FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Capítulo I

LA RUEDA COMO UN SIMBOLO DE LA COSMOGONIA PERENNE
(continuación)

 

La Vía Simbólica

Ya desde el primer capítulo, nuestro autor comienza hablando del símbolo como vehículo del Conocimiento y de la ciencia que lo estudia, la Simbólica, o la Simbología. La definición de esta ciencia, la da sin embargo en el último capítulo, donde afirma que ésta jamás ha estado

Sujeta a la sistematización, ni a la manía clasificatoria de la epistemología (…) En verdad, la simbólica es una ciencia de estructuras, una ciencia arquetípica, una ciencia de ciencias. (Capítulo IX).

Tan alto concepto de la Simbólica, o del Símbolo, reside en el hecho de que él siempre ha constituido el núcleo y la estructura didáctica de la enseñanza iniciática desde tiempo inmemorial, la cual se ha ido actualizando permanentemente en consonancia con la naturaleza cualitativa del tiempo manifestado en cada momento histórico. Esto es precisamente lo que diferencia a la Simbólica de la epistemología, que nace en el ámbito universitario moderno sin relación directa con ningún tipo de tradición arraigada en la Filosofía Perenne. Recordemos de nuevo: el símbolo es el vehículo de la enseñanza iniciática. Por eso es muy significativo que el primer libro publicado por nuestro autor sobre la Ciencia Sagrada comience precisamente con un capítulo que trata exclusivamente del símbolo. El mensaje es claro: es muy difícil, en las condiciones actuales de la humanidad, difundir esta enseñanza (y vivenciarla en uno mismo como consecuencia de su recepción) si no se acude en ayuda del símbolo, pues él nos habla de «una realidad oculta» en los seres y las cosas, una realidad cuya existencia hemos olvidado:

Todos los seres y las cosas expresan una realidad oculta en ellos mismos, la cual pertenece a un mundo superior, al que manifiestan, y son el símbolo de un mundo más amplio, más realmente universal, que cualquier enfoque particular y literal, por más rico que éste fuese. En verdad la vida entera no es sino la manifestación de un gesto, la solidificación de una Palabra, que contemporáneamente ha cristalizado un código simbólico.

Así comienza este primer capítulo (y en consecuencia el libro de la Rueda), hablando directamente, sin rodeos, de la existencia en el mundo y en el hombre de realidades más sutiles y universales. Lo cual supone un reto y la posibilidad de emprender un viaje para su conquista, o sea la aventura del Conocimiento. Este es el objetivo, si así pudiera decirse, de esta Enseñanza: encontrar en uno mismo ese mundo, esa «realidad otra», que pudiera sacarnos de las limitaciones y condicionamientos impuestos por la individualidad, que por el hecho mismo de ser un reflejo de lo universal no tiene en sí misma su razón de ser; justamente esto, y no cualquier veleidad «ocultista» y «pseudo-esotérica», es lo que toda enseñanza iniciática promueve: ir a la causa y al principio de las cosas, y siempre se partirá del estado en que el ser se encuentra, en este caso el estado humano individual. De la ignorancia condúcenos al Conocimiento, nos dicen en el fondo todas las tradiciones sapienciales. Tomar conciencia de este hecho es de alguna manera empezar un proceso donde, sin embargo, todo está por hacer:

Tienes que hacerlo todo, instaurar una creación, un orden, una civilización, un lenguaje y un espacio absolutamente nuevos.

palabras que encontramos en ese inmenso poema alquímico que es En el Vientre de la Ballena, y que describen perfectamente el momento en que se halla el ser cuando, tras haber caído el primer velo de la ignorancia, descubre una perspectiva de las cosas antes insospechada, y que le ofrece la oportunidad de conocer sus estados superiores. En efecto, tienes que hacerlo todo de nuevo porque nada es lo que parece en este mundo de apariencias, el que Platón describió como una «caverna» habitada por sombras e iluminada por una luz que no está en su interior sino que procede del mundo arquetípico.

Se han de invocar, pues, esas ideas-fuerza que están en nosotros,[16] y que toman nombres de dioses, de númenes, de entidades sutiles, y conocer el lenguaje que emplean para manifestarse: el lenguaje de los símbolos, que por un lado vela su contenido a través de su forma, cualquiera que esta sea, pero por otro, y una vez nuestra mirada ha penetrado más allá de lo aparente y periférico, de lo más exterior (o sea de la circunferencia de la rueda), nos lo revela y descubre en todo su esplendor. Por lo tanto el símbolo no nos es ajeno, y la mente humana no tiene otra manera de aprehender las ideas sino es a través de su representación mediante las formas simbólicas; y más aún: el símbolo está ya incorporado y es parte constitutiva de nuestra identidad, o, como afirma Federico, es consubstancial a nuestro ser.

 


Fig. 5. El hombre microcosmos.
Cornelio Agrippa, De Occulta Philosophia, Amberes 1530.

 

Desde el punto de vista de la enseñanza iniciática, el símbolo es ante todo un vehículo de autoconocimiento, que va revelando los estados sutiles de nuestra conciencia (análogos a los del Ser universal) que permanecían totalmente potenciales hasta que por su intervención comienzan a expresarse y desarrollarse. Esa función intermediaria, de mensajero y de comunicador entre la idea arquetípica y el mundo concreto, es decir entre lo de «arriba» y lo de «abajo», lo «interior» y lo «exterior», el cielo y la tierra, es la razón de ser del símbolo, y también de las leyes de las analogías y las correspondencias, en las que éste se sustenta.

Podría concluirse que el símbolo vehicula y es el soporte de una idea-fuerza, que lo conforma y que actúa a través de él. Precisamente esta función mediadora lo vincula efectivamente con el papel que el ser humano ostenta en la creación, pues también el hombre es un intermediario, lo que hace que nuestra inteligencia y nuestra manera de aprehender el mundo se adecue perfectamente al lenguaje simbólico. La importancia otorgada al símbolo se debe a la propia constitución de nuestra naturaleza, pues no siendo ésta puramente intelectual, o espiritual, necesita de un soporte sensible y concreto para elevarse a los estados superiores. Los maestros griegos ya decían que el hombre sólo conoce a través de imágenes, es decir mediante símbolos.

Gracias al símbolo nos revelamos a nosotros mismos, pues merced a éste se forma la inteligencia, se crea nuestro discernimiento y se ordena la conducta. Pudiera decirse que él es la cristalización de una forma mental, de una idea arquetípica, de una imagen. Y al mismo tiempo su límite; lo que posibilita el retorno a lo ilimitado a través del cuerpo simbólico, que permite así las correspondientes transposiciones analógicas entre un plano de realidad y otro, facultando el conocimiento del Ser universal en los distintos campos o mundos de su manifestación. Y a que expresa lo desconocido por su apariencia sensible y conocida.

El símbolo conforma de continuo lo preexistente, establece una perpetua conexión con nosotros mismos y una vinculación constante con el cosmos, del que es solidario. El gesto simbólico, o el rito cósmico, es la permanente posibilidad del reciclaje del ser y de la cadena de los mundos. Es revelador, siempre da a conocer algo. Tiene también poderes transformadores. En efecto, a través de él algo abstracto se concreta, e inversamente algo concreto se abstrae.

No es poca cosa lo que dice nuestro autor en estas últimas líneas: que a través de la intermediación del símbolo lo abstracto se concreta, y lo concreto se abstrae;[17] y también que el símbolo por su forma sensible y conocida manifiesta lo desconocido. Todo esto nos hace recordar el siguiente pasaje de Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha, y perteneciente al acápite titulado precisamente «La Vía Simbólica»:

El símbolo es el intermediario entre dos realidades, una conocida y otra desconocida y por lo tanto el vehículo en la búsqueda del Ser, a través del Conocimiento. De allí que los distintos símbolos sagrados de las diferentes tradiciones –y por cierto también los símbolos naturales– se entretejan y se vinculen entre sí constituyendo una vía Simbólica para la realización interior, a saber: para el Conocimiento, o sea el Ser, dada la identidad entre lo que el hombre es y lo que conoce.[18]

¿Cómo entonces no va a tener el símbolo «poderes transformadores»? Por eso mismo su estudio no debe quedarse en la mera especulación, sino que ha de afrontarse con el ánimo de una conquista, o sea activamente, y al mismo tiempo con la necesaria receptividad para acoger las ideas que constituyen su contenido y que éstas puedan cristalizar en nuestra conciencia, regenerándola con su influjo. Recurrir al símbolo como medio de conocimiento de una Realidad que es esquiva por su propia naturaleza suprahumana es movilizar todo nuestro ser, todas las facultades del alma como si se tratara de una milicia invisible, entre las cuales la voluntad de ser y la memoria –que no en vano es el nombre de una diosa– desempeñan un papel crucial en el proceso de regeneración, junto con esa energía intangible y misteriosa que anida en lo más íntimo de todo hombre y que nos impulsa a amar el Conocimiento.

Este primer capítulo constituye sin duda una auténtica «piedra de fundación» de toda la enseñanza de nuestro autor, y así su estudio nos dará una idea bien amplia sobre lo que es el símbolo, sobre su identidad y lo que a través de él se significa y se revela. Es un capítulo imprescindible por lo que tiene de auténtica introducción a la Vía Simbólica al remarcarse con toda nitidez que sólo asimilando la didáctica del símbolo podremos disponer de una herramienta bien valiosa para saber cuáles son las ideas y estructuras prototípicas que están en el origen y el desarrollo de cualquier hecho manifestado, empezando por el de nuestra propia existencia.

Para entender esto conviene no olvidar nunca que el símbolo sagrado es en sí mismo la unión de una energía vertical y otra horizontal, tal cual lo expresa la escuadra de brazos iguales, la que al desdoblarse genera la cruz, que constituye la primera estructura, propiamente hablando, de la rueda, ya que divide a ésta en cuatro partes y

en la cual los brazos horizontales conforman el campo o plano de manifestación del símbolo, y los brazos superior e inferior, estarían expresando su energía ascendente-descendente o benéfica-maléfica, respectivamente.

El símbolo certifica e integra la realidad de lo vertical y lo horizontal, pues si no fuera así no podría cumplir esa función intermediaria. En efecto, el símbolo

constituye un punto de conexión donde se produce la transición entre dos realidades, participando de ambas: como sujeto dinámico, o como objeto estático.

A su función intermediaria como sujeto pudiera representársela geométricamente con la vertical, que se recorre en dos direcciones: ascendente-descendente-ascendente. Y a su función como objeto estático se la podría ilustrar con la horizontal, que es un reflejo de la energía vertical en el plano de la realidad sensible donde ésta se expresa. Y donde también se da su ambivalencia, generando de esta forma las leyes de la simetría, lo izquierdo y lo derecho en el cosmos.

En el símbolo dos realidades de diferentes planos se comunican entre sí, participando de ambas,[19] ya sea como sujeto dinámico o como objeto estático. Como sujeto el símbolo necesariamente es activo en una dirección axial de doble recorrido ascendente-descendente-ascendente. A su vez, la función del símbolo como objeto estático, es decir pasivo, se la representa por la horizontal, que en efecto es la proyección de esa energía vertical en el plano de reflexión, ya se trate del plano concreto y terrestre, o bien de un estado cualquiera de manifestación. Gracias, pues, a su función como eje vertical el símbolo puede comunicar las ideas más altas, es decir puede comunicar lo simbolizado,[20] en el estado determinado que se corresponda con el plano horizontal, como por ejemplo es nuestro estado humano individual, y simultáneamente posibilita que partiendo de ese estado nos elevemos hacia los mundos superiores una vez que hemos desarrollado en nosotros mismos los principios recibidos por la acción del símbolo, y de su comprensión.

 


Fig. 6. Uróboros. Principio Fabrice, Delle allusion, imprese et embleme, siglo XVII

 

Al mismo tiempo, y como afirma nuestro autor, la proyección de la vertical en la horizontal crea también las leyes de la simetría, es decir lo izquierdo y lo derecho en el cosmos, una ambivalencia expresada a través de dos sentidos o direcciones opuestos en el plano horizontal, equilibrándolos.

Esta polarización está presente en todo lo signado por el espacio y el tiempo, y se refiere al pasado y al futuro, a lo pasivo y a lo activo, a la concentración y a la expansión, a la atracción y a la repulsión, y a toda dualidad complementaria de opuestos que posibilitan el orden y el equilibrio cósmico, y que el símbolo testimonia sin hacer exclusiones.

La simpatía, o la sintonización de una onda o vibración rítmica común, hace que dos cosas se correspondan, pues lo similar atrae lo similar y se une con él.[21] La atracción produce la complementariedad y la fecundación, la división prohíja la ruptura y la expulsión. Para que dos cosas se atraigan mutuamente es necesario que haya en una, parte de la otra, y en ésta algo de aquélla.

Estas situaciones se dan a distintos niveles de profundidad y planos de relación. Y es necesario que exista afinidad para que la armonía rítmica se produzca. Asimismo se requiere que la disposición o la forma de los entes asociados se correspondan para que se dé la conjunción armónica. Esto quiere decir que estén «diseñados» de tal o cual manera para que el acoplamiento sea posible; que se hallen invertidos los unos con respecto a los otros. Tal lo pasivo y lo activo (la copa y el líquido que la colma), lo cóncavo y lo convexo (la matriz y aquello que se plasma en ella).

En el plano horizontal una fuerza cósmica se expresa polarizada a través de dos energías, o dos aspectos, que se oponen entre sí, pues están invertidos el uno con respecto al otro. Sin embargo, esa oposición los hace al mismo tiempo complementarios, pues procediendo de un principio común polarizado, en uno de ellos ha de existir efectivamente una parte del otro, y en éste una parte de aquel, de tal manera que se necesitan mutuamente, constituyendo esa complementariedad una imagen de la unidad recobrada. Uno de los símbolos más claros de esto es la doble espiral, donde se hace evidente la expansión y la contracción, así como la mutua interrelación entre dos entes (como en las dos serpientes del caduceo hermético enroscadas en torno a su eje), o el símbolo del yin-yang, donde a su vez se hace manifiesta la presencia de lo cóncavo y lo convexo, lo pasivo y lo activo, re-unidos en un todo. Esto es una expresión de esa «armonía rítmica» polarizada que recorre todos los grados de la existencia, desde el más sutil hasta el más denso, y es dentro de ese ritmo expansivo-contractivo, disolutivo-coagulativo, donde se producen también las modificaciones a las que están sujetos todos los seres manifestados.[22]

Sin embargo, hay que tener en cuenta que la idea o esencia misma de la vertical,[23] o sea aquello que simboliza, es anunciarnos la existencia de «otro mundo» o realidad que no está sujeta a las coordenadas espacio-temporales, que finalmente siempre se refieren a la horizontal como símbolo de la manifestación. Por lo tanto, la vertical no sólo es un eje de referencia ordenador en el plano creacional, es decir en el constante flujo y reflujo de la «rota mundi», sino que ante todo es la permanente posibilidad de sustraerse a dicha rueda en su giro perenne y, mediante la identificación con lo que la vertical significa, conocer el dominio de lo supracósmico y lo metafísico.

Ya hemos visto que el símbolo se fundamenta en las analogías y correspondencias existentes entre los diversos órdenes de realidad, y que es a través de ellas cómo un concepto o pensamiento puede ser comunicado.

La analogía es la relación que existe entre un objeto y otro objeto, entre un plano y otro plano, que vibran a la misma frecuencia. Se ha dicho que la analogía es correspondencia rítmica. Y el símbolo es la unidad analógica entre un plano y otro plano, o un objeto y otro objeto. También pudiera decirse que él es el mensajero de una energía-fuerza, que lo conforma, y que actúa mágicamente a su través.

De hecho, todas las formas se reducen a escasas estructuras primarias que están en la base prototípica de cualquier manifestación. Este conjunto de módulos e imágenes se halla también simbolizado ordenadamente por las figuraciones geométricas en correlación con el denario numeral, las que conjuntamente hacen posibles todas las construcciones matemáticas. En el código del lenguaje alfabético-fonético, las letras y las sílabas tienen esa misma función sintetizadora-generadora, así se las mire desde el punto de vista de la manifestación verbal hacia sus orígenes, o contrariamente, desde su fuente original hacia su solidificación o concreción en palabras u oraciones.

El símbolo, al sintetizar en sí todas las posibilidades expresivas, está manifestando a nuestro orden sensible y sucesivo la simultaneidad del conocimiento, que se traduce en la pluralidad de sus significados. La analogía es una lógica fundamentada en los mecanismos de asociación. El universo es un tejido de estructuras interdependientes, incesantemente relacionadas las unas con las otras. Estímulos y respuestas que a su vez han de generar nuevas contestaciones.

En las analogías y las correspondencias se basa la Magia Natural, que nos habla de la íntima solidaridad entre todas las cosas presentes en el universo, o sea de los lazos que unen el mundo corporal, el anímico y el espiritual. El rito se basa en esta ley universal, pues siendo como hemos dicho el símbolo en acción o en movimiento permite que la energía-fuerza de éste se despliegue como una vibración que repercute en todos los niveles cósmicos, comunicándolos entre sí, teniendo al hombre como intermediario pues en él se refleja el cosmos entero.[24] En efecto, esa vibración es un ritmo que sustenta todo lo creado, y le da la vida, como podemos observar igualmente en el ritmo de la respiración y del corazón, y en realidad en la cadencia de todo movimiento. El rito, el símbolo en acción, también responde a esa cadencia rítmica, y por eso posee el poder de hallar «correspondencia» con todos los mundos, y a través de ellos llevarnos hasta la fuente misma de donde mana ese ritmo: la Unidad indiferenciada.

Es gracias a la cadencia inefable del lenguaje simbólico, y su reiteración ritual, que se generan los códigos y se repite el modelo cósmico presente en cada una de sus partes constitutivas, pues ellas pertenecen al cuerpo simbólico y reiteran el arquetipo del que han de derivar todos los modelos posibles. De la arquitectura del cosmos a las arquitecturas particulares, y contrariamente, de las arquitecturas particulares a la arquitectura cósmica.

Si el rito es el símbolo vivido y experimentado, todo símbolo es la fijación de un gesto ritual, empezando por el arquetipo de todos los gestos: la creación del mundo por el Gran Arquitecto, el Noûs-Dios o Intelecto Supremo. Como dice nuestro autor, si el cosmos es la fijación de un gesto, o la solidificación de la inflexión de un sonido, o la danza de un bailarín supracósmico, es por lo tanto un rito primigenio que se halla implícito en todo lo manifestado. Y añade:

El rito es liberador; al imitar conscientemente y con la debida disposición armónica el ritmo de la estructura cósmica, nos permite salir de ella por su intermedio, encontrando así la posibilidad de trascenderla al vivenciarla, y comprenderla en el corazón. Esta liberación no es ningún «milagro», pues verdaderamente la estructura cósmica es nada más –y nada menos– que un soporte de lo increado, y el hombre un simple extranjero, como exiliado en esta tierra. Este es un hecho normal, tal cual el retorno a nuestra auténtica casa, o a nuestros orígenes no humanos. Y el rito iniciático, una vía ordenada para efectuarlo.

En realidad, la vida misma es el mayor de los ritos. Una ceremonia permanente, el rito por excelencia, donde la perfección finita de cada símbolo o gesto esconde e implica una perfección infinita.

Si el símbolo es la idea arquetípica hecha visible, o audible, o sea incorporada y plasmada en la materia, entonces de manera natural se establece una jerarquía entre la forma del símbolo, que es su vestido o diseño, y la causa invisible que lo genera. Podríamos entonces decir que el símbolo es la forma que toma la idea en este plano, que es precisamente el de las formas individualizadas. Por eso mismo ningún símbolo es arbitrario sino que responde a una realidad que se concreta a través de él: la realidad de lo simbolizado, la idea-fuerza o el arquetipo eterno. Lo mismo diríamos del mito, que es el símbolo manifestado de forma oral y por ello capaz de fecundar la memoria y producir la anamnesis, el «recuerdo del Sí Mismo», y ese recuerdo es una energía que una vez se ha activado en el alma se constituye en el motor secreto de la transmutación. Acerca del mito leemos en la página 31-32:

En una concepción donde el universo es un conjunto de partes solidarias, indisolubles e interrelacionadas, el cosmos también tiene mente y memoria. Los períodos de ‘sueño’ en el universo, corresponden a los momentos de olvido de los pueblos, a su desintegración. El mito hace que éstos despierten y se produzca la reintegración y la ‘remembranza’.

En el hombre sucede lo mismo, y gracias al mito nos liberamos del tiempo relativo y ordinario, y regresamos a un tiempo otro, en donde todo es verdad, a un momento sin duración cronológica, a un estado ‘mítico’ original, perfectamente experimentable, en el que las cosas y las concepciones cotidianas pasan a ser completamente otras cosas y otras concepciones, pues el ángulo de visión ha sido alterado por el conocimiento de lo suprahistórico y lo sobrehumano.

Es importante destacar que la forma normal de transmitir el mito es a través de la poesía y su recitado rítmico reiterativo, la que junto con el gesto y el movimiento conforma y escenifica la estructura del rito. Se trata de dar expresión a los grandes ritmos cósmicos y naturales que se transfieren a los acontecimientos y a los personajes en el tiempo de una historia, en un estado particular. Esta cosmogonía repite mágicamente la situación original, haciendo el presente efectivo, actual y renovador, por obra del poder concentrado del mito y su ritualización.

Entonces el símbolo (también el rito y el mito):

manifestará cabalmente la energía-fuerza que lo ha conformado y podrá transmitirla en el contexto adecuado, que él mismo condicionará, por la actualización de su potencia. Inversamente se puede decir que esta energía inteligente trasciende al símbolo considerado como mero objeto estático, o soporte de conocimiento. Y siendo esto así, nos hará pasar por su intermedio de un plano de conciencia a otro, constituyéndonos en los protagonistas del conocimiento, vale decir, del ser, ya que existe una identidad entre lo que se es y lo que se conoce.

Se actualizan entonces todas las potencias inmanentes del símbolo, y la idea fuerza de lo simbolizado se comprende en todo su esplendor, ya que ha sido manifestada adecuadamente. A través de la identificación con el símbolo y con el conocimiento paulatino nacido de la reiteración ritual y revivificante de su energía, deviene lo simbolizado, que ha estado oculto en la estructura simbólica, y que ésta no ha dejado nunca de expresar.

Todo lenguaje incluye un metalenguaje, y en verdad no habría lenguaje sin metalenguaje o translenguaje. El trans-lenguaje metafísico se expresa por el modelo del universo, o plano de la creación. Es decir, a niveles inteligibles y sensibles, en razón de que el lenguaje y lo físico existen para este fin, constituyendo códigos simbólicos de revelación.

Conocer es aprehender aquello que se conoce. Es realizar una síntesis, de tal suerte que la unión del sujeto y del objeto de conocimiento sea el conocer. Que el que conoce sea idéntico a la cosa conocida. Se trata entonces de una conjunción de opuestos, merced a la cual se produce el conocimiento. Esta unión complementaria es la misma que se obtiene en y por el amor, producida también por la atracción de oposiciones que se conjugan y que de esa forma re-crean la unidad originaria –a cualquier nivel en que acontezca–, estabilizando el equilibrio general, además del particular.

Esto es muy importante: todo conocimiento es el fruto de una síntesis, es decir de una conjugación y de una complementariedad, en definitiva de un acto de amor pues esta energía, tan alabada por Platón y los neoplatónicos del Renacimiento, es la que lleva constantemente a la unión de los opuestos; unión que «recrea» precisamente la unidad originaria, de donde todo emana y a donde todo conduce finalmente. Las palabras de nuestro autor resplandecen como el fulgor de un relámpago:

La unidad es el símbolo más alto de todos, el símbolo por excelencia, porque lleva en sí la potencialidad de lo simbolizable. El principio ontológico es la razón de ser del símbolo; y la unidad, su manifestación simbólica. El Ser, El mismo, aun siendo increado es el origen de la emanación que dará lugar a la concreción material.

Y a continuación:

Reiterando el acto creativo, que nace de la pureza indiferenciada, sin mezcla, de lo que no es ni un polo ni otro, sino lo que es en sí mismo, nos regeneramos a nosotros y al universo, constituyéndose el hombre en el símbolo central, de lo único, que es lo mismo que decir del ser, del amor, o del conocimiento.

Comprendiendo la identidad entre el Ser universal, el Todo y el Sí Mismo, la entera manifestación de los principios se nos presenta como una revelación. Se habrá llegado entonces a conocer la unidad del Ser, sin división ni extensión de ningún tipo, motivo por el que no puede tener par.

Sin embargo, esa realidad que a nivel cósmico es la más alta, no es sino un punto afirmado en las posibilidades infinitas del No Ser. Por lo que el Ser es un punto en la infinitud del No Ser (o de lo supracósmico, o del Supra-Ser o del Hipertheos realmente incondicionado) e inversamente el No Ser es un punto presente en todo lo que es.

Nos hemos permitido poner estas largas citas porque en ellas se tocan aspectos muy sensibles de la enseñanza iniciática, donde el símbolo, el rito y el mito representan los elementos de transmisión de las ideas de la Ciencia Sagrada. De entre los símbolos la Unidad es el más importante de todos: «porque lleva en sí la potencialidad de lo simbolizable». Es decir la posibilidad de todo lo que puede ser manifestado, y por lo tanto nombrado y numerado, pues más allá de la Unidad, más allá del Ser, nada puede simbolizarse ni nada puede nombrarse por su propia inmanifestación. Esto supone, como dice más adelante nuestro autor, considerar como simbólica a la misma Tri-unidad ontológica, es decir a los principios universales que constituyen el Ser.[25] Sin embargo, esos principios que se sintetizan en la Unidad, en Kether, constituyen un punto en la infinitud del No-Ser absolutamente incondicionado, del En Sof. Pero a continuación nuestro autor afirma: «e inversamente el No Ser es un punto presente en todo lo que es». Esta última idea es totalmente liberadora, ya que nos permite concebir en el seno de la manifestación a los principios más universales, incondicionados y metafísicos; si no fuera por esta posibilidad jamás podríamos salir del «ciclo de la necesidad», o de la rueda del samsara, donde a una muerte sigue un nacimiento, y viceversa, de forma indefinida.[26]

En segundo lugar, y en relación con esto último, porque nuestro autor nos ilustra acerca de algo muy importante, a saber: que gracias a la reiteración del acto creativo revelado por el símbolo de la unidad, es decir por aquello que no es ni un polo ni otro, o sea que no es dual y que por lo tanto conserva la pureza indiferenciada y sin mezcla de los orígenes, nos podemos regenerar a nosotros mismos. En efecto, aquí se nos hace evidente que la Vía Simbólica, o sea el conocimiento a través del símbolo, es una forma de la Alquimia, pues el trato con las ideas-fuerza (es decir con ángeles y entidades sutiles), a las que expresan, llevan gradualmente a la purificación del «compuesto» (compost) psicológico, a su transmutación y al cambio de estado. Si el símbolo no es operativo para nosotros, si no es capaz de alterar profundamente nuestra percepción de una realidad ilusoria por estar sometida a los sentidos perecederos, significará que nada o muy poco hemos comprendido de su mensaje interno y liberador.

 


Fig. 7. Fiat Lux. Robert Fludd, Utriusque Cosmi Historia…, 1617

 

Sucumbir al sueño de lo profano significa el olvido del Sí Mismo (en contraposición al «recuerdo» o anamnesis), y se requiere estar constantemente alerta para no caer en la ilusión de la esfera sublunar, uno de los planos comprendidos dentro del mundo de Yetsirah según la Cábala. Las «trampas» que se nos tienden para que caigamos en él son muchas, y a veces se cae, pero hay que saber que ese plano se encuentra «invertido», al «revés», o sea que supone el reverso oscuro del Mundo Inteligible, al que niega por desconocerlo; en él se encuentran las posibilidades más inferiores de la creación, las que por cierto también se han de manifestar, y en este sentido no deben rechazarse sin más por el aspirante al Conocimiento, sino tomarlas como los alquimistas nos enseñan y Federico lo recuerda en su didáctica: como un abono «que facilite la transmutación».

En última instancia nada es rechazable en el «plan cósmico» sino que todo cumple su función aunque la desconozcamos; es llegando a ciertos extremos inferiores de nuestra psique que empezamos a remontar hacia lo superior, y de hecho esto forma parte del viaje iniciático,[27] siendo inevitable muchas veces «caer» o «perderse» en el laberinto enmarañado de nuestra mente. Pero recordando de nuevo el capítulo VIII que habla de las dos mitades del modelo cósmico, allí se dice que es gracias a la energía de tamas, que nos impulsa hacia «lo bajo», que podemos conocer su opuesta, la energía de sattwa, la que nos impulsa hacia «lo alto», a los estados superiores. En efecto:

Sin caída no hay redención, nos dice Federico en dicho capítulo, y es obvio que sin tamas, sattwa no tendría lugar en la conciencia, es decir, en nuestro mundo. Y en vez de adjudicarle un valor a estas energías referido a su bondad o maldad –excluyendo ilusoriamente a una en beneficio de la otra–, bien haríamos en tratar de comprenderlas bajo la luz recíproca que ellas simultáneamente emiten, merced a la cual podemos diferenciarlas, como posteriormente distinguiremos a ambas de rajas, su expansivo reflejo generador.

También tamas es una forma de la deidad y por lo tanto su energía es sagrada. Conociendo esta realidad como componente del Ser universal presente en toda la creación –a la que da precisamente lugar– es que el individuo puede saber de su contrapartida, de la posibilidad de su opuesto, o sea: de la realidad igualmente válida de sattwa, que por otra parte es también una energía inmanente en tamas, así como esta última está comprendida en sattwa y las dos conjuntamente en igual proporción en rajas, fundamentando el cosmos en su expansión horizontal.

Habría que agregar que el constante y precario equilibrio de estas alternativas en determinados períodos del tiempo histórico, hace que predomine sucesivamente una sobre las otras en aras de la proporción del conjunto.

Lo importante, en esos momentos críticos, y siempre a lo largo de dicho viaje, es atender a las voces internas que gracias al símbolo, a su energía espiritual, se van despertando en nosotros y que nos hablan de una realidad cada vez más nítida y sin reflejos.

Otra cuestión se debe recalcar recordando palabras anteriores de nuestro autor. En la transmisión del Conocimiento participan por igual los símbolos naturales y aquellos conscientemente diseñados por los sabios y hombres de conocimiento de todas las tradiciones y épocas, para servir de soporte a la meditación y la enseñanza, y muchas veces estos últimos son extraídos de la misma contemplación de los fenómenos naturales, como ocurre en la tradición extremo-oriental y precolombina, por poner dos ejemplos ilustrativos al respecto. Toda la naturaleza en su conjunto es un símbolo de lo sobrenatural; en ella el hombre antiguo y tradicional, dotado de un pensamiento mágico-teúrgico, ha visto una manifestación permanente de lo sagrado.

No obstante, la Vía Simbólica, utiliza, por así decir, sobre todo los símbolos geométricos y numéricos, ya que sintetizan muy bien la enseñanza iniciática. De ellos derivan también todas las artes y artesanías, incluidas las sonoras y rítmicas. El ser humano, pese a tener en sí mismo todas las posibilidades de manifestación, y de lo que está más allá de ellas, sin embargo, en su estado ordinario las tiene en potencia y necesita una didáctica que le enseñe la

cosmogonía y el conocimiento de otros mundos, o nuevos estados del ser, que constituyen la verdadera realidad de lo que es el hombre y el universo.

En efecto:

Esta posibilidad siempre es enseñada; el ser humano en su estado ordinario no la conoce, ni puede realizarla por sí solo, mal que le pese, y necesita siempre un espejo donde mirarse y reconocerse, y la palabra que lo rescate del mundo de los muertos, o de los ignorantes, y le insufle la posibilidad de una nueva vida, de encarnar el hombre nuevo.

Ese espejo es, en primera instancia, el juego de las simbólicas, que han de ser aprendidas y enseñadas, para obtener así un imprescindible estado de virginidad.

Estas últimas palabras han de retener nuestra atención, pues nos dicen con toda claridad que la función principal del aprendizaje de ese «juego de las simbólicas» es la preparación para el logro de un estado de conciencia que es más bien un vacío, o una página en blanco, que como hemos señalado anteriormente, surge como resultado de un largo proceso de purificación que cristaliza en la transmutación, equivalente al tallado de la piedra bruta en piedra cúbica de la Masonería.

Todo día de la creación es el primero y todo símbolo expresa hoy, a su manera, una idea arquetípica, universal, simultánea y eterna. (Capítulo II).

No se trata entonces de «saber más» sobre el símbolo, sino de que su comprensión vaya decantando poco a poco, gradualmente, nuestro pensamiento hacia lo verdaderamente universal, que lo es justamente porque está exento de cualquier interés individual y particularista, el que lleva a la dispersión y a la multiplicidad bajo todas sus formas si se lo toma por un absoluto. Si la energía del símbolo actúa en nosotros, lo demás se dará por añadidura. Precisamente, esas mismas simbólicas

son ordenadoras, y quienes las transmiten las conocen porque a su vez se las han enseñado. Esta cadena iniciática tradicional, nos remonta hasta el origen, tanto histórico como atemporal, al fin del cual nos encontramos siempre con la misma pregunta: ¿quién? [en nota: Esta es también la última pregunta de la Cábala hebrea: ¿mi?] ¿Quién se los ha revelado a los sabios y a los hombres? Según la tradición, su origen es no humano, por ser supracósmico. De hecho, todos los pueblos coinciden en la fuente mítica, producida en la noche de la historia, más allá del tiempo. Además es unánime la idea de un dios civilizador y ordenador, o la de un héroe liberador e instructor.

Los símbolos necesitan ser enseñados, para que haya una comprensión real de las fuerzas que concentran. La energía que permanece oculta en el símbolo en estado potencial requiere ser activada. Mediante el rito del aprendizaje, el estudio y la meditación, se despierta al símbolo y éste actúa. La relación es mutua.

La energía-fuerza que éste expresa viene a nosotros, y nosotros a nuestra vez la proyectamos sobre él, estimulando su propia esencia. Se evoca entonces, además, la energía de todos los que han conocido, comprendido y transmitido el símbolo. Y esa misma entidad, o estructura arquetípica, actualiza los principios universales, haciendo que éstos devengan a nosotros y nosotros participemos de ellos, gracias a la identificación con el símbolo y la mediación simbólica, reactivada por una exégesis ritual, que es aquélla que a lo largo del hilo de la historia ha mantenido viva la posibilidad de la regeneración, o lo que es lo mismo, lo que hace factible que todo sea siempre nuevo y verdadero. (Capítulo I).

 



NOTAS

[16]  Recordar aquí las palabras evangélicas: «El reino de Dios está dentro de vosotros».

[17] «Materializar el espíritu, espiritualizar la materia», dicen los alquimistas de todos los tiempos.

[18] En relación con esto, nuestro autor afirma lo siguiente en la página 104 (capítulo IV): «El pensamiento analógico es mágico, porque las asociaciones y correspondencias que él provoca nos enseñan a pensar, nos hacen saber de qué se trata el oscuro recuerdo del conocimiento. Y nos transforman en verdaderos seres inteligentes, al hacernos partícipes de la naturaleza de nuestra identidad».

[19] En este sentido, en el capítulo I de Simbolismo y Arte podemos leer lo siguiente en relación con el significado mismo de la palabra símbolo: «El término griego symbolon, se refería a dos mitades de algo que se juntaban, que coincidían, y conformaban un signo de reconocimiento; puede apreciarse inmediatamente que estas dos mitades son análogas, lo que caracteriza a la simbólica, pues nada ni nadie puede expresar o transmitir algo si no lo hace mediante una correspondencia entre lo que quiere manifestar y la forma en que lo manifiesta, es decir, el arte con que lo hace».

[20] Debemos recordar aquí que el símbolo no es lo simbolizado, sino el vehículo que lo expresa o sugiere. Lo contrario sería confundir la imagen con aquello de lo que ella es reflejo. El origen de cualquier forma de idolatría reside precisamente en esa confusión.

[21] En efecto, que «lo similar atrae a lo similar» es un principio que rige en todos los aspectos de la vida cósmica y humana, y además es regenerador por cuanto que permite que en nuestra alma resuenen las vibraciones de otras realidades semejantes a las que ella alberga en su interior, y así lo entiende la Alquimia.

[22] «Los diez mil seres son modificados por yin y yang», se dice en la tradición extremo-oriental. Véase también el capítulo XXII de El Simbolismo de la Cruz, de René Guénon.

[23] O del «punto central», ya que éste es el trazo de la vertical en el plano horizontal.

[24] El rito concentrado del estudio en los símbolos y textos tradicionales genera también ese ritmo primordial y lleva sus vibraciones sutiles a todo el ámbito de nuestra conciencia, contribuyendo a su universalización. Por eso mismo nuestro autor ha dicho en más de una ocasión que no hay que confundir el rito con el «ritualismo» o «ceremonialismo», como tampoco el símbolo con la alegoría.

[25] Esto plantea una cuestión muy interesante, pues aquí ya no se trata del símbolo sensible y concreto, es decir materializado en cualquiera de sus expresiones relacionadas con el sentido auditivo y visual, sino del símbolo considerado a niveles propiamente inteligibles y ontológicos, es decir en los niveles más altos del Alma Universal, Nesamah en términos cabalísticos. Es en este plano del Alma donde habitan las entidades angélicas más elevadas, los serafines, querubines y tronos, que conforman tres círculos concéntricos en movimiento en torno a la Esencia Divina, Una e Inmutable, a la que Dante, en la Divina Comedia, denomina el Punto luminoso. Precisamente, en el canto XXVIII del Paraíso, cuando comienza el viaje por el Noveno Cielo, el poeta florentino ve a través de los ojos de Beatriz (de la Sabiduría), la identidad entre la imagen (el símbolo) y la verdad que ella alberga en su seno («y ve que imagen con verdad concuerda»), la realidad única del Principio.

[26] Sin embargo, es tomando conciencia del samsara que podemos salir de él y acceder al nirvana, al centro del estado humano. Es gracias al límite que podemos formarnos la idea de lo ilimitado. En efecto, en el capítulo VIII («Las dos mitades del modelo cósmico») nuestro autor afirma: «el conocimiento real del samsara es lo que nos lleva al conocimiento verdadero del nirvana, que al ser obtenido –y sólo en ese momento–, nos dice que samsara y nirvana eran y son una sola cosa, que la diferenciación es únicamente una forma de decir, una simple manera fenoménica de la mente, emparentada con la ilusión y la ignorancia». Y a continuación: «Por otra parte, creemos que bajo esa misma luz deben leerse las palabras evangélicas: ‘Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?’, ya que en ellas puede verse que toda enseñanza comienza siendo un aprendizaje sobre lo cosmogónico, que permitirá el posterior pasaje a lo metafísico. Así lo es, al menos, para esta época del ciclo, en donde Occidente tiene precisamente una fuerza gravitacional tan importante y de la cual Cristo es el avatar».

[27] Mencionando de nuevo al poeta florentino, es llegando al centro de la Tierra, al punto más bajo y oscuro de la Creación, que Dante comienza a elevarse hacia la luz.

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.