FRANCISCO ARIZA

LA OBRA DE FEDERICO GONZALEZ
Simbolismo - Literatura - Metafísica

 

Capítulo I

LA RUEDA COMO UN SIMBOLO DE LA COSMOGONIA PERENNE

 


Fig. 1. Espirales y círculos de todo el mundo.
Flinders Petrie, Dover Publications, 1974

La Rueda es uno de los símbolos más estudiados en la obra de nuestro autor, ya sea en sí mismo o relacionado con otros códigos simbólicos tradicionales. De hecho, mucho antes de publicar el libro sobre la Rueda, el simbolismo de ésta ya formaba parte de su enseñanza impartida durante años en los cursos y conferencias. No hay prácticamente ningún libro suyo donde no aparezca este símbolo, y la razón de ello reside en que él se presta como pocos para la transmisión de las ideas de la Cosmogonía Perenne, y por extensión de toda enseñanza verdaderamente iniciática y metafísica, como tendremos ocasión de ver a lo largo de este capítulo, que trata precisamente sobre el libro de la Rueda, que es el primero que publicó bajo el título La Rueda. Una Imagen Simbólica del Cosmos.[8]

En realidad, aunque se edite por primera vez en 1986, La Rueda comienza a escribirse en Abril de 1980 durante el transcurso de un viaje que nuestro autor realiza por Oriente y la India. Un dato importante a retener es que su publicación coincide prácticamente con el momento en que Federico pasa a consagrarse casi por entero a su obra escrita, la cual se irá dando en el tiempo de forma paulatina y conservando siempre ese carácter didáctico, como no podría ser de otra manera, pues éste constituye un «sello» inherente a toda su obra, ya sea oral o escrita, y ciertamente no hay diferencia entre ambas en lo que toca a la esencia de la doctrina.

Como él mismo señala en la Nota Preliminar, el libro de La Rueda constituye «una síntesis de lo expresado en varios años de conferencias y cursillos», y de alguna manera esa síntesis supone la «fijación» de un itinerario intelectual que hasta entonces había tenido como medio de expresión fundamentalmente la palabra, y que, como decimos, a partir de ese momento va a dar nuevos frutos al cristalizarse por medio de la escritura; cristalización que en este caso en modo alguno es sinónima de «solidificación», sino más bien tendría que ver con la naturaleza traslúcida de la piedra cristalina (el diamante por ejemplo), a través de la cual la luz pasa sin resistencia ni opacidad alguna, y lo que proyecta no es otra cosa que la luz misma en su prístina pureza, como no podía ser de otra manera al tratarse de los Principios y las Ideas Universales.

Sabemos muy bien que en nuestro autor no hay solución de continuidad entre su pensamiento y su acción, que es su obra, y que ésta no es sino la prolongación de ese pensamiento, lo cual, naturalmente, se plasma en la coherencia de su discurso, sustentado en las analogías y las correspondencias sutiles entre el cielo y la tierra. Es un discurso estructurado de acuerdo a esa energía que la Cábala llama Tifereth (Belleza, Esplendor, Armonía), corazón del Arbol de la Vida y reflejo directo de Kether, la Unidad. En este sentido, y como nos dice Paracelso:

Cuando al escribir uno se atiene exclusivamente a la verdad, no son letras lo que escribe, sino que es el espíritu el que fija la verdad, que en sí es invisible y tiene que llegar hasta nosotros mediante la palabra escrita o hablada.

La «fijación» a que hacíamos referencia anteriormente en relación a su obra escrita, puede ser vista también, y haciendo uso del simbolismo de la rueda, como una «concentración de energías» en un punto que al «irradiarse» va a generar espacios y tiempos que traerán consigo nuevas formas de difusión de la Enseñanza, como es el caso de la creación de la Editorial Symbolos (que se inaugura precisamente con la primera edición de La Rueda) –y sus dos colecciones: «Cuadernos de la Gnosis» y «Papeles de la Masonería»–, así como de la revista del mismo nombre, Symbolos, la cual verá la luz en 1990-1991, como bien saben sus lectores, y que fue, y sigue siendo a través de su versión telemática, prácticamente la única publicación en lengua castellana dedicada íntegramente a la transmisión de las doctrinas tradicionales a través del Arte, la Cultura y la Gnosis de todos los pueblos y civilizaciones de cualquier tiempo y lugar, poniendo el énfasis en los códigos simbólicos de la Tradición Hermética, que incluye también las distintas corrientes sapienciales surgidas del platonismo alejandrino y la academia de Atenas de los primeros siglos de nuestra era.

Igualmente a mediados de la década de los ochenta comienza nuestro autor a escribir el Programa Agartha, que como ya dijimos en la Introducción se distribuía en aquel tiempo en forma de fascículos por el sistema de Universidad a distancia, constituyendo de hecho una iniciación a la Ciencia Sagrada y la Tradición Hermética. De esta manera se buscaba la forma de difundir al mayor número de personas posible la Buena Nueva del Conocimiento, como años después se haría también a través de Internet: por ejemplo con el mismo Programa Agartha, la revista Symbolos y otras «páginas» que han ido surgiendo con el tiempo y que demuestran con toda claridad su interés por difundir la Enseñanza utilizando los medios más adecuados para canalizar, como él mismo expresa,

 

el gran interés acerca del Conocimiento. Porque verdaderamente existe una sed de saber (…) más relacionado con la Cosmogonía, el Simbolismo y la Metafísica y otras numerosas alternativas.[9]


Fig. 2. Petroglifo edad de bronce, valle de Camonica, Italia

Estructura del libro de la Rueda

Es fundamental descubrir cómo en esta primera obra, y siempre en torno al símbolo de la rueda, nuestro autor aborda directamente la función didáctica de los símbolos como iniciadores y guías en el camino del verdadero saber, consciente de que sin una formación lo suficientemente amplia acerca de lo que el símbolo significa se hace realmente muy difícil transitar por cualquier vía iniciática, sobre todo si esa vía tiene como base de su trabajo el estudio y la meditación en los símbolos sagrados. Por eso mismo en todos sus libros trata del símbolo, y si nos fijamos también en casi todos ellos aparece la palabra símbolo, simbolismo o simbólica formando parte del título, es decir del frontispicio de la obra, lo cual no es por casualidad, evidentemente, sino que así lo ha querido su autor para destacar el gran valor de los códigos simbólicos como vehículos reveladores de la Ciencia Sagrada, y por tanto capaces de articular el proceso del Conocimiento, es decir de la Iniciación.

Esta es la razón de que el símbolo, y por supuesto el rito y el mito que son también símbolos, constituyan los vehículos de toda enseñanza verdaderamente iniciática, la cual nada tiene que ver con la «sistematización» propia de la filosofía moderna, ni por supuesto con la enseñanza escolar y profana, que es precisamente todo lo contrario al trabajo desarrollado con los códigos simbólicos, en los que siempre permanece algo por desentrañar, un misterio intangible e insondable que la mente humana no puede advertir por sus propias limitaciones y que sólo es posible saber de su existencia por medio de la intuición intelectual (emanación de la Inteligencia Universal e idéntica al rayo buddhi de la tradición hindú como proyección directa de Âtmâ, el Espíritu), intuición que la enseñanza simbólica ayuda precisamente a despertar poniendo al ser humano en comunicación con sus estados más sutiles y superiores.

Toda la obra de nuestro autor está ya contenida en el libro de la Rueda, como está contenido el árbol entero en su semilla. Esto es así efectivamente, y en este sentido queremos señalar que dicha obra no es el resultado de una «evolución» de su autor a través de todos sus libros sino que las ideas esenciales que ha desarrollado en ellos como una adaptación de la Ciencia Sagrada para nuestra época ya estaban presentes en La Rueda.

Dicho de otra manera: en este primer libro existe todo un programa que nuestro autor desarrollará a lo largo de su obra escrita, pues él ya conocía perfectamente la Cosmogonía Perenne cuando lo escribe, y lo que expresa en su contenido es la síntesis de ese conocimiento, que se le había revelado, y desde luego no era ni «libresco» ni el resultado de ninguna «erudición», cuestiones éstas completamente secundarias, e incluso adversas si se las toma como un fin en sí mismas cuando se trata de encarar la Gnosis, el Conocimiento, que es el fruto de una experiencia directa y vivida de la Sabiduría expresada a través de las ideas y los principios universales, manifestados en las distintas simbólicas en las que investigó, fundamentalmente las de la Tradición Hermética (o sea el Esoterismo de Occidente) y la Tradición Precolombina, ambas emanadas de la Tradición Unánime y Universal, y a la que finalmente conduce la enseñanza de nuestro autor. En este sentido, podríamos decir que en cada uno de sus libros se habla de la Cosmogonía Perenne y sus distintas disciplinas desde perspectivas diferentes, pero siempre convergentes, es decir que representan otras tantas «aperturas» o radios que nos conducen a un mismo y único lugar: al encuentro con nuestro Ser verdadero.

 


Fig. 3. Tablilla cuneiforme babilónica, refundación del templo del Sol, s. IX a. C.

 

Hecha esta puntualización, debemos decir que con la rueda nos encontramos ante uno de los símbolos más primordiales y perteneciente a todas las tradiciones y culturas sin excepción, pero al que, paradójicamente, y como se dice en las páginas de El Simbolismo de la Rueda, no se le ha prestado la debida atención entre los propios investigadores de la Simbólica:[10]

Esto se debe, en gran parte, al hecho de que la simbología aparece, a los ojos de nuestros contemporáneos, como una ciencia nueva, en el sentido historicista de este término. Siendo que tanto los antecedentes de esta disciplina, como su razón de ser, se remontan precisamente al símbolo, o sea, a la posibilidad de toda manifestación –actual o pretérita–, entroncando finalmente con los orígenes no-históricos o atemporales de cualquier expresión. Y a que esta expresión no hace sino plasmar la energía esencial a través de una forma sustancial. Sin embargo nunca más citados que hoy en día los autores que se han ocupado, en el pasado o en el presente, acerca de los temas de la simbólica, que apasionan al investigador actual, y en los que éste ve una posibilidad nueva, o una manera de acceder al conocimiento (no a la suma de información o al enciclopedismo estéril) auténtico. (Capítulo II).

Precisamente, el hecho de que el símbolo de la rueda no haya recibido toda la atención que se merece, hace doblemente importante que nuestro autor le haya dedicado un estudio completo, donde además lo relaciona con otros vehículos simbólicos análogos y complementarios, como el Arbol de la Vida cabalístico, el Tarot, la Ciclología, la Alquimia y el Simbolismo Constructivo (y con él la geometría y la aritmética sagradas), y por tanto con el Arte y la Ciencia; o sea, las disciplinas propias de la Tradición Hermética, rama de la Tradición Primordial para nuestra época y nuestro entorno geográfico-cultural, y cuya doctrina e ideas principales nutren la enseñanza transmitida en la obra que nos ocupa.

Estamos, pues, ante unos textos que nos inician y guían en la Ciencia Sagrada mediante una reactualización de la misma, convirtiendo a su autor en el más cualificado intérprete de la Tradición hoy en día, en pleno siglo XXI. Y es llamada así, Ciencia Sagrada, porque instruye al hombre en los principios destinados a regir su vida con sabiduría, tal cual lo realiza Hermes Trismegisto, educador e instructor mítico de los hombres, creador de la escritura y generador por el Verbo o Logos espermático, el cual «hace nuevas todas las cosas». Sin duda alguna nuestro autor, en su labor transmisora de la Tradición, encarna a esta entidad divina.

En la representación simbólica, ya sea en su forma visual o sonora ha de existir una causa de orden más profundo, su causa última, que es también la más próxima a nuestra esencia. Entendemos que esto es lo que quiere decir la Cábala cuando asigna al nombre de Atsiluth dos significados: el de «emanación» y el de «proximidad». Lo más elevado, y de donde todo emana, resulta al mismo tiempo lo más próximo, lo más íntimo,[11] y esto es también lo que viene a decirnos la Tabla de Esmeralda cuando nos enseña que lo de arriba y lo de abajo conforman una sola y única cosa:

El auténtico valor de los símbolos no radica tampoco en sus efectos transmisores, que son secundarios, sino en la (o las) causa (s) de su propia existencia. Es decir en lo que ellos simbolizan en su esencia, lo que por otra parte justifica su intermediación. Y esta causa (o causas) bien comprendida y vivenciada, se resuelve siempre en su unidad, que no es sino afirmación o manifestación de sus posibilidades no-causales, valga la expresión. (Cap. IX).

Es decir de sus posibilidades metafísicas. Nuestro autor lo dice con toda claridad: el símbolo siempre se está refiriendo, en última instancia, a la Unidad, pues la dualidad característica de las «dos partes» que constituyen la dialéctica interna del símbolo (lo de arriba y lo de abajo, la izquierda y la derecha, el día y la noche, macho y hembra, etc.) evidentemente

no se simbolizan entre sí, sino que ambas son símbolos de la realidad vertical que es su origen y al que las dos representan. (Ibíd.)

Como antes hemos dicho, el fin último del símbolo es conducirnos a la Unidad metafísica, a la síntesis de las síntesis. Más allá de ella nada puede ser contado, ni medido, en su absoluta indiferenciación más que luminosa. Como afirman los sabios cabalistas «¿más allá del uno, qué puedes contar?»

Estamos ante un libro fundamental en la bibliografía de nuestro autor; un libro que, al igual que toda su obra tomada en conjunto, marca sin duda un hito en la historia de las ideas herméticas y tradicionales. Y queremos adentrarnos en él como si viviéramos una auténtica aventura del pensamiento, empaparnos de las ideas y las imágenes que éstas generan en la mente, y que circulen libremente sin ponerles ningún obstáculo. En definitiva, dejar que sean en nosotros.

 


Fig. 4. El Corazón del Mundo. Cartuja de Saint-Denis d’Orques, Francia, s. XVI

 

La obra está dividida en tres partes, con tres capítulos cada una de ellas, hasta conformar un total de nueve capítulos (nueve como múltiplo de tres), número éste obviamente relacionado con la circunferencia, con la circularidad, y por lo tanto con la rueda.[12] Estamos pues ante un libro que tiene la misma estructura del símbolo que estudia, pero incluso aunque tuviera otra, y su número de capítulos no fuesen estos, no por ello su autor hubiera dejado de entrelazar su contenido como «una especie de cadencia circular, dada por la propia naturaleza del tema que hemos pretendido describir» (p. 201). Por eso mismo, el libro puede empezarse a leer por cualquier capítulo, que será como el primero, o el último, con respecto a los demás, pues todos ellos se remiten unos a otros, mutuamente, y son como los radios que simultáneamente emanan del centro de la rueda, en este caso de la Unidad metafísica, eje en torno al cual gira toda la obra.

Al comienzo de la primera parte tenemos un capítulo fundamental, dedicado enteramente al símbolo y la simbólica, pues así es como se llama: «De los Símbolos y la Simbólica», donde también se habla del rito y del mito, ya que tanto éstos como el símbolo conforman los tres vértices de la enseñanza iniciática; el segundo capítulo está dividido en dos partes y trata específicamente del símbolo de la rueda, describiendo su geometría como expresión de la estructura sutil del cosmos y del hombre, destacándose su inagotable riqueza conceptual, hasta el punto que está presente, explícita o tácitamente, en todos los campos del saber y de la actividad humana, siendo fundamental en la conformación de la cultura. En este sentido, nuestro autor deja meridianamente claro que la rueda es un símbolo presente en todo tiempo y lugar, y un instrumento civilizador por excelencia; y el tercer capítulo («Perspectivas desde el Arte») habla precisamente de ese hecho civilizador y cultural pero manifestándose en el ser humano a través del Arte y su «actividad redentora», es decir como «una ‘poética’ comprometida con el conocer del hombre». En este capítulo podemos leer lo siguiente acerca precisamente del símbolo, el mito y el rito:

El símbolo iconográfico está más relacionado con el espacio y de hecho –como es notorio en los yantrams hindúes y en los iconos del cristianismo oriental– trata de inducir, o crear, un espacio distinto en la conciencia de quien lo contempla.

El mito, por el contrario, podría vincularse en mayor grado con el tiempo y en verdad nos conecta con un tiempo diferente del cotidiano. En el templo se combinan estas dos características y el espacio sagrado pretende ‘atrapar’ el tiempo de los héroes y los dioses.

El rito, por su parte, dramatiza (o psicodramatiza, para hablar en términos modernos) la ceremonia, y reitera, a través de la voz, el gesto y el movimiento, el tiempo y el espacio primigenios. Los rescata a su virginidad y pureza original, otorgando al orden interno y al pensamiento su auténtico valor, su intrínseca armonía.

Entre la primera y la segunda parte encontramos el Cuaderno Iconográfico, al que ya mencionamos en la nota 1. Allí dijimos que él está enteramente dedicado a la rueda en diferentes tradiciones, mostrándonos así cómo este símbolo fundamental ha formado parte del arte y la cosmogonía de todos los pueblos. No es por casualidad que nuestro autor haya puesto este Cuaderno Iconográfico al final de la primera parte, pues en cierto modo resume, a través de la imagen simbólica, todo cuanto ha desarrollado en los tres primeros capítulos de la misma, donde habla más específicamente del Símbolo, de la Rueda y del Arte, respectivamente.

La segunda parte se abre con un capítulo (el IV) enteramente dedicado a la Tradición Hermética (así se llama precisamente éste: «La Tradición Hermética»), y donde se dice expresamente que ella es una rama de la Tradición Primordial adecuada a los pueblos de Occidente en el actual ciclo humano. A través de un recorrido sintético por su historia ejemplar, nos habla de los valores esenciales de su simbólica relacionada con la regeneración del ser humano mediante el aprendizaje, conocimiento y encarnación de la Cosmogonía, soporte de los misterios del Ser y de la metafísica. Allí podemos leer:

La obra hermética se produce en la interioridad del athanor (analógicamente, del templo del hombre).

Lo cierto es que esta Tradición propone el conocimiento mediante el estudio de la cosmogonía. Estudiar las leyes cosmogónicas no supone la erudición literal, o el cómputo de detalles banales, que para estas disciplinas son cosas secundarias, si no a veces entorpecedoras. Conocer la cosmogonía supone ser uno con ella. Estar vivo o haber nacido al verdadero estado humano.

Este hecho asombroso incluye una pérdida y un hallazgo de identidad, una muerte y una resurrección, que se realizan innumerables veces en varios años, en el athanor del alquimista, su interioridad. Y le da también la materia con qué seguir trabajando en este proceso alquímico, llamado también de iniciación en la senda del conocimiento y de la vida real.

Conocer una cosmogonía significa vivir el mandala tridimensional del cosmos. Conocer la revelación de un universo y sus leyes, absolutamente diferente del que nos fue enseñado. Donde los valores son tan otros, que únicamente pueden ser percibidos por medio de una total conversión psicológica.

Este proceso necesita de un orden y un trabajo. No sólo tiene enormes riesgos de desviación de muchos tipos (los cuales, generalmente, son parte del proceso), sino que puede resultar casi imposible de realizar, por indefinidos motivos. Se dice que es difícil, pero no imposible. En el camino pueden quedar, entre otras cosas, la salud, la fama o la honra, es decir, toda seguridad. Pero la recompensa es la identidad, el conocimiento, el ser. El aprendiz de alquimista está dispuesto a la realización espiritual, que incluye el conocimiento vivo de las leyes del cosmos, en definitiva, el conocimiento de sí mismo, y de la realidad, del orden, de la vida. Recibirá, pues, lo que ha deseado, siempre que su trabajo sea paciente y sacrificado [en nota: «En el sentido de sacrum-facere»] y pase las pruebas de los héroes mitológicos.

Debe llevar su trabajo hermético a todo nivel en su vida y su cotidianidad, pues se trata de la recuperación de la luz –la lucidez–, utilizando el emotivo fuego de la sangre. El estudio de las disciplinas herméticas y de los textos mágicos se alternará con la constante meditación y el trabajo interno, sagrado, y se sorprenderá entonces de verse cada vez más extranjero en el mundo de las causas y efectos. [En nota: «Interesa destacar la fuerza energética de la oración, su poder de concentración inmediato, la necesidad de la invocación incesante de los nombres divinos, su repetido recuerdo, su memoria traída constantemente al siempre presente».]

Ese espacio interno podrá albergar las estructuras con las cuales construir un nuevo cosmos, o mejor, las descubrirá en sí mismo y manifestándose por doquier. Podrá entonces vivir de la mañana hasta la noche –y en sus mismas horas de reposo– un nuevo mundo, cada vez más asombroso, cuya característica es la riqueza y también el esplendor.

Siendo tanto lo que tiene en las manos, ha de tomar conciencia entonces de su responsabilidad con respecto a sí, y advertir que no ha sido por su mérito, ni un descubrimiento propio, lo obtenido, sino que simplemente eso es así, y que, además, a él no le pertenece. Y es más aún, reconocerá que su personalidad, tal cual la imaginaba, no existe. Debe entonces procurar manejarse con las estrategias propias de las artes marciales y equilibrar constantemente el recorrido de su camino, el manejo de su vehículo.

Este arte requiere de una manipulación delicada y es probable que se aprenda a golpes; al menos se trata de una ciencia de fuertes contrastes. Pero, perseverando hasta el fin, logrará vivir en un mandala vivo, espejo del cosmos, donde toda cosa tiene significado, en las tensiones y matices propios de la armonía y el orden de lo creado, y de su sustento invisible y arquetípico.

Habrá conocido la cosmogonía, y luego del bautismo lunar de Juan, de agua (de la ciencia de la escuadra), y de haber recibido el bautismo solar de Jesús, de fuego (la ciencia del compás), y cuando haya culminado este último proceso, entonces podrá decirse que ha comprendido la esencia de la tierra y el cielo, lo que es simultáneo con su llegada al centro y equivale a estar ya listo para empezar su ascenso vertical, pues ha finalizado con los misterios menores.[13]

A pesar de su extensión, ha sido necesario poner esta cita en su integridad porque nos habla de distintos aspectos de la iniciación hermética que merecen ser recordados para que no haya confusiones acerca de lo que ella en verdad significa, y que nada tiene que ver con los desvaríos del «ocultismo» decimonónico, sino con una realidad que el ser humano necesita despertar en sí mismo para lograr su regeneración y nacimiento espiritual.

Sin duda alguna El Simbolismo de la Rueda es un tratado de la Tradición Hermética, vivo, actual, y con toda la fuerza, la belleza y la sabiduría de las ideas que nuestro autor ha logrado plasmar en sus páginas. Trata y propone el conocimiento de la Cosmogonía mediante los vehículos herméticos, como es el de la rueda y de aquellos otros que aborda en el capítulo V: el Arbol de la Vida Sefirótico y el Tarot, todos ellos complementarios. En efecto, estamos ante dos símbolos estrechamente vinculados entre si y al mismo tiempo con la rueda, y, como ésta, fundamentales en la enseñanza de nuestro autor.[14] En el capítulo VI relaciona a la rueda con otros símbolos de la Ciencia Sagrada: el centro y el eje, la cruz, el cuadrado, el cubo, el triángulo, la Tetraktys pitagórica, la espiral, todos ellos símbolos que se proyectan igualmente en la construcción y constituyen sus módulos geométrico-numéricos; menciona asimismo a la Alquimia y a la Astrología, las que conjuntamente constituyen las ciencias de la tierra y el cielo, y donde está clara la correspondencia entre la rueda y el zodíaco («rueda de la vida»), y también con el calendario, considerado asimismo como una rueda, como lo es el simbolismo del circo (de circus, círculo), imagen igualmente de la existencia humana y su deambular por el mundo.

La tercera parte consta de tres capítulos como las anteriores. Los dos primeros (el séptimo y el octavo) están dedicados respectivamente a los ciclos y ritmos, y al modelo cósmico conformado por las dos mitades semiesféricas del cielo y la tierra, siendo el ser humano el eje que establece la comunicación entre ambas. En el séptimo, y teniendo siempre a la rueda como referencia, nos habla de una manera magistral de ciertas claves referidas al simbolismo cíclico, incluyendo dentro de él el proceso iniciático, que está jalonado por una serie indefinida de muertes y renacimientos. Asimismo nos instruye acerca de los ciclos y la ubicación del ser humano respecto a ellos, lo cual nos da una proporción entre las cosas, o sea la idea de un orden armónico que establece vínculos sutiles entre el cosmos y el hombre.

En el capítulo VIII («Las dos mitades del modelo cósmico»), complementario con el anterior, se centra principalmente en la descripción de las energías y tendencias (gunas en sánscrito) presentes en todos los seres manifestados, simbolizadas por el juego de tensiones de la cruz cuaternaria inscrita en la circunferencia, en la cual los brazos horizontales constituyen el plano de manifestación, y los brazos superior e inferior expresan su energía ascendente-descendente. Los gunas, presentes en todas las cosas y seres manifestados pero en distintas proporciones, son tres: sattwa, rajas y tamas. Ellos

conforman un conjunto interdependiente, donde una sola y misma energía, al desdoblarse se polariza, constituyendo un eje vertical por el que ascienden y descienden fuerzas, equilibrándose en un punto medio o centro, que genera un plano horizontal de desplazamiento de esa energía hasta sus propios límites, es decir, directamente proporcional al juego de sattwa y tamas, al de la evolución y la involución de un ser cualquiera, así fuese un hombre, una civilización o un mundo.

También contiene una serie de ideas muy profundas acerca de la ley de la gravedad (a la que relaciona precisamente con la energía de tamas), en la que ve algo más que una simple fuerza física y la identifica con principios de orden más universal, arquetípico, «vinculado con cualquier forma de la atracción en diferentes niveles expresivos».

Y por último, el capítulo IX está escrito a modo de conclusión y de síntesis del libro, pero señalando también las analogías y correspondencias que la rueda mantiene con otras simbólicas, como la música, la danza, el viaje y el peregrinaje (asociados al laberinto), el rosario (rotarium) y la oración como reiteración rítmica y cíclica del Nombre único, etc. También apunta interesantísimas reflexiones sobre el Sí Mismo, en su vertiente manifestada y ontológica (el Ser universal, Brahma Saguna), e inmanifestada y metafísica (el No-Ser, Brahma Nirguna). Las últimas páginas del libro son un verdadero canto a la Diosa Sofía, presente de principio a fin en todos estos capítulos reveladores y resplandecientes de Belleza e Inteligencia.

En suma, que El Simbolismo de la Rueda está pensado para hacernos comprender en profundidad el carácter sagrado y revelador del símbolo, lo que incluye naturalmente a su didáctica transformadora, que se expresa tanto por la imagen (geométrica, plástica, constructiva, etc.) como por el sonido y la palabra (el relato mítico, la poesía, la música, etc.), aspectos que conjugados e interrelacionados entre sí en el alma humana, y con el auxilio de las Musas y los dioses intermediarios, con Hermes a la cabeza, han dado lugar al desarrollo de las distintas artes y ciencias (o sea a la cultura) tal cual éstas se han expresado a lo largo del tiempo y la geografía.

Hasta aquí hemos hablado a modo de introducción general de los capítulos que componen el libro de La Rueda, y hemos visto cómo todos ellos están entrelazados y conforman un conjunto perfectamente ensamblado gracias al conocimiento de nuestro autor. Ahora nos toca desarrollar, a través de tres amplios apartados o acápites, algunos puntos y temas que de algún modo sintetizan el contenido del libro,[15] y creemos que es inevitable que a veces se reiteren algunas de las ideas que ya hemos apuntado anteriormente, pero siempre habrá en ellas aspectos diferentes o perspectivas nuevas desde las que comprender el símbolo y la Cosmogonía Perenne. Los hemos titulado: «La Vía Simbólica», «La Rueda. El símbolo de los símbolos», y «La Rueda como símbolo cíclico. La concepción tradicional del tiempo y del espacio».

 



NOTAS

[8]  Existe una segunda edición en B.D.B. (México 1988), si bien la que nosotros vamos a utilizar en nuestro estudio es la tercera y última, la que publica Kier en 2006 con el título El Simbolismo de la Rueda, en la que se ha incorporado un importante Cuaderno Iconográfico relacionado con este símbolo primordial en distintas tradiciones.

[9]  Esoterismo Siglo XXI. En torno a René Guénon, cap. I.

[10] Habría quizás una excepción: el libro de Maryvonne Perrot Le Symbolisme de la Roue «que trata extensamente el tema, aunque desde una perspectiva distinta –y convergente– a estos textos», como señala el propio Federico en la nota 14. Y ya que mencionamos esto, quisiéramos señalar que el libro de la Rueda de nuestro autor es totalmente complementario con otra obra fundamental dentro de los estudios de la Ciencia Sagrada: El Simbolismo de la Cruz, de René Guénon.

[11] «Dios está más cerca de ti que tu propia yugular», se dice en el esoterismo islámico. Lo «elevado» también puede entenderse en el sentido de su Trascendencia, y lo «próximo» en el de su Inmanencia.

[12] Al hilo de esto, anotemos la siguiente reflexión de Antoni Guri en su artículo dedicado al libro de La Rueda (Symbolos nº 29-30): «El mismo libro constituye de por sí una rueda, por un lado en cuanto a la forma en cómo está organizado y sobre todo en cuanto a su esencia (…) Cada página por la que abramos el libro (o cada párrafo, o frase) constituye un punto en la periferia que como tal dispone de un radio que le conecta directamente a su centro, y así accedemos a él, quedando aquel ámbito de nosotros mismos del cual partimos inmediatamente iluminado, pues lo alumbra su origen, y a él dirigimos nuestra mirada para reconocernos en cada una de las ideas-radios que nos guían y conforman».

[13] En la nota 69 de este mismo capítulo III, y acerca del significado de los misterios menores, y su diferencia con los mayores, nuestro autor agrega: «Los misterios menores corresponden a la totalidad de la obra alquímica y a la astrología y, por lo tanto, a la vía lunar y a la solar, la obra al blanco y la obra al rojo, los pequeños y los grandes viajes. En los misterios mayores, la idea de viaje, y aun la de movimiento carecen de sentido». Tendremos ocasión de ver cómo en otros lugares de su obra Federico nos sugiere que los misterios mayores estarían más bien relacionados con la iniciación polar.

[14] Este capítulo se acompaña con tres diagramas del Arbol de la Vida cabalístico muy didácticos, y en donde también aparecen las correspondencias de las sefiroth con los metales y energías planetarias; asimismo los cuatro planos o mundos se relacionan con los sólidos geométricos, con las cuatro calidades del tiempo (lineal, cíclico, atemporal, eterno), con el simbolismo arquitectónico, con los cuatro «palos» del Tarot, con los tres niveles de la manifestación (grosera, formal e informal) y lo no-manifestado, al que se vincula con la ontología y la metafísica, que está como su nombre indica «más allá» del cosmos, del Arbol de la Vida, etc.

[15] El tema del Arte que como hemos visto ocupa en el libro de la Rueda un capítulo entero, lo hemos tratado con más amplitud en el capítulo VII, titulado «El Arte y el Símbolo». Lo mismo podemos decir del Arbol de la Vida cabalístico y del código del Tarot, sobre cuyas interrelaciones nos hemos extendido en el capítulo V, dedicado exclusivamente a su libro El Tarot de los Cabalistas. En relación al Arbol de la Vida nuestro autor lo menciona constantemente en su obra, al igual que a la rueda, y necesariamente tendremos que abordar su simbolismo en distintas ocasiones.

 

ISBN 9788492759668. Ed. Libros del Innombrable. Zaragoza 2014.