Portada del cuaderno "Las corrientes Hispánicas de la Cábala" publicado por SYMBOLOS.


FRANCISCO ARIZA

LAS CORRIENTES HISPÁNICAS DE LA CÁBALA

 

 

El tema que presentamos en estas páginas es de por sí tan extenso y complejo que nos hemos visto obligados a hacer una exposición muy resumida del mismo. No obstante, procuraremos tocas algunos de los aspectos a nuestro entender más relevantes, y a partir de ellos ofrecer una visión de conjunto lo más clara y sintética posible. El título mismo, “Las corrientes hispánicas de la Cábala”, nos ubica, de entrada, en un período histórico determinado: la Edad Media de los siglos XII, XIII y principios del XIV, época en la que se asiste a un florecimiento sin precedentes de la Cábala. Después de las investigaciones llevadas a cabo por diversos especialistas, entre los que destaca Gershom Scholem, ya no cabe la menor duda de lo determinantes que fueron esas corrientes de pensamiento en el desarrollo de la vida cultural y espiritual del Medioevo, y concretamente del Medioevo hispano, en donde la Cábala, y en general la cultura judía, conoció momentos de auténtica convivencia y esplendor junto a la civilización cristiana e islámica, ambas en pleno florecimiento también. Esa convivencia fu sobre todo posible gracias a lo que de común tenían, y tienen, estas tres culturas, las denominadas “del Libro”, pues todas ellas entretejen su visión del mundo, su ser mismo, alrededor de lo revelado directamente por la Deidad en sus libros sagrados: la Biblia para las tradiciones judía y cristiana, y el Corán para la islámica.

Esa revelación manifiesta la idea de la unidad divina en el seno mismo de la Creación, la presencia inmanente y al mismo tiempo trascendente de Dios en el mundo y en el hombre. De ahí precisamente el término de “monoteístas” con que también se ha dado en llamar a dichas tradiciones. Además, hay que tener en cuenta que esa convivencia estaba abonada ya por el origen abrahámico común a las tres culturas: todas ellas pertenecientes al linaje espiritual, e incluso carnal, surgido del patriarca Abraham, cuyo nombre, precisamente, significa “padre de las generaciones”. Si la tradición judía fue la primera en surgir históricamente de ese linaje, continuado y renovado (la “Buena Nueva”) por el Cristianismo, el Islam supone el “sello” que cierra este ciclo tradicional, lo que incluye (aun conservando una originalidad propia) una recapitulación y una síntesis de todo él, tal cual lo manifiesta el libro sagrado del Corán.

Por otro lado, y debido a las circunstancias históricas tan particulares vividas en aquella época en la península, es perfectamente natural que fura en ella y no en otro lugar de Occidente donde dicha convivencia se hiciera una realidad fecunda. En este sentido, es interesante recalcar la idea de que España, como conjunto cultural con una marca específica distinta al resto de los países de Europa, nace como resultado de esos períodos de verdadera paz, tolerancia y armonía (y también de las tensiones) entre las tres comunidades, y en donde los intercambios en el terreno de las artes, las ciencias, la filosofía y la mística conformaron el ser colectivo e individual de los pueblos hispanos. Esa integración fue tal que los judíos mismos adoptaron el nombre de “sefardís”, es decir españoles, y España será para ellos Sefarad[1], lo mismo que para los musulmanes será Al Andalus, que quiere decir “la Casa”. La península Ibérica es, efectivamente, la casa común que acoge en su seno a estas tres grandes culturas, conjugándolas tan íntimamente en el espíritu de sus mejores hombres que para ellos llegaron a ser una sola y única tradición, a pesar de las naturales diferencias formales, religiosas y exotéricas, que existieron, y existen, entre unas y otras. En este sentido, debemos decir que con este trabajo queremos rendir testimonio y reivindicar una memoria espiritual que nos pertenece en la medida en que nos sintamos herederos de la idea que conformó aquella identidad tradicional y sagrada, y que por ser tal siempre existe la posibilidad de actualizarla y hacerla presente.

Trasladándonos a aquella época, podemos observar que esa convivencia armónica tiene su centro neurálgico en Toledo, la antiquísima y legendaria Toletum de los romanos, que los árabes llamaron Tulaytula y los judíos Toledoth, que significa “generaciones”, lo cual nos conduce de nuevo a la significación del nombre del patriarca Abraham, “padre de las generaciones”. De hecho, Toledo llegó a ser considerada como la “Jerusalén de Occidente”, e incluso los nombres de algunos de los pueblos cercanos a la ciudad castellana son idénticos a los que circundan Jerusalén, hasta tal punto había llegado esa asimilación. No es de extrañar entonces que los judíos sefardís la consideraran como “su” ciudad por excelencia[2].

De Toledo irradia la luz de un conocimiento que iba a ser realmente determinante para configurar no sólo la cultura tradicional del Medioevo cristiano, sino también la del propio Renacimiento. A Toledo acude la élite espiritual e intelectual de Occidente, que así tomaba contacto directo de las fuentes de donde manaba gran parte del saber de aquel tiempo. Allí encontramos, inmersos en el estudio de las ciencias esotéricas traídas de Oriente por los árabes, al monje francés Gerard de Cremona (traductor de importantes obras sobre alquimia), y también al alquimista, astrónomo y filósofo escocés Michel Scot, perteneciente, junto a Roger Bacon y Robert Grosseteste, a la famosa “escuela de Oxford”, en torno a la cual se gestó el movimiento neoplatónico y hermético inglés, de gran influencia en el Renacimiento. Toledo, y España en su conjunto, eran, pues, el puente que comunicaba Oriente con Occidente, y en esa labor tuvo una importancia capital la famosa “Escuela de Traductores” de Toledo, fundada por el rey Fernando III el Santo, el cual había tomado como modelo los centros que fundaron en Córdoba los príncipes omeyas durante el Califato[3]. Hemos de decir que la Córdoba califal y el Toledo cristiano son, en diferentes épocas, los grandes centros de la península que promueven en gran parte el renacer de la cultura tradicional del Medioevo europeo.

Pero el apogeo de la escuela toledana, y de otras semejantes a ella como las existentes en Sevilla y Murcia, llega con el reinado de Alfonso X el Sabio, hijo del anterior, reinado éste que ocupa prácticamente la segunda mitad del siglo XIII. Podemos decir que es con este monarca, e inspirado en gran parte por él, que toma verdadero fundamento la unidad de las tres tradiciones, propiciando que el intercambio cultural entre todas ellas sea intenso y profundo. Los traductores judíos y cristianos traducen del árabe al latín y al castellano la antigua filosofía griega, Platón y Aristóteles a la cabeza, así como a los autores neoplatónicos y pitagóricos, Plotino, Proclo, etc., que vivieron en la Alejandría de los siglos III y IV de nuestra era, ciudad egipcia que al igual que Toledo en la Edad Media, fue considerada como el más importante centro cultural de su tiempo. Las traducciones toledanas abarcan no sólo los textos de esos y otros muchos filósofos, sino también de las más variadas disciplinas, como la poesía, la medicina, la agricultura, la arquitectura, sin olvidar, desde luego, y muy especialmente, los textos sobre alquimia, astrología, magia, y todas las demás ciencias y artes del saber hermético, las que pasarían al resto de países europeos, en los cuales dicho saber encontrará un nuevo impulso revitalizador. No olvidemos, en este sentido, que en esa época España es conocida como la “Puerta Real de la Alquimia”, y por la cual ésta penetra al resto de Europa, siendo Toledo el athanor en donde se concentran, cuecen y subliman las ideas que darán forma a las diversas corrientes de pensamiento hermético-cristiano que se prolongarán hasta los mismos albores de la era moderna, llegando incluso, aunque de manera más oculta y velada, hasta nuestros días.

Esas corrientes también se vieron influenciadas por las enseñanzas de la Cábala, que aun siendo específicamente judía, traspasó en muchas ocasiones sus fronteras naturales. Esta “apertura” de la Cábala más allá del mundo judío, fue abonando el terreno para que dos siglos más tarde, en pleno Renacimiento, surgiera el movimiento hermético conocido como la Cábala cristiana, en gran parte promovido por los cabalistas sefardís desplazados a Italia antes y después de la expulsión de 1492, hace ahora exactamente quinientos años. Pero el tema de la Cábala Cristiana, importantísimo para comprender la vertiente esotérica y tradicional del Renacimiento, será tratado extensamente en un posterior estudio. No obstante, sí diremos que la Cábala tuvo una notoria influencia en la obra de dos grandes filósofos herméticos de raigambre hispana: Ramón Llull y Arnau de Vilanova, verdaderos precursores de los cabalistas-cristianos del Renacimiento.

Como hemos dicho al principio, nosotros nos vamos a circunscribir a las corrientes de la Cábala en España, pero centrándonos especialmente, ya que es imposible abordarlas todas, en el importante círculo de Gerona. Junto a Toledo y Burgos, Gerona es el centro cabalista más importante de la península, llegando a ser prácticamente el único cuando a la muerte de Alfonso X el Sabio a finales del siglo XIII, en Castilla y otras regiones de España comienzan las persecuciones contra la comunidad judía.

Pero antes de esos acontecimientos, los grandes centros de la Cábala sefardí conocen sus momentos más prósperos, estando en un permanente contacto con los que existieron en el Languedoc y la Provenza franceses. Esa relación, y los frutos que de ella se derivan, prohijará lo que se ha dado en llamar la “edad de oro” de la Cábala, lo que significó su eclosión definitiva, dándose a conocer, como antes hemos dicho, más allá de los círculos rabínicos y judaicos.

Es en dichos centros donde aparece por primera vez el nombre de Cábala y de cabalistas aplicado a todos aquellos que se entregan a su estudio, meditación y práctica. Sin embargo, la doctrina, que constituye la razón principal y el fundamento mismo de esos estudios, no “nace” evidentemente entre los cabalistas sefardís y provenzales. Siendo la expresión del esoterismo de la tradición judía, esa doctrina nace al mismo tiempo que dicha tradición; y es más, podríamos decir que es precisamente de la formulación cosmológica, ontológica y metafísica vehiculada por la doctrina, que la propia tradición judía se organiza y ordena en sus distintos aspectos religiosos, sociales y culturales. De hecho, en aquella época entre un cabalista y cualquier otro miembro de la comunidad hebrea no existe ninguna diferencia externa. El estudioso de la Cábala no está separado de su comunidad. Él vive plenamente integrado en ella, cumpliendo con lo señalado en los textos canónicos, que como el Talmud derivan de una interpretación legalista y ética de la Torah. La sola diferencia estriba en que el cabalista, en su investigación, va más allá de esa interpretación, es decir va más allá de la letra o la forma de la Ley, penetrando en los diversos sentidos simbólicos que ésta encierra, y que representan los distintos niveles de aproximación al conocimiento de la Unidad divina.

Dentro de la tradición hebrea, que al igual que la cristiana y la islámica está constituida por un exoterismo y un esoterismo, los cabalistas siempre han representado su núcleo esotérico, o interno, que es lo que dicha palabra, esotérico, designa exactamente. El cabalista aparece así como el representante de la gnosis judía, y en este sentido puede ser considerado como un verdadero hombre de conocimiento, ya que la palabra Gnosis quiere decir precisamente “Conocimiento”. Pero éste no sólo se refiere al producto resultante de la especulación mental y racional encerrada dentro de los límites del discurso humano, sino sobre todo al Conocimiento que surge de la comprensión de los misterios del mundo divino, de los “misterios ocultos desde el principio del tiempo” como se dice en los textos cabalistas, esto es, del mundo de las ideas eternas y de los arquetipos universales, expresados de manera simbólica en las leyes que ordenan el desarrollo de la manifestación cósmica considerada en el indefinido despliegue de sus posibilidades creativas.

 

El Arbol de la Vida con las diez sefirot y los 32 senderos de la Sabiduría que las unen y comunican entre sí.

El Arbol de la Vida y los 32 senderos de la Sabiduría

 

Toda la enseñanza de la Cábala tiende a abrir el corazón del hombre a esos misterios, para lo cual es imprescindible que éste opere en sí mismo una completa reconversión de todo su ser, lo que está indicado en el término kavaná, la “dirección de intención”, consistente en orientar y dirigir su voluntad e inteligencia por los “senderos del Señor”. Tenemos, por tanto, que la enseñanza de la Cábala consiste, por un lado, en una transmisión, y por otro en una aceptación y conformidad a ella. Y esa transmisión y recepción están ya incluidas en el mismo significado de la palabra Cábala, literalmente “Tradición”, que equivale y es lo mismo que transmisión, pues ambas proceden del latín traditium. Asimismo, la raíz etimológica de Cábala es kabbel  -aceptar, recibir-, de lo que se deduce que aquello que se transmite y se dona, la doctrina tradicional, ha de ser al mismo tiempo aceptado y recibido, pues si así no fuese ¿a quién y qué habría que transmitir? Es necesario que exista un receptor para que la tradición será legada; y quien recibe, haciéndose uno con el mismo mensaje, entra a formar parte de la “cadena tradicional” (shalsheleth ha kabbalah), con lo cual se garantiza la permanencia de la tradición a través del tiempo y del espacio.

El origen de esa cadena, como de todas las cosas, está en Dios mismo, en el “Santo de los Santos”, y se renueva cada vez que el hombre establece la “alianza” con Él mediante la devekuth, la “adhesión a Dios” o al Principio Supremo. Esto está ocurriendo siempre, en el mismo momento en que el hombre torna todos sus pensamientos y actos hacia lo sagrado y se dispone a seguir la vía trazada por la tradición. En la medida en que esa alianza se hace efectiva el hombre recibe la “influencia espiritual”, emprendiendo su propio camino interior hacia el Conocimiento. En este sentido, podría decirse que esa “aceptación” o “recepción” es mutua: el hombre recibe la doctrina, y al mismo tiempo la doctrina, o la tradición, lo recibe a él, conjugándose ambos en una sola y única identidad.

Como dice Leo Schaya en su libro El Significado Universal de la Cábala: “El Conocimiento de la Verdad divina fue entregado a los patriarcas de Israel y a sus discípulos elegidos, y finalmente quedó cristalizado en la revelación Sinaítica. Moisés se la transmitió a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas, los profetas a los hombres de la Gran Sinagoga, y a su vez se la comunicaron a los miembros de la ‘cadena de tradición’ (esotérica)”. Aquello que se cristaliza en la revelación Sinaítica es la Torah, es decir la Ley o Doctrina, que es lo que la palabra Torah significa realmente. Se trata de la Doctrina del cielo, eterna e inmutable, pues en ella está contenido el misterio del sagrado Nombre de Dios, que es también el misterio de la Unidad metafísica.

Esto mismo quedó testimoniado en el conocido episodio bíblico de la “zarza ardiente”, cuando Moisés, al preguntar a Dios su Nombre, éste le contesta: “El Ser es el Ser”, o “Yo soy el que Soy”. La idea de la Unidad divina, presente en esta respuesta, también lo está en la tradición islámica, como es obvio en la fórmula ritual: “No hay más Dios que Alá”. Y asimismo la podemos encontrar en todas las culturas verdaderamente tradicionales.

Estamos con Leo Schaya cuando en el libro antes citado, dice que las mismas verdades formuladas por el Judaísmo se encuentran presentes en todas las tradiciones, en sus concepciones cosmogónicas y metafísicas vehiculadas por los códigos simbólicos y sagrados. Esta identidad reposa en el hecho de que todas las tradiciones derivan, y son adaptaciones, de una sola y única Doctrina o Revelación primordial, conocida bajo el nombre de Tradición Unánime o Sofía Perenne[4].

La diversidad de las formas tradicionales de ninguna manera ha de ser un impedimento para reconocer ese origen común expresado en lo esencial de sus mensajes, y que siempre se refiere a la transmisión de una realidad y un conocimiento de orden supra-humano. Éste, en cuanto que constituye la comprensión de las ideas y principios de orden universal, no está sujeto a las circunstancias históricas, geográficas, raciales, religiosas o de cualquier otro tipo, que siempre son relativas y contingentes con respecto a esos principios.

La revelación de ese Conocimiento es consignada por Moisés en los cinco primeros libros de la Biblia, los que constituyen el Pentateuco o la Torah escrita (reflejo de la Torah celeste), aunque en realidad ésta abarca a todo el Antiguo Testamento. La Torah escrita se acompaña de la Torah oral, que surge de los comentarios y explicaciones fruto del estudio sobre la primera. Por consiguiente, la transmisión de ese saber primordial, adaptado a forma tradicional particular, se efectúa por vía escrita y por vía oral al mismo tiempo; y una y otra vía con complementarias, pues si la Torah escrita asegura la inalterabilidad de la letra de la doctrina, la Torah oral la enriquece y la mantiene viva y actual. La palabra es luz y vida, y comunica la energía del pensamiento moldeado por la inmersión en el mundo de los arquetipos y de los principios universales que de ellos emanan. Por otro lado, muchos de esos comentarios también fueron consignados  en forma escrita, dando lugar a los grandes tratados, tanto exotéricos como esotéricos, que han ido conformando a la tradición judía en las distintas etapas de su historia. Es el caso del Talmud (que compila numerosos textos de la Misnah y de la Guemarah); es el caso también de los Midrash, textos escritos en forma de homilías y parábolas, y que recogen los comentarios y enseñanzas de contenido esotérico sobre el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, las Lamentaciones, el Libro de Esther, y por supuesto de los cinco libros del Pentateuco. Todo ese legado es el que heredan los rabinos y maestros cabalistas que propician el fermento y auge de la Cábala sefardita y provenzal. Ellos se consideran a sí mismos como los “hombres de la Tradición”, aquellos que preservan su pureza original, constituyéndose además en su élite espiritual, gracias a cuya labor esa misma Tradición, considerada en todo su conjunto, iba a conocer un nuevo impulso revitalizador.

Aunque nuestro estudio estará centrado sobre todo en los cabalistas del círculo de Gerona, sin embargo, aunque de forma breve, no podemos dejar de mencionar algunas obras y representantes de la Cábala desarrollada en otras partes de la península, especialmente Castilla.

Precisamente es a finales del siglo XIII que Moisés de León compone en Castilla el Sefer ha Zohar, el “Libro del Esplendor”, considerada como la obra cumbre de la teosofía judía, y por tanto de la Cábala, hasta tal punto que muchos cabalistas la denominaron el “Sagrado Zohar”, y venerada igual que la Torah y su comentario canónico, el Talmud. Aunque nacido en León, Moisés ben Semtov pasó la mayor parte de su vida en Guadalajara, formando parte de un círculo de cabalistas que habían conservado íntegramente la tradición esotérica transmitida a lo largo del tiempo por la “cadena iniciátiva”. Cabalistas como Todros, Abulafia o Isaac Sahulah fueron miembros de ese círculo, sin olvidarnos de otros maestros que desarrollaron su actividad en diferentes lugares de Castilla, como Moisés ben Jacob de Burgos, o los hermanos Isaac y José Ha Cohen de Soria, por nombrar sólo unos cuantos. Todos ellos, junto a Abraham Abulafia, José Gikatila y los cabalistas de Gerona, fueron los representantes eminentes de la “cadena iniciática” en suelo sefardí. Y el hecho de que Moisés de León atribuyera la paternidad espiritual del Zohar a Rabí Simeón ben Yochaï (insigne maestro que vivió en Palestina en el siglo II de nuestra era), y de que el libro esté entretejido por las pláticas y diálogos entre éste y sus discípulos, demuestra que esa cadena no se vio interrumpida jamás, y que pervivió en España al abrigo de los vaivenes históricos hasta la expulsión de 1492.

Rabí Simeón ben Yochaï, llamado la “lámpara santa”, es un sabio legendario para el pueblo judío, un guía espiritual y un intercesor entre Dios y los hombres, pues de él se ha dicho que era como un árbol cuyas ramas tocaban los dos mundos, el Cielo y la Tierra. Lo mismo podría decirse de Moisés de León, quien en el Zohar plasma las enseñanzas secretas transmitidas por los profetas y maestros de generación en generación, y con ellas el sentido profundamente simbólico y esotérico contenido en la Biblia, la Torah y los diversos textos sagrados de la tradición (los Midrash, el Yetsirah, el Bahir, etc.), revelando y adaptando esas enseñanzas a su tiempo, e incorporando a ellas aquello elementos nuevos nacidos de la cultura hispano-judía medieval directamente inspirados de la tradición y que se conformaban a ella en lo esencial. Desde esta perspectiva, el “Libro del Esplendor” aparece como una enorme síntesis que recoge toda la sabiduría del pueblo de Israel, que ha visto reflejadas en él sus más profundas señas de identidad.

Es tal la trascendencia del Zohar que ya desde su aparición se convierte en el punto de referencia doctrinal imprescindible para todas las escuelas cabalistas que surgieron posteriormente, como la fundada en el siglo XVI en Safed (Palestina) por Isaac Luria y Moisés Cordovero, cuya obra “Jardín de Granadas” (Pardés Rimmonin) está inspirada directamente del texto zohárico. Y la influencia del Zohar también será decisiva en la gestación de la Cábala Cristiana a través de tres de sus principales promotores: Marsilio Ficino, Pico de la Mirándola y Johannes Reuchlin, quienes tuvieron conocimiento de él por medio de los descendientes de los judíos españoles llegados a Italia. Es precisamente tras la expulsión de España que el Zohar se difunde por todo el mundo judío, y prácticamente no hay comunidad en que éste no sea objeto de estudio y meditación, y en que sus enseñanzas no desempeñen un papel fundamental en la vida espiritual de esas comunidades, a las que mantiene unidas en su fe y esperanza en los momentos más difíciles. Como afirma Ariel Bension:

“El Zohar fue capaz de convocar a todos los estratos del judaísmo. La clase intelectual fue atraída por los mensajes místicos y por la filosofía poético-religiosa (más bien diríamos iniciática y esotérica) que contiene. La clase no ilustrada acudió a él por los conceptos legendarios y éticos, por las esperanzas que sacaban para el futuro, y por el espíritu de valor que emana de todas sus páginas y que ayudaba a las gentes a sobrellevar las tribulaciones y el exilio, así como su suerte en este mundo”.

Mencionábamos antes a Abraham Abulafia, otro de los grandes maestros de la “edad de oro”. Abulafia ha sido considerado como el fundador (o al menos el primero que la difundió) de la Cábala “extática” y visionaria, basada esencialmente en los procedimientos de la Gematría, Notarikon y Temurah, los que constituyen la ciencia del Tseruf, consistente en la combinación, asociación y permutación de las letras hebraicas, y cuyo fin no es otro que crear las condiciones interiores necesarias para alcanzar el conocimiento del verdadero Nombre de Dios, uno en su esencia y múltiple en tanto que se manifiesta, lo cual es propiamente la obra de la creación. La ciencia del Tseruf tendría una decisiva influencia sobre el sistema del “Arte Combinatoria” de Ramón Llull, y por consiguiente sobre los cabalistas cristianos del Renacimiento, de los que el filósofo hermético mallorquín fue uno de sus principales precursores.

Espíritu emprendedor y autodidacta, Abulafia abandona muy joven su ciudad natal (Zaragoza), y recorre casi toda la península en busca de instrucción y enseñanza, la que encuentra principalmente en la “Guía de Perplejos” de Maimónides. Pero es entre los cabalistas de Barcelona donde Abulafia toma contacto directo con la Cábala, revelándosele su verdadero destino, que él considera providencia y profético. En la capital catalana entra en contacto con la escuela de Baruch Togarmi (autor de una obra titulada Las claves para la Cábala), entregándose intensamente durante varios años al estudio del Sefer Yetsirah, con el que profundiza en el sentido cosmogónico y metafísico del alfabeto hebreo, al que considera como el símbolo de las más altas verdades espirituales. Sobre el estudio y la interpretación esotérica del alfabeto y las letras sagradas, Abulafia establece los principios de su método y de su enseñanza, sintetizados en obras como El Libro del Tseruf, Luz de la Inteligencia, El Libro de la Vida Eterna, Palabras de Belleza, y El Libro del Signo. En ellas expone los frutos de su propia experiencia espiritual, desarrollando al mismo tiempo una didáctica complementaria a la enseñanza oral que transmite a sus discípulos. Incansable viajero, Abulafia recorre numerosos países, Palestina, Grecia, Italia, formando escuelas y grupos en los que son admitidos no sólo judíos, sino también cristianos y quienes realmente busquen el Conocimiento, convencidos de que por encima de las formas y los dogmas religiosos está la Verdad, que desde luego no es de la propiedad de ningún pueblo, raza o religión. En diversas ocasiones Abulafia habla de la perfecta concordancia que en asuntos de doctrina mantiene con sabios no judíos: “y he visto que ellos pertenecen a la categoría de los ‘hombres piadosos de los gentiles’ y que no hay necesidad de tomar precauciones a las palabras de los necios de no importa qué religión, porque la Torah ha sido transmitida a los maestros del verdadero conocimiento”. Aunque permaneció siempre judío, este rasgo de Abulafia denota que él es hijo de esa España plural forjada en la convivencia de las tres culturas y en la identidad de un mismo tronco tradicional, como ya señalamos al principio. En España, uno de sus discípulos es José Gikatila. Formado durante su juventud en los métodos y en el sistema de Abulafia, Gikatila participa también en la difusión de las enseñanzas del Zohar a través de obras como El Jardín del Nogal, Puertas de Luz o Puertas de la Justicia.

Si bien es verdad que fue en Sefarad, y más concretamente en Cataluña y Castilla, donde la Cábala floreció con mayor intensidad, los primeros centros importantes aparecen, como hemos dicho, en la Provenza y el Languedoc francés, en las escuelas y conventículos de Narbona, Lunel, Rabed, Montpellier, Marsella, Beaucaire, etc.

Allí encontramos (en ese siglo XII que asiste igualmente a la eclosión del arte románico y de la civilización cristiana occidental), a Abraham ben Isaac de Narbona, maestro talmudista del que cuenta la tradición que fue iniciado por el mismo profeta Elías, es decir que bebió directamente de las fuentes de la Sabiduría y del Conocimiento. Pero tal vez el cabalista más representativo de su tiempo y el que iba a ejercer mayor influencia no sólo entre los círculos franceses sino también entre los de Gerona y Castilla, fue Isaac el Ciego (en catalán Isaac el Cec), nieto del anterior. Ciertamente con Isaac el Ciego se inicia el período fecundo de la Cábala, el comienzo de su expansión y desarrollo, y algunos de sus discípulos, como ben Ezra, Azriel y Abraham ben Sesheth, fueron miembros destacadísimos de la escuela gerundense, como más adelante veremos.

Los comentarios de Isaac el Cec sobre dos libros fundamentales de la Cábala, el ya nombrado Sefer ha Yetsirah (el “Libro de la Formación” o de la “Creación” como algunos prefieren traducir) y el Sefer ha Bahir (“El Libro de la Claridad”, redactado por cabalistas provenzales anónimos), llegaron a ser el punto de referencia doctrinal imprescindible para muchos cabalistas de su generación y posteriores. Esos comentarios se centran sobre todo en las teorías de las sefiroth, que son los diez nombres y atributos creadores de la divinidad, y que es considerada como fundamental en los estudios cabalísticos. Precisamente es en el Yetsirah y en el Bahir donde la doctrina de las sefiroth se menciona por primera vez, pues antes de que estos dos libros fueran escritos, ella (la doctrina) constituía la parte principal de la enseñanza transmitida desde la revelación sinaítica sólo de forma oral y de maestro a discípulo, es decir, de “boca a oído”.

Un dato a destacar sin duda significativo, por su repercusión posterior en los movimientos hermético-cristianos del Renacimiento, es que a Isaac el Ciego se debe el hecho de haber ligado la Cábala al neo-platonismo, que por aquel entonces también había penetrado dentro de la gnosis cristiana e islámica gracias a las traducciones de los antiguos filósofos alejandrinos efectuadas en Toledo. Por otro lado, debemos destacar la presencia del neo-platonismo entre los antiguos padres de la Iglesia, como San Agustín, Orígenes, Clemente de Alejandría, San Jerónimo y, sobre todo, San Dionisio Areopagita, cuyas obras Teología Mística, Jerarquía Celeste y Los Nombres Divinos constituyen una perfecta síntesis de la filosofía neo-platónica y del cristianismo, presentando además numerosas analogías con el Sefer Yetsirah, redactado en Palestina por la misma época en que vivió el Areopagita (siglo VI).

Pero también es interesante destacar la influencia de la cosmología neo-platónica entre los poetas y filósofos judíos, como el malagueño Salomón Ibn Gabirol (o Avicebrón), autor de “Fuente de Vida” y “Corona Real”, en hebreo Kether Malkuth, respectivamente la primera y la última sefirah del Árbol de la Vida cabalístico. Lo mismo podríamos decir de Judá Haleví, oriundo de Toledo, en cuya obra Cuzary (las “Confesiones”), escrita en forma de diálogos platónicos, señala que el conocimiento de Dios sólo es posible mediante el despertar del “ojo del corazón”, o de la “intuición intelectual”, que es superior al mero razonamiento discursivo. Idéntica expresión es utilizada por el sufismo islámico, y en general por todas las gnosis tradicionales. En esta relación no podemos olvidarnos del gran filósofo Maimónides y de su obra cumbre “Guía de los perplejos”, que tan decisiva influencia tuvo sobre autores cristianos de la talla de Santo Tomás de Aquino y del Maestro Eckhart, y desde luego sobre cabalistas tan destacados como Abraham Abulafia, como hemos visto.

La Cábala y el neo-platonismo se identifican en lo esencial, y más adelante tendremos ocasión de comprobar cómo esa afinidad abriría nuevas vías al desarrollo de las ideas. Por otro lado, los cabalistas que redactaron el Yetsirah y el Bahir ya incluyeron en ellos determinados conceptos y elementos doctrinales procedentes del neo-platonismo, por lo que Isaac el Ciego, al menos en ese punto, no hace sino reafirmar un vínculo que de hecho ya existía. Dichos elementos aluden principalmente a las concepciones cosmogónicas y metafísicas relativas a la creación del mundo como resultado de la emanación de la Unidad divina, manifestada a través de su Verbo o Palabra, que es el Logos spermatikós en la terminología neoplatónica. A su vez, la Unidad, que es el Ser Universal, aparece como una determinación, la más primordial de todas, del Ain Sof, literalmente “sin fin”, o “el infinito”, el cual se corresponde con el “Dios oculto e incognoscible” (o Supra-Ser) de los neo-platónicos cristianos más arriba citados, y a los que hay que incluir a Scot Erígena, quien para referirse a la naturaleza misteriosa de Dios la designó con el nombre de “Nada”. Al Dios incognoscible, al “Misterio de los Misterios” oculto detrás del “velo” de la Creación, el hombre únicamente se puede referir a él en términos negativos, como es el caso de la expresión neti neti (“no es eso, no es eso”) con la que la tradición hindú alude a la naturaleza de Brahma, la Suprema Deidad.

De hecho, fue Isaac el Ciego el primero en introducir en la Cábala el término Ain Sof para nombrar la “causa del Pensamiento” divino. En sí mismo, en su suprema esencia, Dios jamás podrá ser conocido por el hombre, en tanto que ser sumido a las condiciones de la existencia manifestada. Esa imposibilidad, Isaac el Ciego la expresó de la siguiente manera: “La criatura no tiene la fuerza para aprehender aquello a que alude el Pensamiento: el Ain Sof”. Es lo mismo que se lee en Isaías (55, 7-9): “Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni mis caminos son vuestros caminos, dice YHVH. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos”.

Por definición, el Infinito es lo que no tiene ni principio ni fin, lo cual escapa a cualquier especulación mental y racional, pues ¿cómo acceder a la comprensión de alfo que no tiene ni principio ni fin, que no está sujeto ni al cambio ni al movimiento, y que por tanto está fuera de toda existencia, en el sentido de que carece de cualquier atributo creado? El “Misterio de los Misterios”, o el “núcleo del núcleo” al decir del sufismo islámico, permanece eternamente oculto en el Pensamiento de Dios, y ante Él el cabalista siempre tropieza ante la misma pregunta incontestada: “¿Quién?”.

Lo que el hombre puede llegar a conocer, aquello que es susceptible de ser conocido pues constituye todo lo que él es, son los atributos, aspectos y nombres divinos, que son las diez sefiroth, las que constituyen los arquetipos de todo lo creado, incluido el hombre mismo, que los refleja y sintetiza en su naturaleza integral. Dicen los textos que cuando Dios desea ser conocido en lo que Él tiene de cognoscible, de su nada infinita, de su No-Ser inefable, emerge un punto, una “chispa” luminosa que contiene en sí misma todas las posibilidades de manifestación, esto es, todo cuanto a partir de ella, de su emanación, constituirá el conjunto de la Existencia Universal, o del orden cósmico. Ese punto, que no es sino la primera determinación, es la suprema sefirah, llamada Kether. En esencia, Kether no es otra cosa que el Pensamiento mismo de Dios, en el que, efectivamente, están las raíces y principios de todo lo manifestado, que emerge gracias a la acción de su Verbo espermático y generador, el cual no es distinto del Pensamiento, sino su traducción articulada, que es propiamente la obra de la Creación. La Palabra, el Logos, íntimamente unida al Pensamiento, del que no forma sino una con él, es la Sabiduría, que es el nombre de la segunda sefirah, llamada Hokhmah. Y es por medio de ella que Dios, el “Uno sin Segundo”, revela su Ser y su Voluntad creadora. “Dios crea con la Hokhmah”, afirma Isaac el Ciego, esto es, mediante su palabra y su Sabiduría.

Es la “presencia real de Hokhmah”, de la Sabiduría, la que se manifiesta a Moisés y al pueblo de Israel en el Sinaí, revelándoles los “misterios concernientes a la Torah”, que son los misterios del sagrado Nombre de Dios y de su Unidad metafísica. Para el cabalista todo lo que está escrito en la Torah tiene su arquetipo eterno en el Nombre inefable de Dios, y todas las letras, palabras y caracteres allí plasmados son cristalizaciones simbólicas de las ideas y principios espirituales emanados del Nombre divino. Análogamente, todos los mundos y miríadas de seres que componen la obra de la Creación, son también palabras y letras derivadas y comprendidas dentro de ese Nombre, al que expresan en la pluralidad indefinida de sus significados. De aquí deriva también el valor sagrado del alfabeto hebreo, pues cada letra es la transcripción simbólica de la energía espiritual que la conforma. En este sentido, recordaremos que el término hebreo dabar quiere decir “palabra” y “cosa” por igual, con lo cual la palabra y la cosa, o el ser, por ella designada son exactamente lo mismo. Los cabalistas ven aquí, señalada por la lengua sagrada, la identidad esencial entre la Palabra divina y la Creación (considerada como un todo y con cada una de sus partes constitutivas) a que ella da lugar en cuanto se expresa. También nos advierten que la criatura (el efecto manifestado) no está separada de su ser arquetípico (de su causa misteriosa y oculta), pues es de él de donde extrae toda su realidad.


 


 



Notas

[1] Se cree que el nombre de Sefarad proviene de Sefard, que era una de las regiones del sur de Palestina, y de donde procedían la mayor parte de los judíos que se afincaron en la península tras la diáspora acaecida después de la segunda y definitiva destrucción del Templo de Jerusalén (el construido por el rey Zorobabel), aunque también es posible que ya algunas colonias judías se establecieran en suelo hispano después de la primera destrucción del Templo por Nabucodonosor en el siglo VI a. d. Cristo, o quizá de mucho antes. De ser así la presencia judía en España vendría entonces de muy antiguo, y se comprendería con más elementos de juicio por qué la expulsión de 1492 supuso para los judíos sefardís una verdadera tragedia, pues, y como atestiguan las crónicas de la época, se les desarraigó de una tierra considerada por ellos, junto a la de Palestina, como la de sus antepasados. Señalaremos, en este sentido, que la palabra “Sefard” quiere decir “término” y por extensión “fin de la tierra” (finis terrae), lo que conviene perfectamente a España, el país del extremo Occidente del mundo conocido hasta entonces.

[2] En relación con lo que decíamos en la nota anterior con respecto a la antigüedad de la presencia del pueblo hebreo en la península, debemos añadir que entre los judíos toledanos existía la leyenda (y ya se sabe que para los pueblos tradicionales las leyendas y los relatos míticos revelan la realidad de su historia sagrada, esto es, de una realidad vertical que irrumpe en la sucesión caótica del devenir temporal haciéndolo significativo, posibilitando así el nacimiento y desarrollo de su cultura) de que Toledo fue fundada por sus antepasados en tiempos del rey Salomón, es decir contemporánea a la construcción del Templo de Jerusalén. Toledoth, la ciudad de las “Generaciones”, se identificaba así plenamente a Jerusalén, la “Ciudad de la Paz”, considerada como el centro espiritual no sólo de la tradición judía, sino igualmente de la cristiana y la islámica, exactamente lo mismo que lo fue Toledo para todas ellas durante un largo período de la España medieval.

[3] En su libro La realidad histórica de España, Américo Castro señala que los epitafios del sepulcro de Fernando III el Santo (que está en la catedral de Sevilla) están escritos en latín, castellano, árabe y hebreo, es decir por las lenguas que correspondían a las tres culturas que convivieron pacíficamente bajo el reinado tolerante e integrador de este rey, obra que fue continuada por su hijo Alfonso X. Pero como indica Américo Castro, mientras que “el epitafio en latín es reflejo de una política respecto de las tres castas de creyentes, los redactados en castellano, árabe y hebreo son expresión de otra, de la tolerancia y del espíritu de convivencia que a las tres las ligaba. En el texto latino se dice que el rey machacó y exterminó la ‘proterviam’ (la desvergüenza, el impudor) de sus enemigos, o sea de los musulmanes que ocupaban Córdoba y Sevilla; se añade que arrancó a Sevilla del poder de los paganos (de los infieles) y la restituyó al culto cristiano. Nada de esto aparece en los otros tres epitafios. La Iglesia, potestad sin duda suprema, expresó su modo de entender la victoria del rey Fernando sobre los musulmanes, pero lo hizo en la lengua que sólo los ‘clerici’ entendían, no el vulgo de los cristianos, árabes y judíos. La política de Alfonso X no coincidía enteramente con la de los eclesiásticos de su corte”. En efecto, fue el fanatismo religioso, promovido por la mayor parte de esos eclesiásticos (los que crearon la Inquisición) el que en realidad rompió ese espíritu de tolerancia tan enraizado en las tres comunidades después de tantos siglos de convivencia. Debemos decir en este sentido, que Alfonso X se resistió siempre a las pretensiones de la curia romana, que presionaba al rey castellano para que implantara en su reino las medidas restrictivas en el orden social y cultural hacia las comunidades judías e islámicas. Y si bien es verdad que en los últimos tiempos de su reinado promulgó el famoso Código de las Siete Partidas, éste nunca se llegó a aplicar en su totalidad.

[4] En la tradición hindú esa Doctrina o Revelación primigenia es designada con el nombre de Sanatana Dharma, y que puede traducirse, en efecto, por “Ley Eterna” en cuanto que derivada del Principio mismo. La podemos encontrar también en el Cristianismo cuando se habla del “Evangelio Eterno”.

 

Publicado por Ed. Symbolos: Cuadernos de la Gnosis Nº 2. Guatemala, 1993, hoy agotado.