FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Capítulo I

LA RUEDA COMO UN SIMBOLO DE LA COSMOGONIA PERENNE
(fin)

 

La Rueda como símbolo cíclico. La concepción tradicional del tiempo y del espacio

La rueda, tal y como la ha investigado nuestro autor, constituye un esquema simbólico donde puede comprenderse un tema tan complejo como el de los ciclos y los ritmos, los que conforman la Ciclología, una rama de la Ciencia Sagrada que muchas tradiciones han desarrollado de manera especial y a través de la cual podemos comprender también la Cosmogonía Perenne. En El Simbolismo de la Rueda hay un capítulo (el VII, al que ya nos hemos referido),[52] enteramente dedicado a esta cuestión, y en el que se ponen las bases y la ideas doctrinales esenciales de esta ciencia que sin duda nos permitirán acometer estudios que abarcarán también los grandes temas estrechamente relacionados con ella, incluyendo desde luego a la Historia y la Geografía, es decir al tiempo y al espacio, coordenadas que la rueda recoge en su estructura geométrico-numérica. Así lo deja dicho nuestro autor en el capítulo II de El Simbolismo de la Rueda al afirmar que:

Con nuestra óptica cultural contemporánea, estamos acostumbrados a visualizar al espacio y al tiempo como homogéneos, sin fisuras. La antigüedad no pensaba lo mismo. Y establecía en distintos lugares geográficos, especialmente elegidos, y en fechas calendáricas precisas, sus espacios y tiempos rituales. Y esos son precisamente, en la trama invisible de la vida, los puntos de coyuntura (ensambles, nudos o ligaduras), o de interconexión con otros planos o mundos.

(…) al instaurar un espacio y un tiempo significativo, en la masa de lo amorfo e indeterminado, se lo sacraliza y se lo realza por su cualidad intrínseca, en detrimento de lo menos significativo o profano, netamente vinculado con lo relativo, lo múltiple y lo trabajoso.

(…) Hemos visto entonces cómo el nacimiento de un ser –por ejemplo una cultura– crea simultáneamente un nuevo espacio y un nuevo tiempo, en donde se desarrolla ese ser; y que tal desarrollo no es sino ese ser mismo. O dicho de otra manera: que toda creación renueva las posibilidades espacio-temporales, arquetípicas, de la creación original, y no es sino una modalidad de esa misma creación, al actualizar las posibilidades de lo que en el universo manifestado ha dado lugar a las coordenadas espacio-temporales.

Para una civilización tradicional, las fiestas sagradas son puntos significativos en la circunferencia del ciclo calendárico, que garantizan la comunicación con la energía invisible del centro, reflejo de la verticalidad. Lo mismo sucede con el vasto espacio que, como el año, presenta puntos y situaciones de coyuntura, de comunicación de energía a través de distintos planos o niveles. Ellas están dadas en circunstancias geográficas precisas, en los lugares donde se establecen las ciudades, se fundan los templos, o se instala la casa habitación.

Y en la nota 33 leemos esta importante reflexión:

En la vida (ciclo) de un hombre esos puntos significativos, en los que se establece comunicación directa o vertical con otros tiempos o espacios, o mejor donde se actualizan otras lecturas o vivencias de las coordenadas espacio-temporales en las que estamos enmarcados (crucificados), pueden ser visualizados como estados importantes de la conciencia y muchos de ellos se recuerdan como significativos o como evocaciones o «remembranzas», en el sentido que Platón atribuía a este término.

Tenemos aquí, nítidamente expresada, esa íntima relación del tiempo con la memoria del hombre, con la anamnesis, o sea con el recuerdo de realidades y estados que existen replegados en el interior de la conciencia, y que se despliegan, es decir «nacen», como resultado de la «apertura» de los chakras, palabra hindú que como todos sabemos significa precisamente ‘rueda’. Esto es posible porque como dice nuestro autor en este capítulo VII «el tiempo es una categoría del alma», o sea es una cualidad de su naturaleza, y que además, añade, «nace del interior del corazón y constantemente se regenera a sí misma». Esta regeneración es, naturalmente, otra forma de referirse al viaje iniciático, el que se realiza en y con el tiempo, pero también en y con el espacio, pues ambos, como decimos, son inseparables en tanto que elementos fundamentales de la realidad psico-física, ya sea cósmica o humana, la que siempre ha de tomarse como un símbolo de la realidad espiritual, esto es como soportes de la realización interior.

El alma humana entra al mundo por una puerta y sale por otra, y en el ínterin –signado por el espacio y el tiempo– tiene la oportunidad de reconocerse y escapar de esa condición por la identificación con otros estados del Ser universal, que puede vivenciar por medio de la conciencia individual –semejante a la conciencia universal– y que constituyen la posibilidad de la regeneración particular –y también de la universal–, siempre, claro está, tomando como soporte a la generación y la creación en el espacio y el tiempo.

Sin duda, nuestro autor alude aquí a las puertas solsticiales, la de verano y la de invierno, fenómeno astronómico anual que señala el momento en que, durante su recorrido anual aparente, el sol alcanza su momento más álgido y más bajo respectivamente. Esas dos puertas solsticiales de verano e invierno formaban, y forman parte todavía, de los ritos iniciáticos de muchas tradiciones, y señalan dos momentos del proceso iniciático pertenecientes a los misterios menores, a los que antes nos hemos referido.

Por la puerta correspondiente al solsticio de verano (la «puerta de los hombres») el ser entra en el dominio de la manifestación individual, y por la puerta correspondiente al solsticio de invierno (la «puerta de los dioses») ese mismo ser tiene la oportunidad de abandonar o escapar de ese ámbito individual «por la identificación con otros estados del Ser universal», estados ciertamente supraindividuales e informales (o sea sin forma individualizada), que sin embargo puede vivenciar a través de su conciencia individual teniendo como soportes al tiempo y al espacio, lo que permite vivir en el alma su gradual proceso de universalización, o sea de identificación con ese mismo Ser universal.[53] ¿Acaso podría ser de otra manera? Es decir ¿acaso podría el alma individual vivir ese proceso de transmutación o sublimación alquímica si no se viera a sí misma cada vez con mayor claridad como un reflejo del Alma universal hasta entregarse plenamente a su causa y origen? De ahí que, continúa nuestro autor,

la vida del hombre –y del mundo– no sólo constituye una gran oportunidad para la integración con el Ser universal y sus numerosos estados, absolutamente desconocidos para el grueso de la población, sino que nos señala igualmente que ese Ser universal se manifiesta, o existe, gracias a estas coordenadas espacio-temporales, que vienen a ser como su corpus sensible –los «sentidos» del mundo, análogos a los sentidos de los hombres–, en las que tanto él como nosotros nos reflejamos, tomando conciencia así de la unidad original; o dicho de otro modo: que el espíritu se reconoce a sí mismo por sí mismo.

Por otra parte, toda la historia y la geografía sagradas no son sino la ejemplificación de estas mutuas correspondencias entre espacio y tiempo y, como acabamos de ver, la manera en que el Ser universal se expresa o manifiesta, reflejándose en estas cualidades sensibles, en este código simbólico. O en otros términos: que el cosmos y sus coordenadas constitutivas vienen a ser la manifestación sensible del Ser u hombre universal.

Así pues, es por su propio proceso de inmanencia en la manifestación cósmica que podemos reconocer, y reconocernos, en el Ser universal. Estas palabras de nuestro autor son sumamente clarificadoras para todos aquellos que creen erróneamente que el Ser universal es una especie de «abstracción» que nada tiene que ver con la realidad cósmica y humana, cuando es precisamente su «sacrificio», es decir su «desmembramiento», según la opinión unánime de todas las tradiciones, lo que da lugar a la Manifestación en su integridad, y por lo tanto está presente de manera inmanente en cada uno de los seres y mundos creados, que existen gracias a él.

Evidentemente esta es una manera de describir simbólicamente el paso de la Unidad a la multiplicidad. Así como la unidad aritmética está presente en todos los números, de igual manera el Ser universal está también presente en el centro de todos los seres, que nada serían sin esa presencia, por la que pueden «reconocerse» e identificarse con El. En la tradición hindú, Prajapati, uno de los aspectos de Brahmâ y semejante a Purusha (el Hombre Universal), es llamado precisamente «el Señor de los seres producidos». De aquí también la idea del sol (cuyo «sacrificio» diario hace posible que renazca nuevamente al amanecer alumbrando, o dando a luz, al «nuevo día») como padre o progenitor de todo cuanto existe en su sistema. De igual modo habría que entender a los mitos y héroes solares de todas las tradiciones, los cuales constituyen los auténticos «progenitores» de sus culturas y civilizaciones.

 


Fig. 12. Laberinto de Chartres

 

A continuación nuestro autor nos introduce de lleno en la naturaleza del tiempo y del espacio, y en sus mutuas relaciones, señalando en primer lugar

que el tiempo es mensurable en la medida en que se expresa en una variable divisible, es decir, el espacio. Por lo que siempre el tiempo está en relación con el espacio y lo supone necesariamente.

Lo mismo sucede con el movimiento, que también se manifiesta en el espacio y que tiene del tiempo el orden sucesivo, razón por la que se le suele identificar con él, al punto de que se lo puede considerar como una representación espacial del tiempo.

En verdad, el movimiento –que no es sino la actualización de las potencialidades espacio-temporales– hace coexistir en sí mismo al espacio, que es simultáneo, con el tiempo, que es sucesivo, equilibrando de esta manera el orden del universo.

Tiempo y espacio se complementan e interactúan. El tiempo signa, da color, y modifica el espacio, como bien puede observarse en la simbólica del paisaje y sus cambios y variaciones a través de las cuatro estaciones del año, que no son en definitiva sino el reflejo directo de símbolos cíclicos más amplios, que encuentran su sentido en la idea del ciclo arquetípico. Y es de esta manera cíclica que conviene leer a la historia y la geografía –y a las artes y las culturas que en ellas se producen–, pues conforman una simbólica –una poética– del tiempo y el espacio.

La idea de que el movimiento «actualiza» las potencialidades espaciales y temporales es muy interesante, ya que liga a éste con el propio desarrollo de la vida universal, y por supuesto el de todas las existencias individualizadas comprendidas dentro de ella. La vida es inherente al movimiento, y la expresión «hálito vital» no alude sino a esto mismo en su sentido más esencial, como lo afirma concretamente nuestro autor cuando en El Simbolismo Precolombino (cap. XX), y refiriéndose al signo ollin (movimiento), señala que este término equivale efectivamente a lo que para nuestra cultura sería el «hálito vital».[54] Esta enseñanza está presente en el símbolo de la rueda (asociada estrechamente a la vida como hemos visto con anterioridad y lo que nuestro autor nos recordará de nuevo en las citas que siguen), la cual cobra sentido en su movimiento, en su ritmo cíclico, que actualiza efectivamente todas las posibilidades contenidas en el inmóvil punto central, origen de ese movimiento y por lo tanto también del espacio y del tiempo.

El modelo simbólico de la rueda expresa y reúne de la manera más clara y sencilla la coexistencia del espacio (o plano de irradiación donde todo está comprendido) y el tiempo, significado por el movimiento (en el que las cosas se manifiestan de forma sucesiva).

Y si nos atenemos a este modelo cósmico, comprenderemos que el punto virtual, siempre central –reflejo del eje vertical–, organiza el espacio, que en definitiva es la actualización de la potencia de ese punto rebatida en el plano horizontal.

La cual es recorrida sucesivamente, temporalmente, por la línea recta, o rayo, que establece la relación bipolar entre el punto original y el punto límite de la circunferencia.[55] Estos coexisten como sucesivos y simultáneos, temporales y atemporales, cuantitativos y cualitativos; y también como móviles e inmóviles, y plasmados en el principio substancial,[56] determinarán la forma (modo, color o signo) de la vida del modelo.

Una cuestión igualmente relevante para poder entender toda esta simbólica que relaciona al ser humano con el conjunto del cosmos (que el modelo de la rueda ejemplifica), tiene que ver con el concepto de magnitud, o sea con la dimensión o extensión que ocupan los cuerpos en el espacio así como con las distancias comprendidas entre ellos, pues si bien dicha extensión está signada por lo cuantitativo en cuanto que pertenece por entero al mundo sensible y concreto, sin embargo ella expresa un orden que está relacionado con el «plano arquitectónico de la creación», es decir con las leyes de la proporción y la medida (y por tanto con el número y la geometría), las cuales tienen evidentemente no sólo un aspecto cuantitativo sino también cualitativo. Por eso mismo:

En la economía divina, lo indefinidamente grande y lo indefinidamente pequeño se sitúan en una escala, o enmarque, que está en correspondencia con el hombre y el mundo, sin lo cual todo carecería de sentido y por lo tanto no podría ser aprehendido, ni existir de ninguna manera. Lo que nos reconduce a la idea de que el cosmos (macro y micro) constituye una sola «cosa», y una sola «materia»,[57] y por lo mismo un conjunto análogo, compuesto por leyes semejantes, aunque tomen formas diferentes, como lo ejemplifican el cuerpo humano, la cultura de las civilizaciones y el discurso musical. Esta escala se expresa en y por el movimiento pendular de los ritmos y los ciclos, y se computa y comprende en términos dimensionales.

Desde este punto de vista el espacio y el tiempo pueden ser visualizados como indefinidos, precisamente al situarnos a nosotros, y al mundo, en un orden de magnitudes variables y finitas.

A continuación pone varios ejemplos para ilustrar estos pensamientos que verdaderamente definen la acción de la Inteligencia que diseña ese «plan arquitectónico» que es el cosmos.

Así, alude a la «nave de la tierra» que se mueve –con el hombre dentro de ella– a miles de kilómetros por hora alrededor del sol, por ser el «astro rey» su centro, como el corazón lo es del mundo celular. Pero el sistema solar se inscribe dentro de un mundo mucho más grande que es la Vía Láctea, donde asimismo habría un sol de nuestro sol (o sea la imagen de un centro arquetípico), que cumpliría la misma función que la célula con respecto a la molécula, y ésta con respecto al electrón; papel que le corresponde igualmente a la naturaleza en relación al hombre, y a la tierra con respecto a la naturaleza, y al sol con referencia a la tierra, la cual le debe su origen, lo mismo que la naturaleza debe su existencia a la tierra, el hombre a la naturaleza, la célula al hombre, la molécula a la célula y el electrón a la molécula… Y acaba diciendo que:

En cierto sentido puede decirse que cada mundo más amplio es el origen, o un padre, para el más restringido, y que éste juega el mismo papel con respecto al que le sigue.[58] Esta concatenación, que resulta perfectamente normal, tiene la característica de sorprendernos en cuanto reflexionamos en las magnitudes con las que topamos en nuestro intento de ubicación en la escala de lo indefinidamente grande y lo indefinidamente pequeño.

A continuación pasa a «traducir» esas magnitudes espaciales en términos de tiempo cronológico, y naturalmente las «cifras» que resultan son inconmensurables, es decir en millones de años, lo cual para la «escala» del hombre carece completamente de sentido y no dan la debida proporción.

 


Fig. 13. Shri yantra

 

Por ejemplo, cuando habla de los doscientos millones de años que tarda el sol en recorrer su centro galáctico, lo cual constituye un «día» solar. O los millones de años luz que se necesitaría para recorrer la distancia que existe entre la tierra y una estrella cualquiera visible en el firmamento, hasta el punto que los hombres actuales estaríamos viendo cómo sería esa estrella hace millones de años, y no como es en la actualidad, dándose el caso de que a lo mejor ya ha desaparecido y nosotros continuamos viéndola, lo cual, dicho sea de pasada, nos ilustra acerca de la «ilusión» de lo manifestado con respecto a su Principio eterno. Lo mismo diríamos de las magnitudes de lo pequeño, donde el día de una célula es de dieciocho segundos, el de la molécula apenas poco más de un segundo, y así cada vez más reducido conforme vamos penetrando en mundos inconmensurablemente más diminutos.

Esto lleva a la conclusión de que dicha proporción ha de buscarse en la escala del sol y su sistema, según atestiguan además todas las tradiciones desde la más remota antigüedad.

Haciendo un paréntesis, y hablando de la computación cronológica, que es con la que dimensionamos el espacio, es decir con la que conocemos su extensión, nos dice nuestro autor que ella es sólo uno de sus aspectos o cualidades. El tiempo, afirma taxativamente, «está vivo ahora, como una cualidad sensible del cosmos», y está vivo porque, como nos recordaba páginas atrás, constituye «una categoría del alma, que nace del interior del corazón y que constantemente se regenera a sí misma».

En cualquier caso esa computación cronológica es un «artificio» (en el sentido que hace derivar esa palabra de «arte», y a su inventor, o inventores, de «artífices» que lo han reproducido como una aplicación derivada del modelo cósmico revelado) que tiene su lógica y su razón de ser en el mundo del hombre, que utiliza dicha computación para ordenar su existencia con respecto al perenne discurrir del tiempo, «fijando» ese devenir[59] al comprender y vivenciar la «mecánica» interna de los ritmos y sus ciclos del tiempo (que nacen y mueren a perpetuidad, y que el ser humano también reconoce en sí mismo pues conforma un todo con ello), los cuales vienen señalados y determinados por ciertos acontecimientos celestes, desde los más sencillos, como los ciclos del día, el año, las fases lunares y los solsticios, hasta los más complejos como la precesión de los equinoccios, los movimientos «retrógrados» de los planetas, y aquellos que tienen que ver con la aparición de determinadas estrellas y constelaciones (zodiacales, boreales, australes) en el firmamento, sus marchas y viajes por el espacio sideral y sus posiciones en el mismo, etc., que afectan no sólo a la existencia del hombre sino también a los ciclos terrestres y naturales.

En todo esto hemos de considerar naturalmente el propio «movimiento», o mejor «movimientos» de la Tierra, fundamentalmente el que realiza sobre sí misma, el de traslación en torno al sol, y ese otro en sentido retrógrado y muy lento que realiza sobre su eje. Todos estos movimientos, en fin, están engranados con el resto de los cuerpos celestes y sus ciclos.

Cerrando este paréntesis, nuestro autor vuelve a señalarnos nuevamente el sentido de las proporciones como un orden inherente a la creación, así como de nuestra ubicación con respecto a los ciclos; a partir de ahí desarrolla una serie de ideas que nos parece no podemos dejar de señalar porque, además de aclarar definitivamente en qué consisten las cualidades inherentes a la cantidad, nos llevará a la «solución» de las distintas cuestiones que se plantean en este capítulo, o sea al sentido de lo que en él se dice. De ahí que quiera destacar

que los ciclos y nuestra ubicación respecto a ellos, nos dan una proporción entre las cosas, idea muy cercana a la de armonía –y justicia–, conceptos que están muy estrechamente ligados a aquél de «medida» a que nos hemos referido, y que expresarían las cualidades inherentes a la cantidad, y no sólo su magnitud continua y sucesiva.[60]

Además, hemos dicho que cada ciclo o mundo es un símbolo de otro mayor o superior; una imagen de un encadenamiento, que va más allá del tiempo específico del ciclo, o mundo, que se toma como punto de referencia, y que pudiera ser entonces considerado como extratemporal, con respecto al ciclo o mundo menor, o no sujeto a las mismas «medidas», por referirse ambos a distintas cualidades vivas del tiempo y el espacio, que conforman las diferentes partes del Ser u hombre universal.

Nuestro autor se refiere aquí evidentemente a la «cadena de los mundos», cuyo simbolismo muestra también la jerarquía entre los indefinidos estados del Ser único, de tal manera que, en efecto, para un determinado estado o mundo el que se halla por encima de él es más amplio y universal (incluso extratemporal),[61] y por lo tanto sus parámetros son de una naturaleza más sutil. Dicho de otra manera, ese mundo superior es la «causa» del inferior, y así sucesivamente, de ahí la imagen de encadenamiento. Pero desde el punto de vista del Ser universal (en el cual son absorbidos finalmente todos esos estados y mundos pues son posibilidades de él mismo), dicho encadenamiento no es tal sino que todo está «sucediendo» ahora, simultáneamente, y sólo desde el punto de vista exclusivamente humano, que está implicado en su «recorrido», se ve como sucesivo, es decir vivido en el tiempo y el espacio. Continúa nuestro autor:

Y esta proporción, o ritmo, «magnitud», o «medida», constituye el orden del mundo, su ley, en el que cada una de sus partes se articula en proporción con todas las otras,[62] pero guardando una relación que no siempre puede medir la serie numeral discontinua, puesto que en primer lugar el cosmos no es un espacio absolutamente continuo, y en segundo término, no es un modelo geométrico o mecánico,[63] sino un organismo vivo, o las posibilidades que el germen o embrión porta en sí mismo.

Debemos, por lo tanto, referirnos a un orden, a un encuadre correlativo y proporcional entre el hombre y el cosmos, dejando de lado los ciclos muy mayores, que son exclusivamente cósmicos, y los muy menores, que ya no poseen una relación significativa con respecto al ser humano.

Es evidente que la doctrina hindú sobre los ciclos no puede estar ausente en ningún trabajo que aborde con seriedad un tema como este que es capital dentro de los estudios simbólicos y tradicionales. Nuestro autor acude a dicha doctrina para ilustrarnos acerca de determinados módulos cíclicos que sí guardan esa proporción y medida con el ser humano, y por lo tanto con «su tiempo» y «su espacio» en correspondencia con el mundo en que vive, es decir con su escala dentro del orden o enmarque universal.

Para la tradición hindú, el kalpa es la medida o módulo de tiempo, equiparable en otro orden al módulo espacial del sistema solar. Este kalpa supone todo nuestro mundo, y es donde se da propiamente el estado humano –expresado en los distintos manvántaras por las formas correspondientes a las diferentes posiciones de los planetas y estrellas, y sus correlativas mudanzas en la fisonomía de la Tierra–, que es un estado del Ser universal, signado por el tiempo y el orden sucesivo, que caracterizan precisamente a nuestro mundo y su desarrollo.

Como se sabe, un kalpa contiene una serie de catorce manvántaras. De estos, seis han pasado y siete son los futuros, pues nos encontramos actualmente en el final del séptimo. La duración de un manvántara es de cuatro millones trescientos veinte mil años. La duración del kalpa sería entonces cuatro millones trescientos veinte mil por catorce, lo que daría un total de sesenta millones cuatrocientos ochenta mil años, o un «día» de Brahma.

El año de Brahma se obtiene multiplicando esta cifra por trescientos sesenta, o sea, veintiún mil setecientos setenta y dos millones ochocientos mil años. Y la vida de Brahma dura cien años, por lo que se debe multiplicar la cantidad anterior por ésta y obtendremos así lo que los hindúes llaman un Para. Se trata de expresar de esta manera lo indefinido, saliendo de toda proporción computable.

Naturalmente nuestro autor no está dando aquí la cronología exacta de todos estos módulos temporales, sino que, como él mismo lo indica, todo este conjunto de miles y de millones de años, debe ser tomado como constituyendo precisamente un «símbolo-magnitud», tal y como sucede por ejemplo con el número diez mil en la tradición china, o con el cuatrocientos en las mesoamericanas, e incluso con el milenio en el cristianismo, etc.[64]

En efecto, nuestro autor está aludiendo en realidad al tiempo indefinido, que progrede ad infinitum, pues «a un Brahma le sigue otro Brahma; uno se acuesta, el otro se levanta. No se pueden contar».

Pero el «progredir» del tiempo no es lineal sino cíclico pues está sujeto a su constante regeneración, que es lo que hace posible actualizarlo perennemente, poniéndolo «a nuestra disposición de manera virginal por la repetición del ritmo fundamental del cosmos: su destrucción y su recreación periódicas,» expresadas en este caso por el acostarse y levantarse de los dioses, cuyo tiempo no guarda, como estamos viendo, proporción alguna con el tiempo humano.[65]

Esa destrucción y regeneración son experimentadas constantemente por el hombre, por ejemplo en el ritmo de su respiración, análogo al aspir y expir universal; también esos ritmos y ciclos acompasan la vida de las civilizaciones y el conjunto de la historia humana, organismos vivos que reproducen en sus estructuras el modelo del cosmos.

 


Fig. 14. Shiva Natarâja. India del Sur

 

Nosotros entendemos que en este capítulo la intención de nuestro autor no ha sido la de dar una explicación detallada de las edades cíclicas,[66] sino la de subrayar sobre todo la naturaleza de los ciclos y los ritmos en relación con el tiempo y el espacio, y tomar a su indefinitud y vastedad respectivas como expresión del samsara, o sea de la «rueda de las existencias», un símbolo claro de la manifestación universal. Pero también nos está sugiriendo que ese trabajo de liberación de la rueda del devenir que nos permite alcanzar el centro (el Ser) de la misma, paradójicamente se tiene que realizar con ayuda del tiempo y del espacio, pues es en ellos donde nos encontramos en el momento presente.

El tiempo y el espacio son los elementos vivos de la creación, y ellos, en un proceso iniciático, pueden convertirse en los vehículos que nos ayuden en nuestra labor de transmutación, habiendo interiorizado empero una verdad esencial: que lo que «transmuta» son los estados de nuestro ser sujetos a esa misma manifestación, jamás ese ser mismo que, identificado con Âtmâ, «observa» impasible los «viajes» del jivâtma (literalmente: el «alma viviente») a lo largo de la rueda, hasta que ésta «deje de girar» y los «dos se hagan uno», lo cual es así desde la perspectiva del jivatmâ, del hombre individual, no del Âtmâ, del Sí Mismo, que es siempre «sin dualidad».

Por eso, en esta labor del reconocimiento de nuestra verdadera identidad es tan importante ligarnos a una Tradición, en este caso la Hermética, y recibir su legado sapiencial, que son las ideas universales expresadas a través de sus códigos simbólicos, como las que aquí, a lo largo de este maravilloso libro sumamente didáctico y rebosante de inteligencia, nos transmite nuestro autor, y de donde no está exenta la belleza como ornamento y remembranza de la Sabiduría:

Así, sobre el fondo prototípico de un proceso iniciático, se teje una historia personalizada, en la que el recuerdo de los orígenes y la memoria de sí mismo son traducidos en el tiempo, como una evocación de la infancia en lo que ésta tenía de más puro, o como la rememoración de vivencias pasadas que fueron significativas y a las que se les descubre un sentido que muchas veces yacía oculto por la maraña de la psique.

Este recuerdo del Sí Mismo, aunque sea frágil y fragmentario, por una parte no se refiere a la personalidad tal como estamos acostumbrados corrientemente a considerarla, y por otra, se relaciona con el hecho de ir vislumbrando poco a poco una nueva dimensión del tiempo: el tiempo mítico (o la anamnesis tal cual la consideraba Platón), mucho más real y efectivo que aquel cómputo parcializado del devenir, el cual se nos aparece bajo esta luz como un amorfo más o menos ilusorio.

La audición de esas voces internas, es lo mismo que escuchar al hombre interior fuera de sus circunstancias externas; vivenciar el Ser, el hombre universal, afortunadamente separado ahora de sus máscaras o roles y también de sus variadas conductas y formas de existencia.

Se pasa así a vivir una experiencia mucho más cercana a uno mismo, que nos va haciendo comprender una presencia que siempre ha estado allí, como un invisible componente de toda individualidad. Ese conocimiento de la unidad del Ser, a cualquier nivel que se produzca, se puede considerar como una ruptura del espacio profano en el que habitualmente estamos encerrados, y el acceso a otro plano, área o mundo, de mucha más sutileza y calidad, y por lo tanto de mayor riqueza cualitativa.

Se opera, por eso mismo, una ruptura de nivel espacial, a partir del tiempo tomado como un soporte de la eternidad, ya que él mismo constituye una manifestación refleja, o invertida, del no tiempo –o de otro tiempo–, que en la línea de nuestra horizontalidad histórica se comprende como algo anterior, cuando en verdad ese tiempo mítico vertical coexiste con la sucesión, razón por la cual de aquél puede decirse que: «es una imagen móvil de la eternidad».

Por eso mismo no puede verse a la creación:

Como algo absolutamente histórico, cuando en verdad éste es sólo un punto de vista, ya que el hecho creativo no es únicamente horizontal, sino que fundamentalmente es vertical, en cuanto a que el origen presente en cada forma substancial es extratemporal y no signado por el tiempo y el espacio. Ese origen de todos los ciclos es el ciclo prototípico, que en su dimensión increada está siendo siempre.

En realidad, lo que toda esta simbólica de las magnitudes temporales nos está indicando es que el tiempo indefinido no está sujeto a medida alguna, y que por eso mismo es también un reflejo móvil de la eternidad; el tiempo deviene siempre, y el paso de un ciclo a otro no interrumpe ese devenir, sino que lo regenera permitiendo su perpetuidad cíclica.

Pero quien advierta esa perpetuidad indefinida y perenne viviendo la experiencia de un proceso iniciático, tarde o temprano superará esos límites mentales que hasta entonces le impedían conocer otra calidad del tiempo (y del espacio) completamente distinta al ordinario: el tiempo mítico, no sometido a esas coordenadas, y en el que las cosas y las concepciones cotidianas pasan a ser completamente otras cosas y otras concepciones, «pues el ángulo de visión ha sido alterado por el conocimiento de lo suprahistórico y lo sobrehumano», o sea por el recuerdo del Sí Mismo.

Las medidas, magnitudes y proporciones espacio-temporales constituyen leyes que se refieren al orden cósmico, a la Cosmogonía como un juego de «relaciones inteligentes» que posibilitan el encuadre donde los seres y las cosas se manifiestan y desarrollan sus posibilidades existenciales; pero en el tiempo mítico, «antesala» del eterno presente, la Cosmogonía es vivida en su origen, en ese ciclo de ciclos prototípico, sin dimensión creada y en una actualidad siempre renovada, pese a lo cual es coetánea con cualquiera de esas medidas, magnitudes y proporciones espacio-temporales.

Finalizamos con esta otra cita de nuestro autor escogida en este caso de El Simbolismo Precolombino, que al mismo tiempo que está relacionada con todo lo que estamos diciendo, nos servirá de introducción al siguiente capítulo dedicado a este libro, el cual es, como El Simbolismo de la Rueda, absolutamente fundamental en los estudios sobre la Ciencia Sagrada en nuestra época.

El tiempo no ha sucedido antes ni sucederá después porque siempre está sucediendo, constantemente es ahora, y abarca la totalidad del espacio, donde se expresa de modo continuo como algo sobrenatural cargado de energías constructivas y destructoras representadas por númenes y cifras sagradas según puede observarse en sus calendarios. El movimiento, que es una imagen de la inmovilidad, es la huella visible que ésta deja al manifestarse, gracias a la cual podemos acceder a la eternidad de su reposo. Y es mediante las analogías, que vinculan a los símbolos, los mitos y los ritos con su origen increado, que el ser humano podrá jugar su papel y cumplir su destino en relación con las leyes y las estructuras del modelo cosmogónico.[67]



NOTAS

[52] Este capítulo, titulado «Ciclos y Ritmos», es complementario con aquel otro ya mencionado que conforma el capítulo III de Simbolismo y Arte, «El Ser del Tiempo».

[53] Puede decirse que es tras esa identificación con el Ser, o sea con la Unidad, con el Sí Mismo, que comienzan verdaderamente los misterios mayores, o la «iniciación polar». En este sentido los misterios menores, relacionados con las dos puertas solsticiales, tendrían que ver entonces con la «iniciación solar», que incluye también a todos los procesos vividos en el plano yetsirático (regido por la luna) en tanto que preparatorios para dicha iniciación.

La vida de Cristo, como la de otros héroes solares, es paradigmática a este respecto, pues las etapas de su historia humana, inscrita en una geografía igualmente significativa, reproducen exactamente las del viaje iniciático, que culmina en la cúspide del monte Gólgota, «donde se produce la exaltación gloriosa, la absorción en el regazo del Padre, lugar elevado, especialmente señalado en todas las tradiciones como sitio de contacto con otras realidades que están más allá del cosmos».

[54] En el capítulo siguiente, donde hablaremos del simbolismo precolombino en la obra de nuestro autor, nos extenderemos un poco más en la idea de movimiento asociándola al signo ollin.

[55] Esto último nos recuerda un hecho señalado por muchas tradiciones: que el espacio es «medido», y por lo tanto generado, por los «rayos solares», y es ésta una manera de relacionar también el tiempo y el espacio, teniendo en ambos casos al sol como protagonista principal. Recordemos en este sentido que Apolo, deidad solar por antonomasia, es denominado el «Dios geómetra». El movimiento del sol por la eclíptica zodiacal, o sea por el espacio donde se ubican los distintos signos zodiacales, «genera» el ciclo temporal, ya sea diario, anual o precesional, caso este último que está relacionado con los ciclos cósmicos. Añadiremos que desde el punto de vista humano el zodíaco constituye el «marco del cosmos», o sea su límite espacio-temporal, más allá del cual estas coordenadas no existen, viviéndose otros estados del Ser universal.

[56] Ese «principio substancial» no es otro que Prakriti, según la tradición hindú, equivalente a lo que la tradición occidental denomina la «materia prima», o «quintaesencia», que es el origen, el centro, de los cuatro estados de la materia sensible y de sus correspondientes estados a otros niveles más sutiles. Esto está muy bien explicado en el Arbol de la Vida Sefirótico (Ver los tres diagramas del Arbol en el capítulo V de El Simbolismo de la Rueda).

[57] Nuestro autor se hace eco aquí de lo que para la Antigüedad clásica significaba la palabra «materia», o la palabra «física», que eran sinónimas de «cosmos». Es decir no sólo se entendía por materia, o por física, la noción que se tiene hoy en día de ellas, sino que ambas constituían el cosmos en su integridad, en sus distintos niveles de manifestación. Como hemos dicho en la nota anterior, en su sentido más primordial la «materia» alude a la «Substancia universal» o «quintaesencia» (Prakriti), que es de la que nace justamente la manifestación cósmica bajo el influjo luminoso del Espíritu, la «Esencia universal» (Purusha). Precisamente, y como indica Federico a continuación, es porque tienen ese mismo origen que esos planos conforman entre sí un conjunto análogo y con leyes semejantes.

[58] Tomando como símbolo estas referencias espaciales, debemos decir que ese mismo papel de generador o padre cumple el espíritu con respecto al alma y el alma con respecto al cuerpo; éste está comprendido en el alma, y el alma en el espíritu, que puede ser representado como el círculo más grande que envuelve a los demás, lo cual es, por otro lado, una de las imágenes simbólicas del cosmos utilizadas durante la Edad Media y el primer Renacimiento (o sea antes de la «revolución científica»), donde observamos una serie de círculos concéntricos que van envolviendo a la tierra y a los elementos pasando por los círculos planetarios, el zodíaco, el cielo de las estrellas fijas, el primum mobile, y finalmente las nueve jerarquías angélicas, por encima de las cuales, y dando realidad a todo ello, se encuentra el «trono divino» y la «luz infinita», identificada con el Principio único.

[59] Devenir que de ningún modo es uniforme, pues «las épocas cronológicas de igual duración no responden necesariamente a tiempos equivalentes», es decir que a pesar de durar lo mismo, la «calidad» del tiempo es distinta ya se trate de una época u otra. Lo mismo sucede con el espacio, pues si bien «el espacio geométrico es uniforme, el físico no lo es. Se puede hablar de un espacio cuantitativo o mensurable, que se supone homogéneo, pero el espacio no es sólo la cantidad, sino también la cualidad de los elementos que lo componen. [En nota: «Para Alan Wats: ‘El espacio y mi conocimiento del Universo son lo mismo’»]. Más adelante nuestro autor habla precisamente de la rueda como espacio, y pone al símbolo del mandala (literalmente círculo) como ejemplo de ello.

[60] Estas palabras nos parecen de una precisión y belleza realmente iluminadoras. Nos hacen recordar inevitablemente lo que se dice en el libro de la Sabiduría (XI, 20), que el Gran Arquitecto: «ha dispuesto de todas las cosas en medida, número y peso».

[61] De ahí que lo englobe o comprenda, y la imagen que aquí surge es la de los círculos concéntricos, de la que ya hemos hablado en una nota anterior.

[62] Más adelante, y para indicarnos la importancia del delicado equilibrio en que se encuentra el orden universal, leemos lo siguiente: «Si se alterasen las proporciones, las magnitudes, las medidas de este equilibrio armónico, si la Tierra se alejara o se acercara al sol desmesuradamente, se acabaría la vida por congelamiento o por evaporación, por el excesivo apretujamiento molecular de lo compacto o por la dispersión molecular de lo gaseoso». A continuación extraemos la siguiente enseñanza: «Lo que nos expresa bien a las claras la relatividad de aquello que tomamos como algo fijo, real e inamovible, cuando es evidente que se trata de todo lo contrario. Sobre todo si consideramos que este permanente reciclaje de los elementos se produce igualmente, y con las mismas características, en el hombre, y que, más allá de ser sucesivo se da en forma simultánea».

[63] En nota escribe estas oportunas líneas: «La simbólica y la geometría son vehículos, enseñanzas didácticas para comprender el cosmos, pero no el cosmos en sí».

[64] Evidentemente estos símbolos-magnitud tampoco hay que tomarlos como si fueran años cronológicos. Por eso cuando nuestro autor habla de la edad del manvantara calibrándola en cuatro millones trescientos veinte mil años está refiriéndose efectivamente a un símbolo-magnitud, no a la «edad real» del manvantara vertida en años humanos. Esto va también para el kalpa. Añadiremos que todos los números cíclicos están relacionados con la división geométrica del círculo, que recordemos tiene 360 grados, múltiplo de nueve.

[65] Dice Federico a este respecto en una nota: «un milenio no es ni la fracción de un segundo en la vida de un dios».

[66] Este tema lo ha tratado en varias oportunidades a lo largo de su obra, sobre todo en el ya citado «El Ser del Tiempo» en Simbolismo y Arte, y también en los dos últimos capítulos de El Simbolismo Precolombino. No olvidemos tampoco el acápite «Astrología. Precesión de lo equinoccios», en el Módulo II del Programa Agartha, y por supuesto los cuatro números de la revista Symbolos dedicados a la Ciclología, dentro de los cuales aparece la traducción de uno de los estudios más importantes de René Guénon sobre el tema: «Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos cósmicos», incluido en su libro Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos.

[67] El Simbolismo Precolombino, cap. III.

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.