de vista de esa creación, y por el hecho mismo de estar «invertida», es al contrario el Ser universal el que está virtualmente contenido en ella, es decir que lo más grande en el cielo es en la tierra lo más pequeño, y viceversa. Ni qué decir que el símbolo del punto central y de la circunferencia se presta perfectamente para ilustrar esto último. Esta es «la aplicación del sentido inverso» del símbolo de que habla Federico cuando aborda este tema importantísimo y esencial que constituye la ley de analogía.

El «radio divino» al que hacíamos referencia anteriormente es el «séptimo rayo», el cual está simbolizado por el centro de la cruz tridimensional (que es la rueda de seis radios en el espacio volumétrico), cuyos radios miden la totalidad de la rueda del mundo, y constituye la estructura interna de las dos figuras que simbolizan respectivamente el cielo y la tierra: la esfera y el cubo. Este último no es otra cosa que la cristalización de la esfera (como el cuadrado no es sino la cristalización del círculo), y vemos en sus seis caras y sus doce aristas, así como en los 90 grados de cada uno de sus ángulos, esa íntima relación con la esfera. Doce es precisamente el número de los signos del Zodíaco, de la Rueda de la Vida.

Pero esa contemplación sintética y unitaria sobre el mundo que nos rodea y del que formamos parte, y diríamos incluso el sentido verdadero de lo que significa el mito y la búsqueda heroica de lo suprahumano, ha prendido en nosotros gracias a la Enseñanza hermética y metafísica. Dicha Enseñanza será para nosotros lo mismo que el radio que conecta la periferia de la rueda con su centro: un eje luminoso que nos alumbrará en todas las circunstancias de nuestra vida. De hecho, si lo observamos bien, la Enseñanza tradicional constituye un radio de la Rueda Cósmica emanada directamente de su centro, de su corazón, y en la medida en que comprendamos y realicemos su contenido nos iremos aproximando cada vez más a ese espacio sagrado y arquetípico, donde encontraremos nuestra verdadera identidad.

 


Fig. 11. Arbol de la Vida en forma de rueda

 

Entonces, ese sol físico que está «entretejido con la estructura invisible de otro cielo»[41] y que vemos rotar por el orbe celeste, alumbrándolo, en el doble sentido de la palabra (dándole luz y dándolo a la luz, es decir generándolo) es el mensajero de nuestro propio Sol espiritual, metafísico, actuando en el interior de nosotros mismos, engendrándonos.

Hemos mencionado el círculo y el cuadrado, o la esfera y el cubo como equivalentes, pero conviene tener presente que el primero es más perfecto que el segundo ya que todos sus puntos equidistan a igual distancia del centro, lo cual ha permitido hacer de él un símbolo del Espíritu,[42] donde la diferencia entre el centro y la circunferencia ha desaparecido por completo, pues el Sí Mismo, absolutamente transcendente, se reconoce a Sí Mismo en todas las cosas.

Una antigua sentencia de la filosofía griega, expresada posteriormente por Nicolás de Cusa, y en general por todos los neoplatónicos y hermetistas, nos dice que: «Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna». Por lo mismo, los contrarios de periferia y centro se hacen intercambiables. Todo punto periférico es el centro de un sistema. «Dios está en el mundo y el mundo está en Dios». «El rostro de los rostros está velado en todos los rostros». «Dios está en el círculo de sus bailarines y es al mismo tiempo el centro de la danza».

(…) Cualquier punto de la circunferencia, al transformarse en centro, todo lo abarca. Y cualquier punto de este círculo, o sistema, lleva en forma inherente, constitutiva, esa misma posibilidad. La unión de contrarios ha dado lugar a la simultaneidad de lo que ya no se diferencia: «Trascendencia e inmanencia coinciden en Dios, al que se lo conoce como el Uno invisible e indivisible y se lo reconoce en lo múltiple visible y divisible». Todo está en todo, y todo en uno.

Es por Dios, que nos ha dado el nacimiento físico y espiritual, que a El mismo lo conocemos. La Unidad no puede conocerse sino por Sí misma, pues si hubiera algo fuera de ella, que pudiera comprenderla, dejaría entonces de ser la Unidad. (Capítulo VI).

Como podemos comprobar por estas citas, a través de la rueda también llegamos a concebir la «doctrina metafísica de la Unidad». En realidad, esta concepción, que supuestamente tendría que ser la última enseñanza de este símbolo según la errónea concepción «evolucionista» que está insertada en la psique del hombre actual como un dogma inamovible, es sin embargo la primera que el símbolo de la rueda nos revela cuando recibimos por primera vez la impronta de su potencia inmanente. Sin esa idea-fuerza inicial que se deposita en la conciencia no puede haber ningún proceso o trabajo interior que merezca verdaderamente ese nombre, como no puede existir la propia rueda sin la emanación de la energía que parte de su centro.

Esa impronta o revelación constituye, digámoslo claramente, la transmisión de una influencia espiritual-intelectual, de la cual el símbolo actúa de soporte o intermediario, y

la persona que está en condiciones de comprender podrá oír las voces y el llamado de la Tradición y efectivizar su iniciación, es decir, comenzar el camino del conocimiento. (Capítulo IV).

Por eso precisamente es que se puede hablar de la Simbólica como una vía o camino iniciático. Oigamos a nuestro autor cuando habla de la necesidad de la instrucción iniciática y el gradual aprendizaje en la realización del conocimiento, o sea del

camino iniciático a través de la vía simbólica o mítica o poética. Porque éstas proporcionan, en efecto, un medio especialmente adecuado, un andamiaje que permite la encarnación, en relación con la apertura de la conciencia y que, por cierto, no sólo modifica nuestra mentalidad, sino nuestra vida. Pues si somos capaces de oír las voces reveladoras que se hallan en nuestro interior, mediante un trabajo paciente y delicado, un arte, llegaremos a la convicción de que esas voces corresponden a las enseñanzas que nos han sido dadas y que, por otra parte, son las que constituyen ese símbolo o mito que comenzamos a comprender y que se efectiviza o vivifica en forma ritual en el interior de la conciencia, que de esa manera adquiere categoría universal.[43]

La influencia espiritual es descrita también en el hinduismo como buddhi, el «rayo divino», que partiendo de su origen único, Âtmâ, pasa por el centro, o corazón, de todos los seres; por lo tanto, esa toma de conciencia es precisamente el «despertar» a la realidad de lo que eso significa, o sea que ese centro existe verdaderamente en nosotros, como dijimos anteriormente, y que en él está la «puerta estrecha» que nos conducirá a la identidad con el Sí Mismo, aunque esto al principio de nuestro camino se vea de forma todavía confusa e indeterminada por su misma virtualidad, de ahí precisamente que se hable de la iniciación como de un proceso gradual de «iluminación»[44] que irá abarcando y haciéndose efectivo en la totalidad de los estados del ser, exactamente igual que los radios (rayos) que parten del centro realizan la totalidad del espacio del círculo o de la esfera.[45] La influencia espiritual sería en el microcosmos lo que el Fiat Lux es con respecto al macrocosmos: el Principio que determinará el paso de las «tinieblas a la luz», o del «caos al orden».[46]

De aquí en más se va articulando un proceso que, transpuesto al plano de lo temporal, ha de verse necesariamente como sucesivo y gradual, y que comprende el conocimiento de siete, nueve, o más estadios, según las diferentes tradiciones, y que se simbolizan en forma de pirámide en el espacio, o bien, en el plano, con la espiral –o la doble espiral– o con un juego de círculos concéntricos (los unos dentro de los otros), que pueden sintetizarse en tres grandes círculos o niveles, correspondientes a los grados de aprendiz, compañero y maestro, y a los subgrados que hubiese entre uno y otro de estos estadios.

Y a continuación, en la nota 79, añade lo siguiente:

En la Tradición Hermética suelen tomarse a veces como diez a estos grados, siendo los siete primeros los de construcción del ser o templo interno, el octavo de pasaje, el noveno de conclusión de la Obra, y el décimo, el de coronación de la misma o virtual salida del cosmos o de la perspectiva espacio-temporal simplemente humana, que se ha ido modificando poco a poco a lo largo del proceso.

Porque, efectivamente, ese proceso es la vivencia de los misterios de la Cosmogonía, que son los misterios del Cielo y de la Tierra revelados en sus estructuras sutiles, y que el modelo simbólico de la rueda sintetiza y da a conocer por medio de su didáctica. También el Arbol de la Vida Sefirótico[47] expresa esas estructuras y es igualmente un modelo del Cosmos. De hecho, la Rueda y el Arbol de la Vida constituyen dos vehículos herméticos por antonomasia, y no es por casualidad que sea en ellos, y en sus relaciones con las distintas artes y ciencias tradicionales, donde nuestro autor sustente gran parte de su enseñanza de la Cosmogonía. Abordaremos con más amplitud el simbolismo del Arbol Sefirótico en el capítulo dedicado a El Tarot de los Cabalistas.

En efecto, a la Rueda y al Arbol de la Vida cabalístico se asocian las diferentes ciencias y artes cosmogónicas, sintetizadas en las siete Artes Liberales: Gramática, Lógica, Retórica, Aritmética, Geometría, Música y Astronomía (en la que hay que incluir la Astrología, pues ambas eran una sola en la antigüedad).

La Alquimia es el aspecto operativo de la Tradición Hermética pues se refiere a las transmutaciones que ocurren en el interior del alma del adepto, de ahí que reciba también el nombre de Arte Magna o Arte Real,[48] pues en efecto no hay mayor obra de arte que «lo que pueda hacer cada cual consigo en el fondo de su corazón».[49]

Estas últimas palabras pertenecen al capítulo III, llamado «Perspectivas desde el Arte», que constituye un estudio muy lúcido sobre la naturaleza del Arte considerándolo desde la perspectiva de la Tradición, por ser la que permite entender el papel que juega el hombre como intermediario entre la idea arquetípica y su cristalización final en el mundo y en él mismo. Nada que ver entonces con la concepción que del arte se tiene hoy en día, que es más bien la expresión de la individualidad, o «ego», del «artista», y un producto más del «marketing».[50]

Desde el punto de vista tradicional el arte es una actividad contemplativa y liberadora que puede llevar al hombre al Conocimiento a través del desarrollo de todas sus posibilidades latentes mediante la recreación de la Obra Cosmogónica, o siendo más precisos, mediante la «imitación» de la «acción» del Principio creando el mundo por la acción luminosa de su Verbo o Logos.

Pero hay que entender en qué consiste esa «imitación», y para ello nada mejor que reflexionar en esta frase de A. K. Coomaraswamy que nuestro autor muy oportunamente trae a colación:

Las obras están hechas con arte, no son arte.

Es una frase sencilla en su formulación pero de una gran carga de profundidad. O sea, que el arte no está en la obra ejecutada, sino en quien la realiza, y que ella es el símbolo de la idea transmitida por el arte de su autor. Y si la obra, por ejemplo, es nada menos que el mundo, entonces no está en él el arte que hay que imitar sino que este reside en el Ser o Gran Arquitecto que lo concibió con Sabiduría y lo crea permanentemente mediante el instrumento de su Inteligencia, la que se revela a través de la Belleza y la Armonía del conjunto y de cada una de las partes que lo componen.

Tras todo acto creativo hay un pensamiento que lo hace posible, o sea una estructura, un andamiaje de ideas que se articulan de acuerdo a un orden preexistente, arquetípico, el modelo eterno, que se actualiza en cada ser humano que «comprende» que Eso es él; dicha comprensión es la que se proyecta en la obra de arte que, cualquiera que fuese el material o substancia con que esté realizada (tal cual el alma humana modelada por el Espíritu), aparecerá así, en su medida, como un modelo a escala de la misma Armonía universal.

Por eso mismo es imprescindible crear en nuestro interior, y con la ayuda del símbolo, un estado que nos lleve a realizar las posibilidades de la comprensión,

necesarias para interpretar y vivenciar estos «secretos» del arte y el símbolo. Pues entre ellos y nosotros sólo se halla una muralla psicológica, que puede transponerse pese a una inmensa dificultad atribuible al olvido y más que nada a la inversión total de los valores actuales acerca del mundo y del mismo hombre, el que sin embargo, hoy como ayer, ha nacido para el conocimiento (p. 71-72).

En este sentido, es mediante las operaciones de la Alquimia, o del Arte Magna –o sea operando y encarnando los conocimientos y principios revelados por la doctrina y los modelos herméticos–,[51] que esa muralla psicológica llegará a superarse, y en consecuencia podremos llevar ese modelo arquetípico a nuestra cotidianidad, a nuestra vida, que se convertirá así, a su vez, en un vehículo que permitirá proyectarlo y recrearlo en nuestro entorno. Al encarnar estas ideas el hombre de conocimiento, el mago y teúrgo, cualquiera sea su «oficio», pasa a ser uno de esos puntos de la circunferencia que reflejan perfectamente el centro de la misma, y en este sentido se convierte a su vez en el centro para el «mundo» que él mismo genera por su actividad sagrada y redentora.

Reiteramos: lo realmente importante, lo decisivo, no es la forma simbólica en cuanto tal, sino lo que ella encierra en su interior, aunque en verdad esa forma ha de corresponderse exactamente con la idea que contiene y la configura, pues de lo contrario no habría posibilidad de que el símbolo fuese un soporte de conocimiento, ya que entonces nada podría revelar. El símbolo jamás es arbitrario.

Pero veamos a continuación qué nos dice nuestro autor sobre algunas ideas referidas al arte, como una «poética comprometida con el conocer del hombre», al que considera parte indispensable en este proceso de interrelación y expresión perenne, «donde la inteligencia universal que él mismo refleja, manifestándose como un arte de indefinidas posibilidades, le brinda la opción de ser todo lo que él conoce».

El hombre es el sujeto-objeto del verdadero arte, y a través de él se materializa la posibilidad de la obra creativa, reflejo de una obra más vasta, en la que el hombre está incluido. El mago –que saca cosas de la substancia informe, y al realizarlas actualiza las posibilidades que ésta tiene en sí, al igual que las que porta él mismo interiormente–, ubicado en el centro de su círculo ritual, es el creador del espacio donde se dan todas sus posibilidades y las de su obra. Este es su cosmos, simbolizado por el círculo, que cumple también funciones limitativas, además de protectoras. Y su imagen vertical, ubicada espacialmente en el centro o eje de la figura, es la mediación entre cielo y tierra; es decir, la de un vehículo entre el mundo invisible de las ideas y la manifestación horizontal y material de las mismas, a través de una gestación o encarnación de las potencialidades del ser, en el plano intermediario, que han de reflejarse en el acto creativo.

Este hombre es el artista [en nota: «Nombre con el que también gustaban autodenominarse los alquimistas»], individuo de oficio y de conocimiento, que recrea el mundo a través de su actividad redentora, al vivificar las potencialidades que todo hombre lleva en sí mismo en forma latente, y toda substancia de manera inmanente. Se conecta así con el ritmo de todas las cosas, el ritmo universal [en nota: «La expresión ritmada o rima es propia de la poética, así como de la música y la danza»], y su obra constituye el pasaje entre lo increado y lo creado, como una síntesis que manifestara a la unidad, para inmediatamente plasmarla en la multiplicidad de las formas. Lo que equivale a asimilarlas análogamente a un doble movimiento de concentración-expansión, de expresión energética centrípeta-centrífuga, yin-yang, solve-coagula, siempre presente en todas las cosas, y que hace vibrar al artista como un diapasón armónico en su conexión vertical, que necesariamente debe irradiar en el plano horizontal.

Un inciso. Es difícil no ver en estas palabras de nuestro autor su propia actividad creando su obra, que naturalmente incluye la escrita y la oral, pero también todo cuanto él mismo, mediante su labor como vehiculador de la Enseñanza Tradicional, ha propiciado para generar un «espacio», un marco, en el que las personas interesadas en estas labores puedan tener una referencia doctrinal, un eje, para desarrollar sus propias potencialidades creativas en relación con el Arte y la Ciencia Sagradas. Continuemos con la cita:

Y esta conversión de energía estática en dinámica, que va de lo uno a lo múltiple, tiene su réplica instantánea en la acción inversa, la del reciclaje de lo múltiple a lo uno, ya que la obra de arte concebida y ejecutada se transforma a su vez en objeto estático, y es contemplada por otro hombre, que a partir de ella, como cosa creada, se remonta al acto creativo y a la revelación de la idea –o arquetipo– inspiradora, que originó todo el proceso.

En esa labor transmisora, donde el ser humano como sujeto dinámico –en este caso el artista– recibe, emite y da lugar al objeto o símbolo revelador, que a su vez retransmite la energía originaria, convirtiéndose así en un soporte, en un vehículo apto para la comprensión, reside el misterio del arte. En suma, el misterio del hombre, o de toda la creación –ya que este proceso es válido para cualquier manifestación–, la que se expresa siempre en forma rotativa o cíclica.

Queremos recordar aquí la fecundación por la palabra, y la ya mencionada del Verbo o Logos como origen de la manifestación. Y también la de Purusha como principio activo y Prakriti como principio pasivo o substancial de la creación universal.

El artista, mago, chamán o demiurgo, es también el rey o emperador de un espacio donde él es el eje o centro. Y estando todo concatenado en la vida universal, habiendo siempre algo preexistente, y de manera análoga algo que ha de ser preexistente para otros –que abrirán los ojos después de nosotros–, cada gesto o actitud moverá energías indefinidas, algunas de ellas visibles o de un historicismo evidente, pero la mayor parte serán invisibles, ni siquiera conocidas en última instancia por aquellos mismos que participan en ellas.

La ley de correspondencia siempre actúa, como no podría dejar de ser, ya que se trata de una ley universal; y la voluntad de ser crea un nuevo espacio donde la obra creativa o el reino florecen, pues donde no había sino un amorfo, o un vacío, la substancia universal virgen para ser fecundada por la energía positiva, ahora se ha engendrado un mundo, que ya estaba contenido en esa substancia de un modo pasivo. Y así lo que era pasivo será ahora activo, y la energía activa, que funcionó como un detonador, se convertirá en un símbolo, u objeto estático creado, que llevará implícito en él mismo la energía activa original, sintetizada en forma pasiva o potencial, dispuesta a ser vivificada, para poder adquirir así una nueva configuración espacio-temporal, entre la bipolaridad del eje de una esfera, o el punto original y la circunferencia de un círculo, o el centro y la periferia móvil de una rueda.

 



NOTAS

[28] También este símbolo aparece extensamente tratado en Simbolismo y Arte, y de manera más específica en su primer capítulo, del que tomaremos ciertos fragmentos para ilustrar algunas de las ideas que intentaremos desarrollar en el presente acápite.

[29] Lo mismo sucede con la unidad aritmética con respecto al resto de lo números, todos los cuales emanan por adición o suma de ella misma.

[30] Capítulo V, págs. 125-126. Nuestro autor habla en ellas de los tres pilares que conforman el Arbol de la Vida cabalístico, al cual menciona extensamente en el capítulo V, entrelazando su simbolismo con el del Tarot, como ya se dijo. El eje vertical se corresponde con el «pilar del medio» mientras que el pilar de la derecha y el pilar de la izquierda estarían relacionados respectivamente con la energía centrífuga y centrípeta presentes en el plano horizontal.

[31] El «Invariable Medio» al que aluden las tradiciones extremo-orientales resume perfectamente todo esto: él es el Centro inmutable donde se ejerce la «Actividad del Cielo». Y a esta idea se refieren también las tradiciones hindú y budista cuando se refieren al dharma, que es precisamente el reflejo de esa «acción del Cielo», o del Principio, en la manifestación y en cada uno de los seres que la integran. De la idea de equilibrio se desprende también la de justicia, indisolublemente ligada a su vez a la idea de virtud. Entre los antiguos egipcios ese equilibrio, ligado a la justicia, es el que marcaba la perfecta horizontalidad de los dos platillos de la balanza en la «pesada» de las almas post-mortem, tal y como era practicada delante de Osiris, en su representación como Juez de los Muertos. En este sentido nos dice Platón que: «la virtud consiste en un justo medio entre dos extremos», lo que nos hace recordar aquel lema de los antiguos masones: «en la vía de la virtud no hay caminos»; y no los hay porque el único camino es la propia virtud, pero entendida en su sentido más alto, que está incluido en su propia etimología: del sánscrito virya, «fuerza o energía espiritual». Esa energía espiritual, y su influencia, es la acción vivificante del Principio en el ser humano.

[32] Si el centro simboliza el espíritu y la circunferencia el cuerpo, los radios que conectan ambos, y que generan todo el espacio o «campo» de la rueda, simbolizarían el alma, que por eso mismo tiene ese carácter intermediario que todas las tradiciones le atribuyen. Esto es válido para el macrocosmos y el microcosmos.

[33] Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, acápite «La Vía Simbólica».

[34] Simbolismo y Arte, capítulo I. Recordemos que la geometría es el «cuerpo» del número, pues éste, en sí mismo, es irrepresentable. Nos referimos naturalmente al «número-idea» de que hablaban Pitágoras y Platón. Para los antiguos griegos los números estaban representados por puntos, como podemos apreciar en la Tetraktys.

[35] Federico menciona en este punto explícitamente al gran metafísico neoplatónico cristiano Dionisio Areopagita, el cual hablaba de que en la medida que las líneas rectas están más próximas del centro la unión es más íntima, y por el contrario cuanto más alejadas están de él mayor es la separación.

[36] Señalemos en este sentido que ese «lugar» central siempre virgen es el estado llamado en diferentes tradiciones de «infancia espiritual», o «docta ignorancia», en palabras de Nicolás de Cusa.

[37] Se podría argüir que en realidad esos radios o círculos son indefinidos, pero la indefinitud nada podría simbolizar salvo la idea de lo indefinido, o sea lo que no está definido, correspondiéndose así con toda la extensión del conjunto de la manifestación universal, y entonces cada radio, que es un punto de la circunferencia, o cada círculo representaría a cada uno de los seres y mundos que integran dicha manifestación.

[38] Y añade a continuación: mientras que la iniciación ligada al «cuadrado de cuatro se refería al conocimiento de la tierra y constituía un paso para obtener la primera», es decir la Tetraktys.

[39] En sentido estricto la ley de analogía es la relación que existe entre «lo que está abajo» y «lo que está arriba», según nos dice la Tabla de Esmeralda hermética en su primer enunciado. El símbolo que mejor representa esta idea es el «sello de Salomón» o «estrella de David», constituido por dos triángulos entrelazados, pero que indica claramente que el que está abajo aparece como un reflejo del que está arriba. No quiere esto decir que el de abajo, por el hecho de ser un reflejo, no tenga por ello realidad alguna, sino que su existencia, o sea su realidad, depende enteramente del principio que se espeja en él. Tal es la relación entre el Ser universal y el ser individual.

[40]  De las relaciones entre el plano universal (celeste) y el plano individual (terrestre) habla nuestro autor en el capítulo VIII, «Las dos mitades del modelo cósmico».

[41] En el Vientre de la Ballena. Textos Alquímicos.

[42] Dentro de la simbólica hermética, el círculo es sustituido a veces por el triángulo (la pirámide en las tres dimensiones), ya que ambos son equivalentes, pues no olvidemos que el nueve, símbolo de la circularidad, es múltiplo de tres. Por eso mismo el triángulo (que es el delta masónico) es también el símbolo del Espíritu, del Ser Universal, desplegado en la tri-unidad de los principios ontológicos, de los que emana el cuaternario, símbolo de la tierra y de todo cuanto hace referencia a lo terrestre. Tendríamos que referirnos también a la Tetraktys pitagórica, cuya forma, que es triangular, contiene sin embargo tanto al denario como al cuaternario, cuya figuración simbólica es el círculo conteniendo dentro de él a la cruz.

[43] Capítulo III, nota 63.

[44] En la nota 43 del capítulo II, nuestro autor aclara el sentido de la «iluminación iniciática», que a tantos equívocos se presta: «Es curioso destacar que muchas personas piensan que la iluminación es algo que se produce con coros sentimentales de violines y arpas o con una música grave y solemne, en un mundo cinematográfico, autocompasivo y pomposo. Otros creen que llega de casualidad o como algo fulminante. En ambas versiones debe notarse que esta ‘iluminación’ viene de fuera y alumbra al sujeto en cuestión. O sea, que hay un sujeto que ilumina y un objeto iluminado. Bien por el contrario, la iluminación se refiere a un estado de conciencia, en donde las cosas y nosotros somos una sola identidad, sin confusión de ninguna especie. Y donde una iluminación distinta abarca todos los objetos, que simultáneamente brillan a la nueva luz de un estado, que se acaba de descubrir, y que se traduce en ese conocimiento».

[45] En la rueda cósmica los rayos, nombre que hace patente su vinculación con lo celeste, son los «emisarios que unen la tierra con el cielo. En el caso del círculo son los ‘radios’ los que vinculan el centro a la circunferencia». Nota 30, cap. II.

[46] René Guénon en Aperçus sur L’Initiation, concretamente en el capítulo titulado «De la enseñanza iniciática», no dice otra cosa muy diferente de cuanto aquí estamos diciendo cuando manifiesta que el símbolo: «es el único medio de transmitir, en la medida en que se pueda, todo lo que de inexpresable tiene el dominio propio de la iniciación, o más bien, para hablar de modo más riguroso, de depositar las concepciones de este orden en germen en el intelecto del iniciado, que deberá seguidamente hacerlas pasar de la potencia al acto, de desarrollarlas y elaborarlas por su trabajo personal, porque nadie puede hacer otra cosa que prepararlo trazándole, gracias a fórmulas apropiadas, el plan que él deberá realizar en sí mismo para llegar a la posesión efectiva de la iniciación que ha recibido del exterior tan sólo de manera virtual».

[47] Existe un esquema del Arbol Sefirótico en forma de rueda de ocho radios, que nuestro autor reproduce en el capítulo VI (p. 150), junto a otros esquemas relacionados con el Arbol de la Vida.

[48] El proceso alquímico encuentra una serie de correspondencias y analogías muy precisas con el simbolismo constructivo, que forma parte muy importante también de la Tradición Hermética, una de cuyas ramificaciones es la Masonería (de orígenes artesanales), también llamada «Arte Real». Ver en este sentido nuestro libro Masonería. Símbolos y Ritos, donde hablamos abundantemente de esas relaciones entre el simbolismo constructivo y la Alquimia.

[49] Añadiremos, recordando lo que nuestro autor dice al respecto en el capítulo VI, que la rueda está asociada también con el fuego, y así se habla en numerosas tradiciones de «ruedas de fuego», o del fuego que está en medio de la rueda, y da a ésta movimiento y vida. «El carro del sol» es una forma simbólica de explicar el transcurso del astro rey por el universo, alumbrándolo con su fuego, fuente de su luz y calor. Ese «carro solar» atraviesa toda la eclíptica pasando por los doce signos del zodíaco «o rueda de la vida». Y en relación con la nota anterior es interesante detenerse en la expresión alquímica «fuego de rota», que como dice Federico «es imprescindible para la transmutación según algunos alquimistas medioevales». En efecto, ese fuego de rueda está relacionado con el tiempo que la «materia de obra» necesita para su perfección, fuego que es movido a su vez por el fuego interno o «secreto», el cual obviamente se refiere al fuego arquetípico, el que mora en el centro o principio ígneo que da vida a todo lo manifestado, desde lo más sutil hasta lo más concreto. Los rosetones de las catedrales góticas se llamaban rota, y estaban asociados con el fuego de rueda, como muy bien podemos comprobar por sus diseños.

[50] Señala nuestro autor en este capítulo III: «El arte no es algo ligero, netamente snob o clasista, relacionado con el triunfo en la vida y el éxito. Una actividad para ‘listos’, que por motivos de ciertas facilidades se sobrevaloran sin recordar que, por otra parte, cualquiera tiene estas disposiciones naturales en uno u otro campo, no todos hoy considerados como ‘artísticos’ [en nota: «En la cocina, en la jardinería, en la medicina, en la caza, en los juegos de manos, en el cálculo aritmético, etc.]».

[51] En el Programa Agartha (acápite «El Artista», Módulo II) leemos lo siguiente en relación con esto último: «El proceso de aprendizaje es jerárquico y provee al artista del lenguaje simbólico. Incluye las ciencias y las artes sagradas; se trata de la Alquimia del propio ser y de un verdadero camino de iniciación».

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.