FRANCISCO ARIZA 

EL SIMBOLISMO DE LA HISTORIA
Una perspectiva hermética de la Tradición de Occidente

 

Júpiter, con el haz de rayos celestes
y el águila del Imperio a sus pies. Hendrix Goltzius
.

 

CAPÍTULO VI

ROMA Y LA IDEA DEL IMPERIO

 

Roma entendió la idea metafísica del Imperio porque esa idea constituía como hemos tenido ocasión de señalar una de sus virtudes innatas, es decir que formaba parte de su identidad desde sus mismos orígenes, y la victoria sobre Cartago, así como la resolución de sus distintas guerras civiles que tuvieron lugar al final de la República, le daría finalmente la oportunidad de realizarla y ponerla en práctica. Hemos de puntualizar que dicha idea procede de una concepción tradicional muy antigua, la cual fue expresada ya por Dante de la siguiente manera:

De igual modo, todo hijo se conduce bien y excelentemente cuando imita, en la medida en que su naturaleza lo permite, el ejemplo de un padre perfecto. El género humano es hijo del cielo, que es perfectísimo en todas sus obras; el hombre es engendrado por el hombre y el sol (...) Luego el género humano se conduce excelentemente cuando imita, en cuanto su naturaleza lo permite, el ejemplo del cielo. Y como el cielo todo está regulado en todas sus partes por un movimiento único, que es el primer móvil, y por un motor único, que es Dios, según la filosofía lo enseña con evidencia a la razón humana, resulta que, si se razona bien, la humanidad alcanza la excelencia cuando se regula por un Príncipe, como único motor, y por una ley, como único movimiento. De lo que aparece como necesario para el bien del mundo que haya una Monarquía, o Principado único, llamado Imperio. Por esto suspiraba Boecio cuando decía: «¡Oh, feliz especie humana, si rigiera en vuestras almas el amor que rige el cielo!».[62]

Ciertamente esta concepción del Imperio, o Monarquía Universal, es en el fondo la misma que Platón describe en la República, pues en realidad tanto una como otra forma de gobierno están inspiradas en los principios y leyes que rigen la «ciudad cósmica del mundo», es decir la Ciudad Celeste, la que tiene como único gobernante a Dios mismo, el único y verdadero Monarca Universal (el Rey del Mundo), aquel que en el hinduismo recibe el nombre de Chakravarti, el «Señor de la Rueda», modelo simbólico del emperador humano en cualquier civilización tradicional.

De ahí, de esa idea del Imperio, se deriva precisamente el concepto de ecúmene, universalidad, al que nos referíamos anteriormente, y sin el cual no se entendería esa capacidad que Roma tuvo de integrar dentro de su civilización a todos los pueblos que conquistaba, comenzando por asimilar a sus dioses, los que acababan formando parte de su panteón. En esto consistía precisamente el rito de la evocatio.

En este punto debemos decir que si elegimos el ejemplo del Imperio de Roma es por la sencilla razón de que él es una pieza fundamental en la conformación de la Historia de Occidente, y además porque «resurgiría» en los comienzos de la Edad Media con Carlomagno bajo el nombre de Sacro Imperio Romano, perviviendo como institución hasta comienzos del siglo XIX. Pero nunca hemos perdido de vista que en la constitución de todos los Imperios de la Antigüedad (que nada tienen que ver con los «imperialismos» de las potencias modernas, que en todo caso representan su inversión, exactamente igual que la sociedad moderna con respecto a la sociedad tradicional), existen una serie de principios que se repiten de forma similar, el primero y más importante de los cuales es en efecto la de unidad, o sea de que todo cuanto existe emana de un Ser Único, también llamado «Corazón del Mundo».

La idea de «incorporación», o de «reunión de lo disperso» forma parte también naturalmente de esos principios que se encarnan en el Imperio, es decir la de una convivencia articulada y ordenada de varios pueblos y culturas que forman parte constitutiva de un todo superior a todas y cada una de ellas, superior incluso a la civilización que llevó la iniciativa, en este caso Roma, que es una pieza más, fundamental desde luego, de ese organismo supranacional que es en verdad el Imperio considerado como entidad metafísica, y no sólo política. Así fue desde un primer momento, cuando ya en su época republicana Roma va incorporando a su proyecto de civilización primero a todos los pueblos de la península itálica (etruscos, sabinos, sículos, ligures, etc.), y posteriormente a cuantos habitaban lo que para un romano de aquella época era el «mundo conocido». En reciprocidad, Roma va asimilando lo mejor de cada uno de esos pueblos; es el caso concreto de los etruscos y de los pueblos helenos y griegos, de los que Roma en aspectos medulares de su cultura se considera sucesora. La famosa Pax Romana hay que entenderla en ese contexto, y bajo su manto se unificó Oriente y Occidente, así como el Norte y el Sur del Mediterráneo, a quien los romanos llamaron significativamente Mare Nostrum («Nuestro Mar»). No olvidemos que Mediterráneo quiere decir «en medio de la tierra», es decir que ese Mare Nostrum era un espacio central y común que reunía las condiciones idóneas para el surgimiento de la ecúmene, de la comunión entre los diferentes pueblos que habitaban esa tierra conocida.

Ese carácter «unificador» está ya en la génesis misma de Roma, que recordemos se funda gracias a la «reconciliación» de dos reyes adversarios, Rómulo y Tito Tacio, rey de los sabinos. Asimismo hay que considerar que la monarquía legendaria fundada por Rómulo es producto de la síntesis entre las leyes aportadas por este y las del también sabino Numa Pompilio, sucesor de Rómulo y considerado como un rey-sacerdote que dio a Roma su primer calendario y organizó la vida religiosa y civil en base a la creación de numerosos ritos, entre ellos los debidos a Jano, dios eminentemente romano; a Numa le sucedió Tulio Hostilio, un rey guerrero, y por tanto influenciado por Marte, pero que no entra en conflicto con el que fue su sucesor, Anco Marcio, el cuarto rey de Roma, quien instituyó el culto de Venus (diosa del amor y la belleza) y fue además un «constructor de puentes», un pontifex, tanto en el sentido literal del término, como en el de legislador. Naturalmente esta idea de «concordia» como el fundamento de la creación de una civilización no es exclusiva de Roma, pues la encontramos también en la egipcia, que nace de la conciliación y síntesis de dos deidades hermanas, Seth y Osiris, las que procedían del Alto y del Bajo Egipto, respectivamente, síntesis que estaba simbolizada en la corona del faraón, el equivalente del emperador. En fin, los ejemplos serían numerosos, pero la idea está clara: la civilización, como imagen de la organización cósmica, surge, y se desarrolla de manera armónica gracias a la unión o conciliación de los contrarios.

Abundando un poco más en todo esto, vamos a ver de manera muy sumaria cuales fueron las razones profundas que gestaron ese proceso. Así, se ha dicho que el creador del Imperio Romano no fue otro que Julio César, aunque el primer emperador como tal fue su sobrino Octavio Augusto, el futuro emperador César Augusto. Nosotros pensamos efectivamente que el estadista romano conocía el espíritu de su época y de su propia tradición, y por tanto la verdadera idea de la Pax Romana como realización efectiva de la virtud del Imperio se le reveló en toda la intensidad de su significado (figs. 6-7). Julio César entrevió el verdadero Destino de Roma: en un momento crítico que, por distintos motivos, amenazaba con la paralización de su civilización, e inspirado por los hados, comprendió que la solución a los problemas que aquejaban en ese momento a la República romana no era detener precisamente su expansión territorial sino ampliarla, que en definitiva Roma desarrollara aquello para lo cual estaba predestinada por la Providencia, y concibió que aquella magna empresa, para mantener su unidad, debía estar gobernada por un solo hombre que fuera la encarnación viva del dios: el emperador, que simbolizaba los poderes espiritual y temporal.

 

Fig. 6. La diosa Roma. Bartolomeo Pinelli (1781-1835).

 

Fig. 7. «Apoteosis de Rómulo». S. XVII. Rómulo deificado se convierte en el dios Quirino.

Aquí aparece junto a Minerva (que porta la diosa Victoria) y Júpiter.

 

 También supo ver con suma lucidez la importancia de anexionar a Roma los territorios que lindaban con la frontera norte de la República, especialmente los ocupados por los pueblos celtas, galos, germánicos y britanos, llevando a cabo la pacificación casi total de Hispania, lo cual era clave al ser una de las provincias más romanizadas, si no la más, hasta el punto que da a Roma dos de sus mejores emperadores: Trajano y Adriano, sin olvidarnos de Teodosio ya al final del Imperio. Es decir, extendió la civilización romana hacia el Occidente y Centro de Europa, intuyendo la importancia que tendrían esos pueblos en la conformación futura del Imperio. Es indudable que el tiempo demostró el acierto de César, el cual unió su voluntad a la de los Dioses, comprendiendo la «necesidad histórica» del Imperio y lo que eso representaba no sólo para la civilización romana, sino lo que es más importante, para el conjunto de Europa (entrevista por él como una unidad cultural y política), y más aún del propio Occidente en su totalidad. Pero, además, César también vislumbró la importancia de las provincias orientales (Asia Menor, Armenia, Palestina, Siria, Arabia, Mesopotamia, Egipto), fronterizas con el inmenso territorio asiático, y por eso quiso hacer de Alejandría la capital del Imperio, o al menos de haberla compartido con Roma, buscando así un equilibrio entre Oriente y Occidente. Era realmente un pontifex, un «hacedor de puentes».

Debemos decir, no obstante, que antes de que Julio César diseñara la estructura del Imperio, esta conocería varios ensayos a lo largo del tiempo. Así fue en efecto durante la época de los Graco y los Escipiones (alrededor del siglo II a.C.), donde además de las necesarias reformas en la organización administrativa y política de la República para adaptarse a los tiempos, se intentó en un momento dado, y bajo la influencia que sobre esos generales y tribunos romanos ejercieron las ideas procedentes de algunos filósofos griegos y romanos, como Blosio, Panecio y Diófanes, la creación de un estado utópico en Asia Menor (concretamente en la Anatolia Occidental), utopía que fue llevada a cabo por el príncipe Aristónico de Pérgamo. Ese estado efímero recibió el significativo nombre de Heliópolis, la «Ciudad del Sol», y sus habitantes eran llamados «los ciudadanos de la República del Sol», y aquí podemos ver ese germen o idea de lo que iba a ser posteriormente el Imperio como realización plena de esa idea, en donde efectivamente los ciudadanos que lo integraban debían estar regidos por el principio metafísico que el Sol simboliza.

 

M. Fabio Calvo, la Roma quadrata de Rómulo, 1527

 

Por otro lado, a nadie se le escapa que este mismo nombre, la «Ciudad del Sol», es el título de la famosa obra del maestro renacentista Tommaso Campanella,[63] confirmándonos esto nuevamente la existencia de una corriente de pensamiento esotérico y hermético que a lo largo de la Historia siempre ha sido el inspirador, bien de manera evidente o bien de manera velada, de llevar a cabo la realización del «plan divino en este mundo».

Pues bien, César, que vivió en el siglo I a.C. era en cierto modo el heredero de esa idea surgida de los círculos intelectuales y científicos (donde se encontraba también el historiador Polibio) que rodeaban a los Gracos y los Escipiones, que no olvidemos fueron en su momento las dos familias con más peso e influencia dentro de la nobleza romana. El mismo César fue educado en su juventud por filósofos griegos en la isla de Rodas, formando parte de esa educación los viajes que realizó por Oriente, visitando entre otras la ciudad de Pérgamo. Pero la estadía más larga la pasó César en Alejandría, ya en su madurez,[64] cuando era un estadista consumado y el que gobernaba Roma en la práctica. Llevando en su mente las reformas que habrían de conducir a la creación del Imperio, César acude a los filósofos, matemáticos y astrónomos de la Escuela de Alejandría, y especialmente contacta con Sosígenes, a quien encarga la elaboración de un nuevo calendario (el Juliano), tomando como base el egipcio, y por lo tanto el caldeo.

Sin entrar de lleno en esta cuestión sumamente interesante, es indudable, como ya dijimos, la importancia que tiene el calendario como un instrumento cultural que busca organizar el tiempo humano de acuerdo al modelo celeste. Pero lo que aquí queremos resaltar es el hecho de que, aparte de los aspectos prácticos y necesarios que ese orden trae consigo, cada nuevo calendario también indica la entrada en un nuevo ciclo civilizador, y sin duda el Imperio representaba esto mismo dentro de la larga trayectoria de Roma, y por consiguiente necesitaba tener un calendario que reflejara los cambios en el orden celeste, que la organización del Imperio igualmente reflejaba en la tierra. Con la reforma del calendario asistimos en realidad a una «refundación» de Roma tras más de setecientos años de existencia como civilización (un ciclo completo), teniendo en cuenta además que cuando fue creado el Imperio, hacía poco tiempo que el mundo había entrado en una nueva «era zodiacal», la de Piscis, la que también «anunciaba» una nueva tradición: la Cristiana.

Yo me admiraba antes de que el pueblo Romano hubiera llegado sin ninguna resistencia hasta el límite de la Tierra; porque, mirando superficialmente, suponía que lo había obtenido no por su derecho, sino solamente por la fuerza de las armas. Mas cuando hundí los ojos hasta el tuétano y por eficacísimos signos conocí en ello la acción de la Providencia, cedió mi admiración y sobrevino en mí un cierto desprecio irónico, al saber que las naciones se irritaban contra la preeminencia del pueblo Romano (...) Amando la paz universal y la libertad, ese pueblo santo, piadoso y glorioso, aparece constantemente desdeñoso de la molicie y el provecho egoísta para procurar la salud común del género humano. Por lo que se ha escrito bien lo siguiente: «La fuente del Imperio Romano es la piedad».[65]

En efecto, visto desde nuestra perspectiva que es la misma que aquí expone Dante, y sin obviar los inevitables excesos y defectos de todo tipo inherentes a la naturaleza humana, la fundación del Imperio fue sin embargo, y esencialmente, un acto de enorme generosidad por parte de Roma, de sus mejores hombres, aquellos que, como Julio César, dirigieron la transición de la República hacia el Imperio, es decir el paso de una entidad sentida por todo el pueblo y la ciudadanía romana como «nacional» a otra «supranacional», lo que implicó «sublimar» (o poner bajo la influencia de otras deidades) la energía de Marte, que hasta entonces había dado a Roma su carácter guerrero y una parte notable de su identidad como civilización, pues no olvidemos que Marte era uno de sus dioses fundadores,[66]sin olvidar que ese carácter bélico siempre tuvo en la diosa Venus su equilibrio necesario. El mismo Julio César, sin ir más lejos, afirmaba que su estirpe, la gens Julia, tenía su origen en esta deidad, Venus, en la que también Roma tiene sus orígenes en cuanto era la diosa protectora de la ciudad de Troya, de donde era originario Eneas, cuyo padre Anquises, según el mito, era hijo de la diosa. Recordemos que Eneas, junto con su hijo Ascanio (o Iulo), fue el fundador de la ciudad de Alba Longa, de la que nacerá precisamente Roma (figs. 8-9).

 

Fig. 8. Moneda de Julio César.
En el anverso la diosa Venus. En el reverso, Eneas portando a su padre Anquises y su hijo Ascanio, o Iulo.

 

Fig. 9. Moneda de César Augusto.
En el reverso la leyenda «Divus Iulius» y la representación del cometa –y la cola del mismo en su parte superior– que apareció en los cielos en julio 44 a.C., meses después de la muerte de Julio César, asociándose con la deificación del mismo.

 

Pero las deidades bajo cuyo influjo Roma dirigirá los destinos de Occidente no son otras que el Sol y Júpiter (Dis Pater, el Padre de los Dioses), energías eminentemente «creadoras» y «constructoras», y los símbolos y ritos a ellas adscritos formaron a partir de entonces parte esencial de la nueva identidad de Roma.[67]

67 Cuando se ha levantado la mirada hacia el cielo y se han contemplado los fenómenos celestes, ¿qué puede haber tan manifiesto y diáfano como que existe el numen de una mente sumamente privilegiada, mediante el que tales cosas se rigen? Pues, si no fuera así, ¿cómo habría podido decir Enio, con el asentimiento de todos, «mira esta elevada blancura, a la que todos invocan como Júpiter» (la invocan, en realidad, como ‘Júpiter’, como ‘soberano de las cosas que todo lo rige mediante su impulso’, como ‘padre de las deidades y de los hombres’, como ‘dios omnipresente y omnipotente’)?[68]

No quiere esto decir ni mucho menos que las deidades solar y jupiterina no formaran parte de esa identidad ya desde sus orígenes, teniendo en cuenta además que Júpiter siempre ha velado por este pueblo, como el propio Virgilio nos lo hace saber en la Eneida cuando nos refiere que el Padre de los dioses envía al mensajero Mercurio a «rescatar» precisamente a Eneas de los brazos de la reina cartaginesa Dido e infundirle el valor necesario para llevar a cabo la consecución de su destino. Pero tanto Júpiter como el Sol tuvieron un papel descollante a partir sobre todo de la formación del Imperio, que representa el período de madurez de la civilización romana, y cuya llegada, como decimos, coincide de manera significativa con el advenimiento del Cristianismo, lo que para Dante constituye una señal evidente de que se había llegado a la «plenitud de los tiempos», recogiendo así una expresión de San Pablo (Gálatas, IV, 4). Dice Dante:

No encontraremos hasta el divino Augusto, que fue Monarca de una perfecta Monarquía, que el mundo haya estado universalmente quieto. Y entonces el género humano vivió feliz, en la tranquilidad de la paz universal, todos los historiadores y poetas ilustres lo dicen: el mismo Relator de la mansedumbre de Cristo [se refiere a San Lucas, II, 1] se ha dignado atestiguarlo, y hasta Pablo llamó «plenitud de los tiempos» a aquel estado felicísimo. Verdaderamente el tiempo y las circunstancias fueron plenos, porque ningún servidor faltó para el servicio de nuestra felicidad. Cómo se comportó el mundo para que la túnica inconsútil fuera desgarrada por las uñas de la codicia, podemos leerlo y ojalá pudiéramos no verlo. ¡Oh, género humano!, cuántas tormentas y ruinas, cuántos naufragios debes padecer, mientras te has convertido en bestia de muchas cabezas y te agitas en lo contradictorio. Enfermo de ambos intelectos, así como de la sensibilidad, no cuidas de dar razones irrefragables al intelecto superior, ni miras el rostro inferior de la experiencia, ni escuchas tampoco el dulce afecto de la divina persuasión, que por la trompeta del Espíritu Santo anuncia: «He aquí cuán bueno y jocundo es que los hermanos habiten en la unidad» (Salmos, 133, 1).[69]

Lo que fue cantado igualmente por Virgilio, el cual, dice de nuevo Dante:

queriendo celebrar el siglo que su tiempo veía surgir, cantaba en sus Églogas: «Ya vuelve la Virgen, los reinos de Saturno vuelven». Virgen era el nombre de la Justicia, que también se llamaba Astrea. Los reinos de Saturno se decía de los tiempos mejores, también llamados de oro.[70]

El texto de las Églogas de Virgilio es el siguiente:

La última edad de la profecía de Cumas ha llegado finalmente. He aquí que renace íntegro el gran orden de los siglos. La Virgen vuelve, Saturno vuelve, y una nueva generación desciende desde las alturas de los cielos. Dígnate, o casta Lucinia, ayudar al nacimiento del Niño, con el cual terminará la raza de hierro y se alzará sobre el mundo entero la raza de oro, y entonces, tu hermano, Apolo, reinará... La vida divina recibirá el Niño al que canto, y verá los héroes unirse a los dioses, y él mismo a ellos.

 

Fig. 10. La Virgen Astrea portando las espigas en su mano izquierda y en su derecha el caduceo hermético. Hyginus, De Mundi et Sphere, Venecia, 1502.

 

Es importante recordar, en este sentido, que Astrea se identifica con el signo de Virgo (la Virgen), la cual es representada con las espigas de trigo, y también con el caduceo (fig. 10) puesto que Mercurio es asimismo el regente de dicho signo, o sea que está bajo su influjo directo. Cantando a Astrea, la Justicia divina, los poetas y sabios latinos estaban al mismo tiempo invocando a Mercurio, pero no sólo en su papel de numen vinculado al comercio, sino como el dios que participa enteramente de la construcción de ese «nuevo tiempo» bajo la forma del Imperio. Horacio así lo atestigua cuando en sus Odas revela la íntima relación de Hermes-Mercurio con César Augusto, el primer emperador.

«o bien tú, hijo alado de la bienhechora Maya, si mudando de figura asumes en la tierra la de un joven…»[71]

Ese joven no es otro que César Augusto, que llegó a designarse a sí mismo como Mercurius Augustus, de ahí que fuese representado en ocasiones portando el caduceo, lo cual llegó a ser un atributo del propio Imperio romano (figs. 11-12-13).


Fig. 11. Mercurius Augustus. Gema de la Colección Malborougth.

 

Fig. 12. Moneda de Antonino Pío.
Anverso el emperador; reverso el caduceo de Mercurio con la cornucopia, símbolo de la diosa Fortuna.

 

 

Fig. 13. Áureo imperial.
La diosa Concordia portando el caduceo y la cornucopia.

 

Como un germen que contiene en sí toda la potencialidad de su desarrollo posterior, la idea del Imperio, o sea del propio Orden cósmico, había sido depositada en el alma de Occidente, y lejos de desaparecer cuando la propia civilización romana se extingue, dicha idea en sus contenidos esenciales se mantuvo viva y renació de sí misma, como el Fénix, ave mítica asociada también con la idea del Imperio (fig. 14). ¿Qué otra cosa fue sino el Sacro Imperio Romano instituido por Carlomagno en el día de Navidad del año 800 sino un renacer de esa misma idea?[72]

 

Fig. 14. Moneda del emperador Constante.
En el reverso aparece el ave Fénix sobre el orbe del mundo.

VII
La Tradición Cristiana
«Difundir la luz y reunir lo disperso» (próx.)



NOTAS

[62] Dante: De la Monarquía, I, 11. Asimismo, sobre esta idea que lanza Dante de que el hombre es engendrado por su padre carnal y el sol (conocida por muchos pueblos tradicionales), hablaremos más extensamente en un próximo libro centrado en la doctrina de los ciclos en su relación con la historia y la geografía sagradas.

[63] Acerca de la «Ciudad del Sol» de Campanella, ver Las Utopías Renacentistas, capítulo III.

[64] Tuvo un hijo con Cleopatra, llamado Cesarión, que ha sido considerado como el último faraón.

[65] Dante, Ibíd. II, 1 y 5.

[66] Los mitos relacionados con los orígenes fundacionales de Roma relatan que Marte se une con la humana Rhea Sylvia, y del fruto de esa unión nacen Rómulo y Remo.

[67] Por ejemplo el águila, que junto al rayo, es el símbolo por excelencia de Júpiter, pasa a ser a partir de entonces, el símbolo por excelencia del Imperio, sustituyendo así a la «loba capitolina», la que amamantó a Rómulo y Remo. Y en relación con el Sol, recordemos que el emperador Aureliano acuñó unas monedas donde iba inscrita la leyenda: «El Sol, Señor del Imperio Romano.» Además, se entiende perfectamente que el Imperio se inaugure con la «incorporación» dentro de su panteón de un dios eminentemente solar de origen iranio, Mitra, que dio lugar a los «misterios de Mitra», celebrados sobre todo entre las legiones, y cuyo simbolismo es adoptado en parte por el cristianismo, como por ejemplo la celebración del solsticio de Invierno (que pasaría a ser la Navidad cristiana), donde Mitra era celebrado como «Sol Invicto». Los atributos solares del Cristo, el «Sol de Justicia», procedían no solo de Apolo sino también de Mitra. Sobre Mitra y su simbolismo hermético ver el acápite con el mismo nombre en Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. También los trabajos de Franz Cumont, entre ellos Las Religiones Orientales en el Mundo Romano, capítulo VI.

[68] Cicerón: Sobre la Naturaleza de los Dioses, II, 2, 4.

[69] Dante, Ibíd., XVIII.

[70] Dante, Ibíd., XIII.

[71] Recurriendo a la doctrina de los ciclos, y más concretamente a las eras zodiacales, debemos recordar que el signo de Virgo es el «opuesto» a Piscis, que es precisamente la era zodiacal que comienza no solo con el Cristianismo sino también con el Imperio Romano, de ahí los estrechos vínculos entre ambas tradiciones. Cada signo zodiacal que inaugura y predomina durante una era astrológica determinada recibe directamente los influjos del signo zodiacal opuesto a él. Es como si ese signo poseyera de alguna manera las «llaves» o las «claves» espirituales y cósmicas que permiten «abrir» las puertas de la nueva era zodiacal, en este caso la era de Piscis, ya en sus prolegómenos. Si Virgo es el signo opuesto a Piscis y tiene como regente a Mercurio (o sea a Hermes), no debe extrañarnos el «protagonismo» que esta deidad adquirió al comienzo del Imperio Romano, y en realidad durante toda la duración del mismo. Por otro lado, reparemos en los vínculos, incluso etimológicos, entre Maya, la madre de Hermes, y María, la madre de Jesús el Cristo. Ampliaremos el significado de las eras zodiacales en nuestro próximo libro dedicado a la Doctrina de los Ciclos.

[72] Carlomagno fue coronado emperador en Roma por el Papa León III, y aclamado por el pueblo reunido de la siguiente manera: «¡A Carlos Augusto, coronado por Dios, gran y pacífico Emperador de los Romanos, vida y victoria!». Añadiremos que unos meses antes de su coronación recibe de manos de los emisarios del patriarca de Jerusalén las llaves del Santo Sepulcro y de la Ciudad Santa. Es decir que no sólo es aclamado por la cristiandad occidental, sino también por la oriental, o sea por el conjunto entero de la Cristiandad. Se da la circunstancia de que esa comitiva tenía el beneplácito del califa (equivalente al emperador) abasida de Bagdad Harun al-Rachid (Aarón el Justo).