FRANCISCO ARIZA

MASONERÍA
Símbolos y Ritos

 

 

Capítulo II

LA INICIACION MASONICA

ARTE CONSTRUCTIVO

 

 

En lo fundamental, la estructura iniciática de la Masonería en nada difiere de la de cualquier otra organización esotérica y tradicional. Su división en tres grados ­aprendiz, compañero y maestro­ conforma un esquema perteneciente a toda vía iniciática, constituyendo una síntesis del proceso mismo del Conocimiento y su realización efectiva.[1] Igualmente, este ternario iniciático es análogo a los tres planos o niveles de la manifestación cósmica: el Corpus Mundi, el Anima Mundi y el Spiritus Mundi, según la terminología del hermetismo medieval. El Cuerpo, el Alma y el Espíritu universal se corresponden así con los grados de aprendiz, compañero y maestro, respectivamente. De ahí que la realización iniciática reproduzca etapa por etapa el proceso mismo de formación del cosmos o del orden universal, motivo por el cual, y en razón de la analogía existente entre el macrocosmos y el microcosmos, dicho ternario es también el de la constitución del ser humano considerado en toda su integridad. Utilizando el simbolismo geométrico, los tres mundos (y los tres grados iniciáticos) se representan como otros tantos círculos concéntricos, en donde, naturalmente, el más periférico y exterior se correspondería con el plano corpóreo, el intermedio con el anímico o psicológico, y el más interior con el espiritual.[2] El punto que tácita o explícitamente está representado en el centro de este último círculo simbolizaría al Ser o Unidad primordial, que en lenguaje masónico no es otro que el Gran Arquitecto del Universo (idéntico al “motor inmóvil” aristotélico), que aunque en sí mismo no manifestado ­como el punto, que en realidad no existe en el espacio­ es no obstante el principio a partir de cuya emanación o expansión se genera toda la manifestación, que depende enteramente de él en todo lo que ella tiene de realidad.

En este sentido la transmisión de la influencia espiritual recibida por la iniciación masónica es análoga a la acción del Fiat Lux emanado del Verbo divino “en el Principio”, dando lugar al orden cósmico. Y así como ese orden fue “sacado del caos” por la acción de la Palabra luminosa y espermática, el hombre es rescatado del mundo profano, o de las “tinieblas exteriores”,[3] por la irradiación clarificadora que se genera en su conciencia gracias al poder creador de la influencia espiritual o “iluminación” iniciática, lo que acontece en el corazón, es decir en el centro mismo de su ser. De esta manera, y semejante a esa cosmogénesis, se produce una antropogénesis espiritual, lo que equivale a la generación o nacimiento del hombre nuevo, lo que se ha dado en llamar la palingenesia. Esa Palabra luminosa, Logos o Sonido primigenio que insufla la vida y el ser a la materia amorfa es también un “ritmo” cuya cadencia vibracional la articula y ordena. Y este ritmo creativo es el gesto o rito cósmico por excelencia, prototipo de todos los ritos iniciáticos, lo cual explicaría por qué éstos son imprescindibles para vehicular la influencia espiritual, que lo que en realidad persigue es transmitir al ser la energía de la Inteligencia y del Conocimiento por mediación del código simbólico y su ritualización, despertándole a sus posibilidades superiores de acuerdo a lo que fue hecho “en el Principio”, e insertándole por consiguiente en el tiempo mítico y verdadero.

Siendo la Masonería una tradición procedente de las antiguas organizaciones y gremios iniciáticos de “constructores libres” (los franc­masones y compañeros medievales), ésta concibe a la Unidad como un Arquitecto u Ordenador Supremo, y al cosmos como su obra más perfecta y elocuente, lo que hace posible que el hombre pueda tomar a este último como un símbolo vivo que le permite re­conocer (porque los contiene en sí mismo) los principios que determinan todo lo creado, tanto en el Cielo como en la Tierra. Esos principios y leyes universales, y el orden visible e invisible, tangible y sutil que de ellos emana, se expresan mediante las proporciones, medidas, ritmos y estructuras de los números y las figuras geométricas, fundamento de todas las artes y ciencias cosmogónicas, y sobre todo de la arquitectura sagrada, síntesis de todas ellas. Si la Masonería (como la Alquimia) es llamada el “Arte Real”, éste no consiste en otra cosa que en la actualización,[4] en el plano del hombre y de la vida, de todas las posibilidades de manifestación concebidas y contenidas eternamente en la Mente y la Sabiduría del Creador, que recordaremos “todo lo dispuso en número, peso y medida”,[5] lo que nos da la idea de la existencia de un modelo prototípico reiterado en cualquier gesto creativo, ya se trate ese gesto de la creación de un mundo, de un ser o de una obra de arte, siendo ésta última la que el hombre finalmente pueda hacer consigo mismo en su interior. Es por eso que el aprendizaje, conocimiento y encarnación de ese modelo, que el cosmos entero simboliza, hacen del masón un obrero de la construcción universal, en la que él colabora conscientemente, pudiendo leer así en el “Libro del Mundo” o “Libro de la Vida”. Acceder a esa cosmovisión, a ese orden armónico, conduce a la contemplación de la Belleza, que es un nombre divino y por consiguiente una poderosa energía de transmutación y regeneración.[6]

Esto nos lleva a considerar que, además del Verbo que insufla la vida a la materia amorfa, o substancia nutricia original, también existe la acción de un “gesto” divino en la creación del mundo. Y ese gesto misterioso[7] es el que establece precisamente la analogía antes mencionada entre el proceso cósmico y el iniciático. En efecto, la transmisión de la influencia espiritual en la Masonería es vehiculada por la ritualización de determinadas palabras y gestos sagrados, dividiéndose estos últimos en “signos” y en “toques”.[8] En este sentido, debemos recordar que esas palabras y gestos rituales no son sino la propia energía del símbolo puesta en acción, lo que hace posible que la idea que el propio símbolo transmite se revele con toda su fuerza y fecunde al ser que la recibe, haciéndolo pasar, efectivamente, de la “potencia al acto” o de las “tinieblas a la luz”. El código simbólico no es algo que pueda aprehenderse desde el exterior, como si uno mismo no estuviera incluido ni formara parte de la idea que éste transmite.

El hombre comienza a tener conciencia de su ser en el mundo cuando comprende que él mismo es un símbolo, es decir que debe verse como en un espejo donde se refleja el Ser ­y la vida­ universal. En realidad todo rito es un símbolo, o idea, en movimiento, y todo símbolo, a su vez, no es sino la fijación de un gesto ritual cumplido conforme al orden, esto es, conforme al modelo de lo que fue hecho “en el Principio”. El rito es la “vivencia” de la idea simbólica porque de hecho el propio rito no es sino esa misma idea articulada en el espacio y el tiempo, es decir en la totalidad de nuestra existencia, que así adquiere pleno sentido al integrarse en la cadencia de la armonía y del ritmo universal, siempre idéntica a sí misma por constituir la expresión de la Unidad indiferenciada, alfa y omega de todo lo creado. A este respecto, es bastante significativo que la palabra gesto tenga también el sentido de “gestación”, y por tanto de “generación”, que en el contexto iniciático y simbólico se vincula al renacimiento espiritual, de un “volver a nacer” por y en el Conocimiento.[9]

Cada uno de los grados masónicos de aprendiz, compañero y maestro, posee sus propias palabras y gestos rituales, los cuales, aun recibiéndose por etapas, están no obstante perfectamente coordinados, conformando finalmente una sola palabra y un único gesto inseparables e indistintos, análogos a los que fueron emitidos en el origen, que de esta manera se actualiza y se hace presente. De todo esto se desprende que la culminación en una vía como la que propone la iniciación masónica no es otra que la total identificación con el acto creador (generador) del Gran Arquitecto, identificación que sólo se hace efectiva con la llegada a la maestría, o lo que es lo mismo cuando la individualidad humana se universalice al quedar absorbida, por la atracción nacida del amor al Conocimiento, en la unidad de su Principio divino, de la que sólo se separó ilusoriamente.[10] Lo que decimos guarda estrecha relación con la “búsqueda de la Palabra perdida”, que es el verdadero Nombre del Gran Arquitecto, y que el ser humano ha de recomponer “reuniendo lo disperso” de su ser, pues al fin y al cabo ese Nombre es el cosmos entero considerado en su esencia inmutable e imperecedera.

La Tradición nos enseña que el despertar a la realidad del Conocimiento es simultáneo a la apertura de los diversos centros sutiles (o chakras, según la tradición hindú) localizados simbólicamente a lo largo de la columna vertebral. Cada centro es receptor de una determinada energía cósmica vivenciada en el hombre como un estado de conciencia, y ello en virtud de las leyes de correspondencias y analogías entre el macrocosmos y el microcosmos, y que constituyen el fundamento mismo de la Ciencia Simbólica, o Ciencia Sagrada, pues gracias a ellas podemos reconocer lo universal en lo individual, y lo individual en lo universal, comprendiendo que ambos no son sino una sola y misma realidad, tal cual nos dice la Tabla de Esmeralda hermética: “lo de abajo es como lo de arriba, y lo de arriba como lo de abajo, para obrar el milagro de una cosa única”. Asimismo, el que dichos centros estén jerárquicamente dispuestos a lo largo de la columna vertebral (una imagen del Eje del Mundo), nos indica la idea de ascenso gradual y escalonado: desde aquel que está situado en la base misma de la columna­eje, y vinculado a las energías telúricas y terrestres, hasta el que se ubica en la sumidad de la bóveda craneana, por donde se produce el pasaje a los estados superiores, supra­cósmicos y metafísicos. Si el hombre, al igual que el universo o el cosmos, es un athanor alquímico, el desarrollo espiritual, o construcción de la mansión interna, se va cumpliendo en la medida misma en que se produce la cocción, destilación, purificación y transmutación de las energías inferiores en las superiores.

El número de estos centros, e incluso el orden de su disposición, varía en las diferentes tradiciones. En el caso de la Masonería dichos centros se ubican en puntos concretos señalados por signos gestuales realizados mediante una determinada posición de las manos, signos que son llamados de “reconocimiento” y de “penalización”, y cuya posición es distinta en cada uno de los tres grados. En el primer grado el signo se realiza a la altura de la garganta, en el segundo en la del corazón y en el tercero a la altura del ombligo ­o entre las dos caderas­, y finalmente en la sumidad de la cabeza. A esto hay que añadir la vocalización de las palabras de paso y las palabras sagradas propias de cada grado, y que en sí mismas revelan un sentido simbólico directamente relacionado con la búsqueda de la “Palabra perdida”, es decir con las etapas vividas durante el proceso de la realización interior. Naturalmente, no podemos desarrollar aquí todo lo que sugiere esta rica simbólica, y tan sólo indicaremos que tanto los signos, como los toques y palabras simbólicas en la Masonería son semejantes a los mudras (gestos manuales) y los mantrams (pronunciación de nombres, palabras y sílabas sagradas) pertenecientes a las vías de realización hindú y budista, lo que prueba la perfecta concordancia entre las diversas formas iniciáticas en lo que respecta a la constitución o arquitectura interna del ser humano, ejemplo claro de la universalidad y coherencia de la doctrina tradicional allí donde ésta se manifieste.

En el discurso de la existencia la iniciación impone un centro, un eje alrededor del cual todo comenzará a ordenarse y a tener sentido, a ser significativo. Dicho centro está siempre presente en el corazón del hombre, y es, como el altar en el Templo, el punto de comunicación cielo­tierra; o para decirlo en términos taoístas, donde se ejerce “la atracción de la Voluntad del Cielo” en la individualidad humana. Establecer contacto con el radio que lleva a ese centro supone, en primer lugar provocar una ruptura de nivel o escisión en el tiempo ordinario, y recuperar la memoria del tiempo sagrado y mítico donde todo es verdadero y nada se somete a la sucesión causa-efecto que es la ley kármica del mundo sublunar o samsara. Y si bien es muy difícil escapar totalmente a esa ley, en tanto que seres todavía sumidos a las condiciones y limitaciones de la existencia individual, sí se puede, en cambio, conciliar las acciones y reacciones que ellas provocan en la psiqué (a la que conforman), pues en el laberinto que urden en torno nuestro se halla ese espacio vacío y virginal donde el jardín del alma florece y la regeneración es posible. Así pues, sólo a partir de esa primera ruptura puede decirse con toda propiedad que se inicia el camino del Conocimiento, lo cual conlleva un intenso trabajo con uno mismo.

 

LA TRANSMUTACION DE LA PIEDRA BRUTA

 

En la Masonería ese trabajo consiste en desbastar y perfeccionar la “piedra bruta”, que es el símbolo del aprendiz, mientras que la piedra “cúbica” pertenece al compañero, y la “piedra cúbica en punta” al maestro. Esta sucesiva mutación de la piedra simbólica, análoga a la transmutación alquímica, indica tres momentos claves del trabajo masónico. Ya se habló de la piedra bruta como un símbolo de la firmeza e inmutabilidad del Espíritu. Sin embargo, y como los símbolos se prestan muchas veces a un doble sentido, en la Masonería ­que no olvidemos procede de una tradición de constructores­, y sin perder totalmente esa significación, la piedra bruta deviene más bien un símbolo del caos pre­cósmico, y en cierto modo puede verse como una imagen del mundo profano, de donde el aprendiz procede y tiene que superar en su intento de ir de las “tinieblas a la luz”.

 


Emblema simbólico del Primer Grado

 

En este contexto simbólico, las asperezas y aristas de la piedra bruta representan las deformaciones del alma humana sometida a las influencias egóticas e ilusiones mentales de todo tipo, las cuales suponen un obstáculo en la evolución espiritual. Se impone, pues, una ascesis purificadora que, al mismo tiempo que lime las asperezas de la piedra bruta de la conciencia, de lugar a un desarrollo ordenado de las posibilidades superiores en ella incluidas, y que en tanto no se manifiesten permanecen en estado embrionario y latente. En la iniciación masónica los primeros trabajos del aprendiz se llevan a cabo con el mazo y el cincel, herramientas que respectivamente simbolizan la fuerza de la voluntad y la facultad de la inteligencia o rigor intelectual, el cual distingue, separa y determina lo que en el ser es permanente y coesencial a su naturaleza (aquello que ese ser “es” en sí mismo), de lo que constituye sus añadidos superfluos y exteriores. En lenguaje masónico esta acción ritual y clarificadora recibe el nombre de “despojamiento de los metales”, que en el fondo es idéntico a lo que en Alquimia se denomina “separar lo espeso de lo sutil”, es decir lo profano de lo sagrado. Entendida de esta manera, la voluntad es ese fuego sutil que generado por la acción iluminadora de la influencia espiritual, promueve en el hombre el amor o la pasión por el Conocimiento, siendo en este sentido que los términos querer, creer, y crear son exactamente lo mismo. Empero, y a fin de que no se disperse, esa fuerza interior ha de estar bien dirigida por una recta intención, o rigor intelectual, que la encauce y concentre en vista a la comprensión teórica y efectiva de los principios universales, los cuales, volvemos a repetir, se revelan mediante las leyes, ritmos y ciclos que regulan el orden armónico de la Creación. Sólo así, conjugando en un acto único, que deviene ritual y permanente porque se ha “incorporado” a la naturaleza del ser, la fuerza del amor y el rigor de la inteligencia, la “materia caótica” irá siendo pacientemente tallada, hasta que el aprendiz, intuyendo la Belleza o “forma” ideal oculta en esa materia deforme,[11] se “eleve” a un grado superior de su jerarquía interna, es decir, a compañero.

 


Emblema simbólico del Segundo Grado

 

En esta nueva etapa de su viaje, al iniciado a los misterios del Sí mismo le son necesarios otros símbolos-herramientas para proseguir con la obra de la regeneración. Señalemos que en su recepción a este grado el aprendiz trae consigo una única herramienta: la Regla de Veinticuatro pulgadas, queriendo ejemplificar con ello que todo su trabajo en el primer grado con el mazo y el cincel ha estado perfectamente “medido”, “coordinado” y “regulado”, tanto en el tiempo como en el espacio, por los principios e ideas que ha ido comprendiendo y asimilando desde que fue “admitido en los misterios y privilegios de la Franc­masonería”. Como nos dice a este respecto Aldo Lavagnini (Magister) en su Manual del Compañero aludiendo a la regla:

La línea recta que nos traza la regla es el emblema de la dirección rectilínea de todos nuestros esfuerzos y actividades, en la cual deben inspirarse nuestros propósitos y aspiraciones: el masón nunca debe separarse de la exactitud e inflexibilidad de la línea recta de su progreso, que le indica constantemente lo más justo, sabio y mejor y que nunca debe desviarse de su Ideal como de la fidelidad a los Principios que se ha propuesto seguir, representados por los puntos por los cuales la línea está formada.

En realidad la regla, que figura junto con la espada en la “joya” que porta el Experto,11b no pertenece sólo al grado de aprendiz, sino también al de compañero (donde aparece en tres de los cinco viajes de la recepción a ese grado) y al de maestro, conservando siempre ese sentido simbólico.

Pero sin duda uno de los símbolos más característicos del compañero es la Escuadra, pues gracias a ella se va señalando –enmarcando– el perfecto tallado y cubicaje. La escuadra, al ser también un símbolo de la rectitud interior, está asociada a la idea de axialidad, pues su forma resulta de la unión por su vértice de un eje vertical y otro horizontal. Es precisamente la toma de conciencia de estas dos coordenadas geométricas (que expresan principios universales) como la piedra bruta, se convertirá, o mejor se “transmutará” en piedra cúbica. Además, hecho evidente, la piedra cúbica es la más apta para la construcción, es decir, la que hace posible “levantar” o “elevar” la obra a partir de sus cimientos. Mas esa elevación se efectuará con la intervención de otras dos herramientas, por lo demás complementarias: el nivel y la plomada. Con la primera, el compañero se asegurará que la base no tenga desnivel, o dicho de otra manera, que la purificación con el mazo y el cincel se hayan llevado a cabo de manera efectiva, asegurando así la firmeza y estabilidad de la obra interior. Es ésta una simbólica que expresa la acción conjunta de las cuatro virtudes cardinales, las cuales, efectivamente, “nivelan” y equilibran los impulsos de las pasiones inherentes a la naturaleza humana:

Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos (Lucas, III, 4-5).

En este sentido, las virtudes cardinales corresponden, arquitectónicamente, a las cuatro piedras de fundación situadas en las cuatro esquinas o ángulos del templo, sosteniéndolo en su elevación vertical.

A su vez, con la plomada se comprobará la perpendicularidad de la edificación, según señala un eje invisible, pero no por ello menos real, que cohesiona y mantiene en equilibrio la estructura de nuestro universo y de todas las cosas en él contenidas, incluido naturalmente el hombre. La verticalidad de la plomada, suspendida simbólicamente de la mano del Gran Arquitecto, “cae a peso” en dirección al centro de la tierra, señalando la profundidad del Conocimiento que penetra hasta lo más recóndito del alma humana, “iluminando” los aspectos más oscuros de ésta, pues allí, en esas profundidades se halla el “fuego secreto” del Espíritu, artífice verdadero de toda la obra de transmutación. Ciertamente, no es otro el significado de las siglas alquímicas V.I.T.R.I.O.L. grabadas en la “Cámara de Reflexión”, simbólicamente situada “debajo” mismo de la Logia: “Visita el Interior de la Tierra (de ti mismo) y Rectificando encontrarás la Piedra Oculta”, que es la verdadera “medicina” de la que hablan los maestros alquimistas, o el “elixir de la larga vida”.

Esa rectificación es simultánea a la reintegración de lo individual en lo universal, lo cual conlleva una total reconversión psicológica que propicia el nuevo nacimiento. Aquello que estaba disperso va “re-uniéndose” y “cristalizando” en una forma, en una estructura que refleja (al haberse “con­formado” a la armonía del orden cósmico) su modelo prototípico e imperecedero. El compañero, al ir comprendiendo y viviendo los misterios de la Cosmogonía, que son los de él mismo volvemos a repetir, hace de su oficio un ministerio, y de su vida un arte, ejecutando y transmitiendo libremente las órdenes recibidas del Gran Geómetra, que es como se designa en este grado al Gran Arquitecto. De ahí que la iniciación al grado de Compañero se denomine precisamente “elevación”, pues efectivamente los símbolos-herramientas que va recibiendo a lo largo de su recepción tienen como objetivo “elevarlo” por encima de sus propios condicionamientos, ejemplificados en las aristas de la piedra bruta. En efecto, a lo largo de su recepción al segundo grado el aspirante, viajando de Occidente hacia Oriente y de Mediodía a Septentrión, va conociendo las diferentes herramientas que le ayudan en su trabajo sobre la piedra bruta.

Asimismo, ese renacimiento, ese volver a nacer de nuevo en y por el Conocimiento, está simbolizado por la estrella pentagramática o “Estrella flamígera”, que es el símbolo como ya dijimos del hombre plenamente regenerado, por lo que más bien la Estrella flamígera estaría relacionada con el grado de Maestro.[12] En efecto, las cinco puntas de la Estrella flamígera indican que el hombre ha accedido a su “quintaesencia”, lo que quiere decir que ha realizado y desarrollado todas las posibilidades comprendidas en el estado humano, y esto es precisamente la enseñanza que deriva de la maestría, a la que el Compañero es admitido una vez que ha logrado la “posesión de sí mismo”, es decir que ha realizado “su obra” mediante la “glorificación” permanente de su trabajo. Tengamos en cuenta además que esa “quintaesencia” es el centro de la cruz de los cuatro elementos, y por consiguiente el punto de conciliación y superación de las energías contrarias que esos elementos representan en el plano de la materia y de la psiqué.

Es evidente que en el simbolismo constructivo la quintaesencia está figurada por la “piedra fundamental”, situada en el centro mismo del cuadrado señalado por las cuatro piedras de las esquinas, las corner stones (literalmente “piedras de esquina o de ángulo”), y que son como un reflejo cuatripartito de la piedra fundamental del centro, equivalente al ara o altar del templo. En medio de la Estrella flamígera figura la letra “G”, curiosamente la inicial de Geometría y de Dios en inglés (God), letra de la que Guénon dice que sustituyó al Iod hebraico, el símbolo de la Gran Unidad. Así pues, en el centro del estado humano, en su corazón, lo que en realidad habita es el Principio divino, que teniendo como soporte en nuestro mundo a la individualidad humana regenerada, irradia su luz a todas las cosas.[13]

 


Emblema simbólico del Tercer Grado

 

Lo que hace inteligible al cosmos, lo que le da todo su sentido y realidad, es precisamente lo que está “más allá” de él, lo inmanifestado, “...pues es el vacío del centro lo que hace útil a la rueda” (Tao-te-King, XI). En ese centro alrededor del cual se efectúan todas las revoluciones de la rueda del mundo, se sitúa simbólicamente la “Cámara del Medio” del maestro masón. En dicha Cámara tienen lugar los misterios de la “segunda muerte” y el “tercer nacimiento”, ejemplificados por la muerte ritual del maestro Hiram, su posterior enterramiento, su búsqueda, y finalmente su “resurrección”, simbolizada por la “rama de acacia”. Habiendo realizado el viaje horizontal que le ha conducido al altar o corazón del santuario, el ser pasa del cuadrado al círculo, o de la escuadra al compás. Se produce así el pasaje de la Tierra al Cielo, o lo que es lo mismo, una “exaltación” por el eje vertical hasta la clave de bóveda situada en el centro de la cúpula (o cabeza) del templo­cosmos­hombre. A la piedra cúbica se le añade una pirámide en su parte superior, pasando a designarse a partir de entonces la “piedra cúbica en punta”, que simboliza el acabamiento y perfección de la obra, su “coronamiento” vertical y celeste.[14] Esta idea de coronamiento referida a la piedra cúbica en punta, encaja perfectamente con la simbólica cristiana de la “piedra angular”, la cual, por su forma, sólo podía ser colocada cuando finalizaba la construcción, concretamente en la clave de bóveda u “ojo del domo”.[15]

Pero en realidad, ya se trate de la clave de bóveda, del vértice de la pirámide, del centro del círculo o de la rueda, lo que reside en todos estos símbolos es el secreto del Nombre inefable, el punto de no­manifestación donde mora el “Uno sin segundo” que sólo se conoce a Sí mismo por Sí Mismo. Esta es la última puerta a franquear por el hombre, el cual “a la pregunta ¿quién eres tú?, que se le formula cuando llega a esa puerta, puede responder con verdad: 'Yo soy Tú'“.[16]




Notas

[1]    No vamos a hablar aquí de los llamados “altos grados” o “grados complementarios a la maestría”, cuyo número varía en cada uno de los Ritos masónicos actuales. Pensamos que algunos de esos altos grados representan un desarrollo de ciertos aspectos iniciáticos contenidos ya en el grado de maestro.

[2]    La misma estructura cósmica e iniciática la encontramos en el antiguo símbolo del “triple recinto druídico”, en donde se distinguen tres cuadrados concéntricos, del más interior de los cuales parten cuatro líneas que atraviesan los dos cuadrados restantes hasta sus límites. En la jerarquía iniciática las líneas que parten del cuadrado central corresponden a los canales a través de los cuales se transmite, de ad_intra a ad_extra, la enseñanza de la doctrina y del Conocimiento a todo el resto de la organización iniciática. En la Masonería el conjunto de los tres cuadrados (o círculos) equivalen a las tres “Cámaras” de los grados de aprendiz, compañero y maestro. En este último, la Cámara se denomina “del Medio”, y se identificaría entonces con el cuadrado central del triple recinto druídico. Ver el cap. X de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, de René Guénon. Asimismo el cap. VIII de la misma obra, titulado “La idea del centro en las tradiciones antiguas”.

[3]    La expresión “tinieblas exteriores”, o “inferiores”, que se utiliza para referirse al mundo profano, constituyen el reflejo invertido y oscuro de las “tinieblas superiores más que luminosas” (de las que nos hablan Dionisio Areopagita y todos los neoplatónicos), donde residen los arquetipos espirituales y los misterios del No-Ser.

[4]    En el sentido en que Aristóteles daba a la expresión de la potencia al acto, es decir como un paso de la posibilidad a lo real contenido en ella.

[5]    Sabiduría XI, 20.

[6]    La Belleza es el nombre que recibe uno de los tres pilares sobre los que se apoya la edificación del templo masónico, y por extensión del templo del mundo. Los dos restantes pilares se denominan Sabiduría y Fuerza. Sabiduría, Fuerza y Belleza, equivalen respectivamente al “número, peso y medida” divinas.

[7]    Principio verdaderamente atemporal, pues está ocurriendo en estos precisos momentos, lo cual se relaciona con el “mundo creado a cada instante” o “renovado a cada soplo” del sufismo islámico.

[8]    Palabras y gestos se encuentran dentro de la clasificación tradicional establecida entre los símbolos sonoros y los símbolos visuales, respectivamente.

[9]    Se ha dicho que conocimiento y co_nacimiento son exactamente lo mismo, y uno es lo que conoce.

[10]   Por otro lado, debe quedar bien claro que aquí hablamos del Maestro interno, pues una cosa es ostentar el grado de maestro (conferido muchas veces por puras necesidades prácticas de la Logia) y otra muy distinta la realización efectiva de lo que ese grado representa, nada más y nada menos que la reintegración en el “estado primordial”, esto es, el desarrollo completo de todas las cualidades y virtudes de la individualidad humana. En este sentido, hemos de decir que la iniciación masónica, como la hermética, pertenece al dominio de lo que en la Antigüedad Clásica se denominaban los “pequeños misterios”, que incluyen el conocimiento de la Tierra y del Cielo, es decir de la Escuadra y el Compás.

[11]   Según la Alquimia en el plomo, el metal más denso y opaco, se esconde la luminosidad inalterable del oro.

11b   En la Masonería del siglo XVIII sobre la joya del Experto figuraba Mercurio, el mensajero de los dioses.

[12]   En efecto, en la antigua Masonería operativa la Estrella flamígera, o pentagramática, pertenecía al grado de maestro, y era además un símbolo del propio Gran Arquitecto del Universo.

[13]   La letra Iod es la primera de las cuatro letras hebreas que componen el Tetragrammatón, el Nombre inefable de Dios. Igualmente, entre los operativos la Estrella pentagramática era el símbolo de la Estrella Polar y por tanto del Gran Arquitecto. Esta idea fue sin duda heredada de los pitagóricos, para los cuales el Pentagrama constituía su signo de reconocimiento, además de ser el símbolo de la Armonía universal. Los pitagóricos designaban al pentagrama con el nombre de pentalfa, pues está formado por la reunión de cinco (penta) alfas, que es también la primera letra del alfabeto griego. A este respecto debemos recordar que los pitagóricos hacían corresponder a cada una de las sumidades del pentalfa una de las letras de la palabra “eigeia” (salud), siendo la salud corporal un símbolo vivo de la armonía y equilibrio interior del hombre re_generado que accede al centro de sí mismo. Además, esas letras se disponían según el sentido polar, lo que indica de una manera bastante clara la conexión del pitagorismo con la Tradición Primordial o hiperbórea.

[14]   La “piedra cúbica en punta” sintetiza la unión por su parte superior del cuadrado y del triángulo, o según otro simbolismo la efectivización de las cuatro virtudes cardinales y las tres virtudes teologales, terrestres unas y celestes las otras. Esa misma figura creada por la unión del cuadrado y del triángulo es el símbolo alquímico de la “piedra filosofal”, la cual también representa el acabamiento y perfección de la Gran Obra hermética. Como vemos se trata del septenario (3+4=7), el cual es tomado en todas las tradiciones como el número cosmogónico por excelencia. Añadiremos que siete es el número necesario para que una Logia sea “justa y perfecta”.

[15]   En la simbólica cristiana la piedra angular se identifica con Cristo mismo, que representa igual principio espiritual que El Gran Arquitecto en la Masonería. La inutilidad de esta piedra durante la construcción en realidad confirma su carácter supra_cósmico, pues no puede ocupar otro lugar que el centro mismo de la cúpula. Esa piedra es la verdadera clave de bóveda, es decir la “llave” (clave con la que se comprende el sentido simbólico de toda la construcción. Ella está en realidad al principio y al final de toda la obra, como el Espíritu es el Alfa y el Omega de toda la Creación.

[16]   R. Guénon, “Kâla–Mukha”, cap. LIX de Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada.